De dioses y de hombres
L
os hombres nunca hacen tanto daño ni obran con tanta felicidad como cuando lo hacen de manera religiosa
. Pascal. Esta cita clásica, proferida por un monje cristiano en De dioses y de hombres (Des dieux et des hommes), de Xavier Beauvois, es un señalamiento moral de los excesos y violencias del fundamentalismo.
La nueva cinta del también realizador francés de No olvides que vas a morir (1995) y El pequeño teniente (2005), evoca un hecho real, la matanza en 1996 de siete monjes cristianos en un convento enclavado en las montañas del Magreb argelino, a manos de un grupo de rebeldes integristas. De ocho religiosos, cuya rutina diaria de meditación y plegaria describe detalladamente el relato, sólo uno pudo sobrevivir. Los demás aceptaron su suerte de manera estoica y con una fuerte dosis de misticismo, luego de las advertencias que les instaban abandonar el convento y regresar a Francia, a exponerse a una suerte trágica.
El director explora los últimos días en la vida de estos monjes, pero se concentra ante todo en dilucidar sus dilemas morales y la convicción cristiana que les confiere una gran determinación frente a la desgracia.
La cinta de Beauvois sugiere una oportuna reflexión sobre la sinceridad del compromiso religioso y la sencillez de la vida conventual, en oposición a la doble moral de jerarquías eclesiásticas inclinadas por el fasto y el comercio con los poderosos. Los monjes en el convento de Nuestra Señora del Atlas no sólo viven alejados del sectarismo y la intolerancia, sino que sellan un pacto tácito de fraternidad con la comunidad musulmana.
Su retiro espiritual cumple también funciones sociales, es dispensario médico y también centro de meditación y de plegarias. Hay lugar para el diálogo interno y para la comunicación con el resto de los seres humanos, al punto de que un religioso puede mostrar inclinación amorosa por una joven argelina, y el asmático hermano Luc (un Michael Lonsdale formidable) entregarse con piedad sincera al cuidado médico de los lugareños.
La armonía espiritual reina en el lugar y la cámara registra con elegancia y discreción los cánticos y rituales diarios del monasterio, como esa última cena, acompañada de un movimiento de El lago de los cisnes, de Chaikovski, que es un emotivo recorrido por los rostros de los monjes antes de la ofrenda final que será su sacrificio.
Cuando el grupo de rebeldes integristas asesina a varios trabajadores extranjeros, sobreviene la zozobra que rompe con la calma del convento. Los monjes vacilan en abandonar el lugar o compartir la suerte de los musulmanes amenazados. Surge la duda espiritual (¿Por qué guardas Dios tanto silencio? ¿Por qué la fe es tan dolorosa?), misma que va disipándose con serenidad asombrosa. El poder de decisión, prerrogativa humana ligada a la noción del libre albedrío, triunfa sobre el temor y las flaquezas. El padre superior (Lambert Wilson) propone una imagen franciscana para explicar la decisión final (Las flores no cambian de lugar para recibir mejor la luz del sol
).
De dioses y de hombres es, más allá de su vocación de pastoral fílmica, un alegato contra la intolerancia y los integrismos religiosos. En este sentido la espiritualidad de sus protagonistas, comprometida con la suerte política y social de los hombres, adquiere una relevancia moral inusitada.