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Mujeres indígenas Ainara Arrieta Archilla La Ciudad de México es una de las ciudades indígenas de América Latina. La más diversa de México, tanto por el número de pobladores indígenas que residen o transitan como por la diversidad etnolingüística que aquí confluye. Prácticamente la totalidad de las culturas de la República Mexicana están representadas en este centro. Para la década de los 60, era visible el rostro indígena de los migrantes de origen campesino en la megápolis. Sin embargo, la ciudad no se reconoció pluriétnica y la discriminación es experimentada cotidianamente por las y los indígenas. La ciudad se llena de voces e imágenes múltiples y contradictorias, la discriminación en las calles moldea significativamente la autopercepción de mujeres y hombres respecto a su identidad étnica y de género. Pero hay una diferenciación: al contrario que con los hombres, donde el conocimiento campesino e indígena del que son portadores se desconoce y traduce a estigmas de delincuencia y peligrosidad, para las mujeres la pobreza adquiere un rostro “etnificable”. Transitar con el traje tradicional, hablar su ancestral idioma o vender de artesanías y dulces en las calles implica hacer frente a los imaginarios de las “Marías”, traducida a menosprecio y prejuicios de “pobre mujer”, vinculado a la carencia e ignorancia. “Hubo un tiempo que salí a vender dulces aquí en Salto del Agua, allí hay mucha discriminación: siempre te dicen quita de aquí que estorbas o te dicen india” (Testimonio de mujer de Santiago Mexquititlán residente en la Ciudad de México). Insertarse en la ciudad en condiciones de discriminación fue difícil para las indígenas de origen rural, ya que implicó trascender las condiciones materiales y sociales restrictivas (desde la búsqueda de empleos y viviendas, hasta de los mecanismos de reproducción de la identidad comunitaria). Con mayor fuerza para los colectivos que se ubicaron en el centro de la ciudad, cuya presencia invadió el corazón del paisaje citadino. Siendo múltiples las experiencias de migración étnica a la capital, las modalidades y estrategias de adaptación y apropiación de cada grupo étnico han sido diversas. Al destacar esta diversidad y contradecir el estigma de marginalidad indígena en la ciudad, un informe reciente señala que los hijos y nietos de los indígenas que migraron durante los años 40 y 50 se han insertado a la capital exitosamente, “convirtiéndose en profesionistas o dueños de empresas propias” (Molina y Hernández, 2006). Al referirse a grupos indígenas cuya estrategia de incorporación a la ciudad fue la creación de “enclaves étnicos”, este informe –denominado “Perfil sociodemográfico de la población indígena en la Zona Metropolitana de la ciudad de México, 2000. Los retos para la política pública”– señala: “Algunos grupos aunque llegaron a la ciudad en la época del desarrollo estabilizador, optaron por especializarse en el comercio en la vía pública y permanecer en zonas céntricas cercanas a sus áreas de trabajo; para estos grupos, las condiciones actuales de vida son más semejantes a los inmigrantes recientes que las de quienes optaron por buscar otras ocupaciones y áreas de viviendas”. Los grupos étnicos del centro de la ciudad a los que hacen referencia los autores, son fundamentalmente ñähñús, mazahuas y triquis. Además de las condiciones de pobreza que se destacan, es importante mencionar otras características que comparten estos indígenas residentes del centro de la ciudad. Su presencia adquiere un carácter fuertemente femenino y étnico, las mujeres se dedican mayormente a la venta de artesanía y otros productos en la vía pública lo cual les da una gran visibilidad pero las enfrenta cotidianamente a situaciones de discriminación. Al llegar a la ciudad, ocuparon espacios (terrenos baldíos y inmuebles deshabitados) en el centro de la ciudad, especializándose en empleos como el comercio en la vía pública. Además estos grupos han emprendido luchas por la vivienda digna y reconocimiento de la presencia indígena en la ciudad misma que los ha llevado a consolidarse como organizaciones y adherirse a diferentes movimientos sociales en la ciudad y el país. Cuando la ocupación de los terrenos baldíos en la colonia Roma fue consolidándose como un proyecto viable de vivienda social, la discriminación adquirió nuevas formas. El acoso constante de los vecinos retroalimentó el sentido de la lucha étnica por el espacio citadino. La manera en la que la comunidad de Santiago llegó a la ciudad para quedarse representó una ofensa para algunos vecinos que tal vez podían aceptar la presencia indígena individualizada, mimetizada, pero de ninguna manera etnificada y en lucha. La pobreza como cara visible del peligro, ocultaba el rechazo de las pertenencias compartidas. “Seguido venían a decirnos que nos fuéramos a invadir en otro lugar porque nuestra forma de ser no iba de acuerdo con la colonia”, citó el reportaje “Un caracol otomí en el corazón de la Roma”, publicado por la revista electrónica Vecinet, en su número. 