El emperador Maximiliano
Hugo Cameras
Mi tío Néstor, hermano de mi madre, era lector. Después de dejar la yunta solía verlo leer tardes enteras. Sentado bajo el limar que perfumaba el patio trasero de su casa, leía absorto un libro de pastas amarillentas, manchado por la humedad y los años.
Un día le pregunté:
–¿Qué dice el libro, tío?
Se me quedó viendo con esos sus ojos color de miel que le daban un aspecto pacífico y tranquilo.
–Ya lo acabé, mejor léelo, vos sabés leer mejor que yo.
Se levantó de su asiento y me lo entregó para siempre. Me sentí adulto por primera vez en mi vida. Comencé a hojearlo con la curiosidad de un niño. Era de pasta dura amarillo verdosa, en ella se leía en letras doradas: “El Cerro de Las Campanas”. El título no me decía absolutamente nada pero conforme iba avanzando en la lectura, fui entrando al mundo apasionante de la historia.
Juárez y sus contemporáneos en los difíciles días del imperio, la tragedia de la emperatriz Carlota y el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo; las peticiones de dignatarios extranjeros para evitar su fusilamiento, la histórica carta de Víctor Hugo pidiendo el indulto, el ir y venir de ese gigante de la historia de México, llenaron mis tardes y mis noches después de las duras faenas del campo. Cuando terminé de leer el libro, recostado en mi camastro, vi aparecer en el horizonte negras nubes cargadas de lluvia y truenos. El agua cayó con una granizada feroz y los rayos se dibujaban en el cielo como flechas de fuego. Me quedé dormido y soñé con una precisión matemática, paso a paso, la historia completa del Cerro de Las Campanas.
Puesto que el libro traía muy escasas estampas y fotografías, tuve que recurrir a la imaginación para delinear cabalmente el rostro de Juárez, la distinguida presencia de Lerdo de Tejada, la elegancia de Maximiliano y la belleza de Carlota. Los carruajes, palacios y tantas otras cosas tan ajenas a mi realidad, tan desconocidas y extrañas fueron tomando forma en mi mente. A partir de lo soñado e imaginado construí mi propia versión de los escenarios. Al despertar, me nació la idea de hacer una representación, una obra de teatro.
Corría mil novecientos treinta y ocho. El primero de julio de ese año cumplí veinte años de edad. El pueblo era un hervidero de jóvenes inquietos, que comenzábamos a sospechar otra realidad, otro mundo fuera de Huixtán. No recuerdo que tuviera un motivo, una intención clara para llevar a cabo este proyecto, quizá sólo la intensa pasión que despertó en mí la grandeza de la figura de Juárez. Algunas muchachas seguramente aceptarían la invitación. ¿Por qué no intentarlo?
Hice la propuesta, para mi sorpresa, todos aceptaron sin dudar ni un momento. Acordamos que la presentación se haría para las fiestas patrias.
En julio comenzaron los ensayos. Mi compadre Manuel Román representaría a Maximiliano, a Juárez Adulfo Gómez, indígena amestizado y gran compañero de parrandas. Harían de Miramón y Mejía, Antonio Román y Gildardo Zepeda, respectivamente. Carlota sería por supuesto, la bella Anita Cameras, yo representaría al brillantísimo abogado Lerdo de Tejada.
Campesino y arriero de un pueblo olvidado ¿qué idea podía yo tener de lo que era una obra de teatro?, no obstante, como pude me las arreglé. Entre todos hicimos el vestuario, nos imaginamos las escenas y conseguimos todo.
El pueblo sabía que Aarón y sus amigos estaban preparando algo sorprendente para el quince de septiembre, no se sabía con precisión qué era aquello, pero cualquier cosa se podía esperar del “alzado” del Aarón.
–De por sí “ese muchacho es muy metido” —decían las viejitas.
Llegó el gran día. Desde muy temprano cité a los actores en mi casa para tomar un acuerdo solemne:
Nadie va a tomar trago antes de la representación: unos minutos antes de entrar a escena sí nos vamos a echar un nuestro buchazo pa agarrar ánimo, antes nada ¿de acuerdo?
