onforme en los últimos lustros del siglo XX el mundo entraba aceleradamente en la sociedad y economía del conocimiento, las tensiones entre los gobiernos y quienes generan y distribuyen el conocimiento han aumentado sin pausa. El conocimiento de base disciplinar se amplía a velocidad vertiginosa: hoy se duplica cada cinco años, y para 2020, lo hará cada 73 días (ONU) y es absolutamente indispensable para resolver todo. La universidad quedó entonces como en el ojo del ciclón.
El desarrollo del conocimiento produjo inimaginables formas de desarrollo de la vida social, pero también trajo problemas de magnitud inmensurable. El cambio climático, los brutales desastres derivados o la crisis económica que ha cimbrado hasta sus cimientos a los estados del mundo, todo está en cuestión y todo ello también sólo puede solucionarse mediante el conocimiento mismo. No es extraño que la educación superior, la investigación científica y tecnológica, la crítica, que vive en el corazón mismo de la universidad, estén sujetas a procesos formidables de debate y de transformación, en el mundo.
Muchas sociedades y gobiernos, trabajan y discuten ese hecho sin pausa. Los usuarios del conocimiento, sociedades, empresas, organizaciones de todo tipo, gobiernos, de un lado, y quienes generan y distribuyen el conocimiento, de otro, poseen con frecuencia criterios distintos, y llegar a acuerdos entre todos los actores absorberá mucho tiempo y muchos recursos. Pero sólo la ceguera de intereses de corto plazo o la de la ignorancia, que con frecuencia van de la mano, pueden producir posiciones perplejas y mentes ofuscadas que están contra el desarrollo del conocimiento; vale decir, contra la universidad.
En todos los países desarrollados el espacio de la educación superior pasó a ocupar una centralidad inexcusable, reconociéndose así que la universidad de elites del pasado, es sólo una pieza de museo. Es difícil creerlo, pero en México no es central, sino marginal. Es muchas veces un residuo y una institución desconfiable, aunque las encuestas sociales de cualquier encuestador las ubiquen en el lugar número uno, y sean los políticos quienes ocupan el último sitio.
México, sus clases y grupos dominantes, empeñados como parecen estar en que el país ocupe cada vez peores lugares en todo, no podía dejar fuera de ese afán suicida a la educación superior. No hablo de intenciones: son hechos. En el asunto de los recursos se les comprime todo cuanto sea posible.
Cada año la discusión sobre el presupuesto es harto distinta. Pareciera natural, el mundo cambia, nuevos problemas aparecen. Pero para los diputados mexicanos, en general, esas son apenas unas cuantas razones, hay otras sensiblemente más graves: en la arena del debate cambian los rudos y los técnicos y las estrategias de lucha cada año, porque esos actores principales no tienen prioridades. Todo depende de la correlación de fuerzas, de la cercanía de unas elecciones, o del tamaño de la presión de interesados organizados. Ahora les subimos un poquito, ahora se los quitamos. ¿Es esa una política de Estado?: no, es el desastre. La educación superior requiere recursos crecientes en presupuestos plurianuales, porque la matrícula debe crecer y porque en la sociedad del conocimiento la educación superior es por necesidad cada vez más intensiva en capital.
No todo queda ahí. En tierra de abundantes zopencos políticos suceden más desdichas: en 2009 el gobernador panista de Tlaxcala acompañado de sus poderes políticos formales, cambió la Constitución local, y la ley orgánica de la universidad de esa entidad federativa para que su hermano fuera relegido rector. Lindísimo, ¿no es cierto? En septiembre pasado el gobernador de Durango y sus compadres del Congreso local, en un santiamén cambiaron la ley orgánica de la universidad, para impedir que una persona que no era de las huestes del gobernador, pudiera intentar legalmente relegirse, y además el Congreso, sí el Congreso, nombró a una rectora provisional. No tardó mucho tiempo en que alguien le hiciera ver las barbaridades legales que estaba cometiendo, de modo que hubo que recular, pero no completamente: se niega a restituir la situación legal en el lugar en la que la hizo trizas. En ambos casos esos señores gobernadores creen que la autonomía prevista en la Constitución Política de los Estados Unidos sirve para que se aseen el final del intestino.
Y el inefable desgobernador González Márquez, de Jalisco, que codesgobierna la entidad con el no menos inefable cardenal Sandoval, desde 2007 le debe setecientos millones de pesos a la Universidad de Guadalajara de ¡recursos federales!, que se embolsó impunemente. Lo que no fue óbice para que en ese mismo año ¡recursos federales! por casi 90 millones fueran donados
a la Iglesia de Sandoval, por este gorilesco desgobernador de vez en cuando alcoholizado, que fue en ese estado que a gritos informó a la sociedad jalisciense de su hazaña.
No son las únicas universidades estatales que, en la sombra informativa, viven situaciones similares. He ahí el lugar del conocimiento para la clase política mexicana. Por esa razón produce una sonrisa amarga leer en La Jornada del pasado sábado a Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008, recomendando que México fortalezca seriamente la educación, pues aquellos países que tienen grandes historias exitosas, son aquellos que tienen una población bien educada y esto fue mucho antes de que fueran ricos, como Corea y China
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