730. La ocupación de los espacios antes “ajenos” se convirtió en una lucha por la pertenencia compartida a una ciudad y un país, en este escenario la imagen etnificada de las mujeres resultó fundamental para delinear los márgenes de la reconstrucción identitaria, ya que su lucha se reivindica no para desfigurarse en lo global ni citadino sino para reconocerse diversa y alternativa en el centro de la modernidad excluyente. Buscar empleo en la ciudad implica para las y los indígenas hacer frente a condiciones restrictivas y desfavorables del mercado formal. La discriminación étnica y de género delimita los márgenes femeninos de acceso al trabajo, haciendo de la venta de artesanías en la vía pública la ocupación “más aceptable” para las mujeres indígenas con bajas tasas de escolaridad y altos índices de monolingüismo. Combinando las actividades compatibles con las exigencias comunitarias, familiares y citadinas, las mujeres de Santiago se dedican en su mayoría a la elaboración y venta de artesanías, actividad infravalorada tanto económica como socialmente. Las muñecas “otomí” donde auto representan la imagen femenina, se convirtieron desde la década de los 70s en icono de las indígenas en las ciudades del país así como en el principal ingreso económico para las mujeres. Desde entonces, las muñecas llenas de significados, han acompañado el peregrinar por las diferentes ciudades, formando parte fundamental de la vida de las mujeres de Santiago Mexquititlán. “Ahí cuando tenía unos diez años mi mamá estaba en el DF. Había ido con alguien del pueblo que la ponía a vender dulces, además también le dieron algunas muñecas; mi mamá vio que las muñecas sí se vendían bastante y así regresó al pueblo con un modelo. Desde entonces hemos hecho muñecas y con ellas hemos salido adelante” (Testimonio de mujer de Santiago Mexquititlán residente en la Ciudad de México). La producción y venta de muñecas tradicionales, neo artesanías o dulces, es la estrategia convertida en la principal fuente de ingreso femenino. El valor añadido del oficio rural, en este caso el de artesanas, que complementaba la economía de subsistencia campesina, pasa a convertirse en fundamental ingreso para la reproducción de la familia en la ciudad. En la ciudad, el papel de las mujeres es clave para la supervivencia de la unidad doméstica y la comunidad en la ciudad. En la cotidianidad, ellas han generado estrategias creativas, diversas y eficaces. “En la ciudad todo se tiene que comprar, no hay de nada, aquí (Santiago Mexquititlán) con lo que sale de la tierra, que los nopales, quelites, maíz... con eso se puede comer” (Testimonio mujer de Santiago Mexquititlán residente en la ciudad de México). La pérdida del traspatio administrado por las mujeres en el pueblo, dificulta en la urbe la reproducción de estrategias campesinas como, por ejemplo, el uso de hierbas medicinales, cultivos diversificados y los animales que complementan la dieta y economía familiar. Ante la exclusión social reflejada en un medio laboral hostil para los hombres y la imposibilidad de reproducir la unidad doméstica campesina en la ciudad, las mujeres generan estrategias diversas para la resolución del hogar creando redes de apoyo con nuevos agentes en la ciudad y se han convertido en puente de intermediación entre la ciudad, la comunidad y la familia. Estas estrategias implican mecanismos de inserción e integración en diferentes espacios y con diversos agentes (las organizaciones civiles, la escuela, las instituciones de salud, la calle como espacio laboral, etcétera). La resolución de la vida cotidiana de la cual son responsables las mujeres, las lleva a transgredir la división sexual del trabajo así como los espacios asignados comunitariamente. A pesar de las restricciones, las mujeres reformulan y se apropian de los espacios citadinos, delinean las fronteras asignadas y conforman nuevas geografías para la unidad doméstica en la ciudad. A diferencia de lo que ocurre en el ámbito rural, en la ciudad las mujeres transitan con mayor fluidez entre el espacio personal, doméstico, laboral, comunitario y político. Cargado de sentidos, portar el traje en la ciudad es un acto significativo para las mujeres, el manejo de la auto imagen es un ámbito fundamental de la subjetividad y de la reafirmación o camuflaje de las identidades específicas. No llevar el traje se debe a veces a evitar la discriminación, pero también tiene un sentido por trascender el componente étnico en la identidad femenina. Esto resulta contrastante con la incorporación etnificada del grupo ñáhñú a la ciudad y que se refleja en el uso de la imagen femenina en las muñecas. “Yo antes llevaba el traje otomí, ahora no. Pero mi mamá me dice ‘hija ya estás grande’. Pero a mí ya no me importa porque yo quiero ser diferente, antes todas llevábamos el traje iguales, los zapatos iguales, mejor me compro mis tenis. Mi mamá me mira como a loca” (Testimonio de mujer de Santiago Mexquititlán residente en la Ciudad de México). Maestra en desarrollo rural por la UAM-X Este texto es un extracto del ensayo “Identidades en transformación: fronteras de género y subjetividad femenina de las mujeres indígenas en la Ciudad de México”, donde la autora analiza el papel de las mujeres indígenas en el proceso de migración urbana y el acelerado cambio del mundo rural en México.