–¡De acuerdo! —dijimos todos.
Todo el santo día fue de tensión. Mi compadre Manuel, alias Maximiliano, de suyo tímido y apocado, a cada rato se acercaba a decirme:
–Compadrito de mi alma, a la mera hora no voy a poder, no voy a saber decir toda esa pendejada.
–¡Iday pue, compadre! ¿ya te querés rajar orita? ¡utaaa...! Si vos te rajás ¿quien va ser el emperador?, sólo vos tenés ese porte de rey que se necesita, pué.
Al rato se acercaban Miramón y Mejía:
–Oí vos Aron, le echemos siquiera un su poquito, falta mucho todavía y yo la verdá no aguanto la nerviosidá, me da un chingo de vergüenza.
Yo imperturbable, como corresponde a un director teatral de los más altos vuelos:
–Hermanos, tenemos una gran responsabilidad, vamos a representar un gajo de la historia de México, ¡caso es cualquier cosa!, así que si llegamos bolos, bien que nos va ir con tanto cabrón que quiere que fracasemos, ¡así que el acuerdo es el mismo! cuando falten unos minutos para comenzar, nos echamos un nuestro tragazo, después si quieren le metemos una semana.
En estas difíciles negociaciones nos la pasamos un buen rato, hasta que llegó el gran momento, eran las siete de la noche.
Como había sido el acuerdo, hombres y mujeres nos zampamos casi medio cuarto de trago, en seguida subimos al escenario. Mi compadre Manuel fue el primero en aparecer ante un público curioso. Con el cabello y las barbas rubias hechas de pelo de maíz, metido en su traje de emperador se veía impresionante. Miramón y Mejía perfectamente vestidos de traje negro. Juárez muy serio lucía pantalón negro, camisa blanca, corbata de moño y levita negra y yo mismo me vestí al modo como entendí que lo hacía Lerdo de Tejada, de traje azul y corbata roja. Carlota iba deslumbrante con su elegante vestido largo color azul. Los diálogos se dieron con fluidez y calidad. No obstante Maximiliano tartamudeaba de vez en cuando, un poco por su excesiva timidez y otro poco por efecto del trago. La obra fue creciendo en dramatismo. Cuando ocurrió la tragedia del fusilamiento de Maximiliano el público asistió conmovido hasta las lágrimas.
No tengo ninguna duda de que el espíritu de Juárez estuvo en ese lugar y a esa hora precisa. El hombre que lo caracterizó, un campesino iletrado, se transformó. A la hora de tomar la palabra, el tono y timbre de la voz cambió bruscamente para dar paso a la elocuente desenvoltura y firmeza del hombre de Guelatao.
Una hora duró el drama. Después de que el cuerpo de Maximiliano cayó abatido por las balas del pelotón de fusilamiento, comencé a declamar “¡A las Armas!”, un largo poema épico de un autor cuyo nombre no recuerdo, comenzaba así:
“No tenemos más rey que las leyes,
No tenemos los libres señor,
Que con sangre se tiña de reyes,
Nuestro bello pendón tricolor.......”
Cayó el telón. Han pasado muchos años. El eco inmenso del aplauso atronador en esa noche inolvidable y los rostros lívidos y llorosos de la gente que salía de la representación teatral como de un velorio, me han acompañado toda la vida. La elegante figura de mi compadre Manuel vestido de emperador sigue, en mis sueños, cayendo de bruces sobre el entarimado cubierto de juncia y las manos, las toscas manos de las mujeres y los hombres llevándolas a la cara, para no ver una vez más la muerte, tan familiar, tan cotidiana, tan fatalmente nuestra.
Hugo Cameras, médico y escritor chiapaneco, nació en el municipio de Huixtán, al igual que su padre, de quien trata esta historia.
Fusilamiento durante la Revolución mexicana. Foto: Walter Horne