l que seamos estudiantes, periodistas, comerciantes, manicuristas, campesinos, médicos, maleantes, políticos, madres o padres de familia, monjas, contadores, cantantes, sexoservidores, transeúntes o policías, carece de relevancia. Ustedes dejen de asesinarnos, y punto.
Ya antes nos han mandado a decir, en narcomantas o en discursos en cadena nacional, que esta fiesta sangrienta es exclusivamente entre ustedes, que los muertos seguramente eran pandilleros, que la gran mayoría de los cuerpos pertenecen a sicarios, que el resto de los mexicanos no tenemos nada de qué preocuparnos. Qué alivio: matar sicarios o pandilleros es una tarea (gubernamental o delictiva) tan legal y rutinaria como poner un sello de recibido a los oficios que se presentan en una ventanilla. Como si no existieran el Código Penal ni la Declaración Universal de Derechos Humanos, como si nadie hubiera descubierto aún la axiomática procedencia moral y social del precepto no matarás
, como si Sócrates hubiese hecho gárgaras de cicuta sólo para divertir al público, como si Jesús no se hubiera dejado clavar en un madero, como si un puñado de ilustres no se hubiera tomado la molestia de reunirse en Querétaro para emprender la engorrosa tarea de redactar una constitución, como si los infractores fueran reses y no personas.
Pero nos han mentido: aunque aseguren que no asesinan a quienes no estén involucrados en los asuntos de la delincuencia organizada, han seguido apareciendo, despedazados, maniatados y apilados en montón, albañiles, turistas, adictos en rehabilitación y muchachos que festejaban algo; hemos debido enterrar a bebés cosidos a balazos porque el ejército o la policía los confundieron con capos de la droga; tenemos estudiantes muertos haiga sido como haiga sido y estudiantes vivos con los intestinos de fuera por efecto de las balas policiales; seguimos padeciendo secuestros de individuos –respetuosos de la legalidad, o no, qué importa– porque ustedes necesitaban algún insumo para su fábrica de culpables, o porque querían una lana, o porque hicieron un casting macabro para producir un video que después divulgarían en Youtube, o porque requerían un cadáver llamativo para colgar de él una cartulina con garabatos ominosos.
Felipe Calderón sugiere, con extremado descaro, que nos acostumbremos a las masacres, y José Francisco Blake Mora tiene el cinismo de pedirnos que nos armemos de paciencia ante nuestro propio exterminio. Pacientes no podemos ser ni para escuchar o leer semejantes obscenidades: la inmensa mayoría de los mexicanos no tiene ganas de morirse, ni siquiera de catarro, y menos para abonar esta sanguinaria confluencia entre los intereses económicos y los intereses políticos de unos y de otros.
Algunos de ustedes querrán una montaña de dólares; habrá el que se afane en cumplir órdenes de Washington; otros desearán subsanar inseguridades personales presentando al respetable una fachada de resueltos e implacables; alguno más deseará llevar a México –en función de sabe Dios qué cálculos torcidos y perversos– a la ingobernabilidad total, al estado de excepción y a la dictadura; otros aspirarán a las tres cosas. Pero dense cuenta de que matar es un mal negocio, así sea porque con cada persona que asesinan pierden a un potencial consumidor de droga, a un causante al cual esquilmar, a un televidente, a un votante, a un trabajador explotado, a un ser humano con el cual interactuar en el sentido que sea. Busquen otros métodos de negociación y quédense sosiegos en sus oficinas gubernamentales, en sus residencias de insolentes millones, en el bote, en sus aviones privados, en sus haciendas, en sus podios de cartón o en sus escondrijos.
Tras veintitantos años de neoliberalismo depredador (el auge de la delincuencia organizada es parte orgánica del modelo), el único lujo que les queda a los mexicanos, en su mayoría, es la vida. Tengan por seguro que, si no estuviéramos firmemente anclados a ella –incluso a esta vida, que ustedes se empeñan en volvernos miserable–, les habríamos ahorrado el esfuerzo y ya habríamos acudido en masa a cortarnos las venas en los zócalos de todas las ciudades del país. Ustedes, matones de todos los bandos, háganle como quieran, pero detengan el baño de sangre. Dejen de asesinarse entre ustedes y dejen de asesinarnos, y punto.
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