El amaranto, alimento preciado en tierra que se urbaniza Lourdes Edith Rudiño En la delegación Xochimi l c o , en el pueblo de Santiago Tulyehualco, persiste con fuerza un alimento prehispánico que fue duramente reprimido durante la Conquista por sus implicaciones religiosas, el amaranto o huahutli. La Iglesia Católica prohibía las celebraciones indígenas, donde este cereal tenía un lugar privilegiado, ya que representaba la inmortalidad. El amaranto –base del dulce tradicional de alegría, pero que también sirve para elaborar atoles, galletas, tamales, pulque y más— es el cultivo alrededor del cual gira la economía de todo el pueblo. Prácticamente todas las familias de Tulyehualco se han dedicado históricamente a sembrar el amaranto. La plantita se prepara en almácigos, que se elaboran en chinampas, y cuando ya está lista, se traslada a la tierra de los cerros, donde crece y para el mes de diciembre se realiza la cosecha. El producto se almacena en las casas de los propios productores, quienes lo tuestan gradualmente a lo largo del año para elaborar ellos mismos la alegría y demás alimentos procesados. Sin embargo, como está ocurriendo en muchas áreas verdes del Distrito Federal (DF), varios de los terrenos de siembra del amaranto se están vendiendo para la construcción de casas habitación, lo cual es una lástima, porque –como lo ha reportado la Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades del gobierno capitalino– el amaranto de Tulyehualco ha tendido a declinar en su superficie de siembra, y suma hoy alrededor de sólo 60 hectáreas, a tal grado que el DF está dependiendo para su abasto de producto cultivado en otros estados como Puebla y Tlaxcala. Y hoy día el amaranto está siendo reconocido por ser el cereal de mayor contenido proteínico y porque podría muy bien sustituir comida chatarra en las escuelas. Doña Carmen Mendoza Hernández, de 80 años, es la productora de mayor edad de amaranto en Tulyehualco –por eso mismo se le conoce como la número uno en la Feria de la Alegría y el Olivo que desde 1971 se realiza aquí del 31 de enero al 15 de febrero–. Comenta que el cultivo de amaranto “es una tradición que viene desde mis tatarabuelos” y ella la ha heredado a sus hijos e hijas, aun cuando ya cuentan con una profesión. Pero también está consciente que en un futuro no lejano sus tierras tendrán que urbanizarse, porque “¿dónde van a vivir los hijos de mis hijos?” Relata que ha visto como ya varios productores han vendido tierras a gente ajena al pueblo para la construcción de casas, y eso no es complicado pues todo es propiedad privada, no son ejidos o comunidades. Dice doña Carmen que ella no piensa vender un centímetro de su tierra, pues tiene un vínculo emocional muy estrecho con ella y con el amaranto. Lo expresa con sus recuerdos: “Cuando era niña, tenía yo unos ocho años, me iba con mi abuelo o con mi padre por el canal hasta el mercado de Jamaica. Me gustaba ir en la canoa jugando con el agua (...) El amaranto me ha dado mucho, gracias a él pude educar a mis ocho hijos, hasta darles carrera, tengo sus diplomas y títulos todos colgados en mi pared. Durante 30 años vendí alegría en Azcapotzalco. Iba yo los jueves, sábados y domingos y tenía mis clientes, pasaba casa por casa, y de allá me traía encargos para coser uniformes; eso lo hacía a lo largo de la semana combinado con la labor del amaranto y por las noches cocinaba. Aquí en Tulyehualco tengo un puesto de alegría desde hace 30 años”. El amaranto –que, junto con el maíz, frijol, chile, jitomate, la chía y calabaza, fue la base de la alimentación prehispánica— es parte esencial de la vida de doña Carmen. Recuerda que Rodolfo Neri Vela, el primer astronauta mexicano en volar al espacio exterior, visitó Tulyehualco y ella le obsequió un regalo de alegrías, “se sacó una foto conmigo, con nadie más”. Y recuerda ella también toda la técnica de producción del producto y de elaboración de la alegría y los cambios que han ocurrido, fundamentalmente: los almácigos antes se hacían con lodo de las chinampas, ahora se hacen con tierra que se obtiene de allí “y nosotros le ponemos agua”, pues ya las chinampas se han ido disminuyendo; asimismo, antes el amaranto se tostaba en comal, usando carbón, y hoy se utilizan sobre todo tostadores eléctricos, y antes “los inditos vestidos todos de blanco” trabajaban el amaranto y ahora ya ese atuendo casi no se usa.
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