a Llorona, como todos los días de muertos, viajó de Chimalhuacán hasta San Ángel a buscar al Zincuatle. La Llorona no encuentra a su amante que le ha dejado una cauda de hijos muertos y vencidos. Hijos que se remontan a las luchas por la Independencia de México, la Revolución Mexicana y la guerra de guerrillas que actualmente se libra en nuestro país. Guerra que día a día deja una nueva serie de hijos muertos. Una madre, la Llorona, que es todas las madres que lloran a sus hijos. De septiembre a noviembre se intentarán elaborar los duelos que recorren nuestra historia. Como secuela de esta neurosis traumática, las pérdidas siguen y seguirán. El dolor que no cesa.
No queda de otra a los marginados, a los vencidos que identificarse con su padre ausente el Zincuatle, que enamorarse del espectro de la Llorona, vestida en la espera con su chal negro bordado de colores yerbabuena, mandarina, aguacate y granada en el que resaltan esos ojos madera café con leche y unos labios voluptuosos que día con día pierden sensualidad pero recuperan la vida. La Llorona viaja por la ciudad arrastrada por remolinos invisibles, recostada en su cama de arena, en la tierna promiscuidad en espera, espera… enloquecida de dolor como alma en pena, turbando el sueño de los habitantes de la capital con su llanto desgarrado y el ritmo melancólico de sus ayes.
La Llorona flaca y macilenta, desnutrida y muerta de hambre, al llegar a San Ángel al filo de la media noche se arrodilla mirando a oriente, sin encontrar a su enamorado. Al que quiere y odia y resulta el padre de los hijos que abortó en diversas formas. Al ver que algunos de sus hijos la ubican y tratan de alcanzarla, se desvanece y desmayada se regresa hacia el viejo lago de Texcoco entre gemidos mudos. Ella sabe que las ideologías religiosas y la entrega de sus hijos a esas creencias que son proporcionales al desprecio que ejercen sobre ellos, les paralizan su capacidad reflexiva y conducen a experimentar los afectos y sensaciones más extremos: horror, terror, odio al transgresor, indefensión y confusión, en suma crueldad y pérdida del juicio crítico.
Los hijos de la Llorona, la más tierna con su Zincuatle, van cargados de amargura. Si sus verdugos de manos sucias creyeron que sepultando a los muertos clandestinamente o en cunetas, la barbarie sería escondida, se equivocaron. Los cegó su brutalidad e ignorancia. Los muertos retornan, porque las heridas aún supuran en los hijos de sus hijos y los duelos se tornan inelaborables, pero sobre todo, porque los espectros siempre retornan. La Llorona sabe que en el inconsciente nada se borra, lo escondido siempre regresa y lo no elaborado sigue ejerciendo efectos traumáticos. Pretender que los asesinatos en masa y la desaparición de seres humanos se olviden por decreto no es solo una atrocidad, sino un manejo perverso del dolor humano.
Así como los espectros retornan las voces de los poetas como León Felipe o las leyendas de La Llorona resuenan más fuerte que nunca junto al clamor de los vencidos que buscan reparar las heridas y aún esperan un poco de consuelo de la madre afectada ante el dolor. La Llorona deja al Zincuatle y se pierde en un caballero español don Quijote, un vencido, un marginado, que supo del dolor de la cárcel y al que le canta León Felipe:
Por la manchega llanura/ se vuelve a ver la figura, de don Quijote pasar/ va cargado de amargura/ va vencido el caballero de retorno a su lugar/ cuántas veces, don Quijote, por esa misma llanura/ en horas de desaliento te miró pasar/ ¡y cuántas veces te gritó, hazme un sitio en tu montura y llévame a tu lugar/ hazme un sitio en tu montura/ caballero derrotado/ hazme un sitio en tu montura/ que yo también voy cargado de amargura y no puedo batallar/ ponme a la grupa contigo/ caballero del honor/ ponme a la grupa contigo/ y llévame a hacer contigo/ pastor/ por la manchega llanura/ se vuelve a ver la figura/ de don Quijote pasar.