n este mes poco se habla de la revolución educativa, del movimiento cultural que se inició con Benito Juárez en 1856 y fue construido durante décadas hasta que estalló la revolución armada.
En aquellos tiempos –nos ilustra la historiadora Josefina Zoraida Vázquez– los constituyentes se habían formado durante la guerra de Independencia y tenían una visión educativa de altas miras: valoraban la instrucción pública como medio prioritario para superar las desigualdades y extender las libertades. Más de 80 por ciento de la población era analfabeta, la responsabilidad de la nueva nación apostaba a tomar el papel que había sido desempeñado por el clero; el artículo 3º de la Constitución de 1857 afirmaba que la enseñanza es libre
, y el Estado no tendría que asumir un papel vigilante. Ignacio Ramírez, El Nigromante, fue un elocuente defensor de la libertad de enseñanza como derecho natural y se mostró enemigo de cualquier interferencia. No debía limitarse y si quedaba algún temor, la única forma de superarlo y de vencer al clero sería mejorando nuestras escuelas y multiplicándolas, si los católicos tienen una, nosotros tengamos 10
.
Pero la condena implacable del papa Pío IX radicalizó las posiciones; se llegó a interpretar que el motivo principal de la guerra por las Leyes de Reforma fue promovida y sostenida por el clero para sustraerse de la dependencia a la autoridad civil. Sin posibilidad de coexistencia, el dilema parecía ser: o el Estado o la Iglesia
. Después del triunfo de Juárez, el 2 de diciembre de 1867 se redactaba la Ley Orgánica de Instrucción Pública, la cual establecía la educación primaria gratuita y obligatoria para los pobres. La enseñanza religiosa desapareció del plan de estudios. Los liberales dieron gran impulso a la educación femenina, aunque otorgaban mayor influencia a la masculina.
En 1873, Sebastián Lerdo de Tejada incorporó las Leyes de Reforma a la Constitución; establecía el laicismo en todo el país mediante un decreto que expresaba que la instrucción religiosa y las prácticas oficiales de cualquier culto quedaban prohibidas en todos los establecimientos de la Federación, de los estados y de los municipios. Se enseñará la moral en los que por la naturaleza de su institución, lo permitan, aunque sin referencia a ningún culto. La infracción sería castigada con multa gubernamental de 25 a 200 pesos, y con la destitución de los culpables, en caso de reincidencia.
Con la llegada de Porfirio Díaz a la presidencia, los ministros de Justicia e Instrucción Pública continuaron su firme tarea de extender la educación y reformar la enseñanza para hacer mejores ciudadanos para el futuro.
Hacia 1880 el diputado Justo Sierra logró adicionar a la ley que los estados adoptarán para su régimen interior, la forma de gobierno republicano, representativo, popular y la enseñanza primaria, laica, general, gratuita y obligatoria
. Se buscaba uniformar la instrucción de todo el país y se formaron escuelas normales y preparatorias, se incorporaron las Bellas Artes a la Secretaría de Instrucción Pública. Para 1908, Justo Sierra concebía la tarea educativa como medio de integración nacional, por ello debía ser educativa más que instructiva: La educación primaria que imparta el Ejecutivo de la Unión será nacional, esto es, se propondrá que en todos los educandos se desarrolle el amor a la patria mexicana y a sus instituciones, será integral, es decir, tenderá a producir simultáneamente el desenvolvimiento moral, físico, intelectual y estético de los escolares; será laica o, lo que es lo mismo, neutral respecto a todas las creencias religiosas, y se abstendrá en consecuencia de enseñar o atacar ninguna de ellas; será además gratuita
. Justo Sierra pasó a ser un escéptico después de haber sido defensor a ultranza del positivismo, fue dejando la visión que valoraba el método experimental como único criterio de verdad para admitir otros métodos científicos para el estudio del hombre y la cultura. En 1910 coronó sus ideales educativos con la creación de la Escuela Nacional de Altos Estudios y de la Universidad Nacional de México. (Josefina Zoraida V., Nacionalismo y educación en México. El Colegio de México, 1970.)
No sabemos hasta qué punto la instrucción pública de esos tiempos contribuyó al descontento de las clases populares y de un sector de la clase media, pero no hay duda de que los maestros jugaron un papel crucial en el movimiento armado. La educación laica y la enseñanza libre fueron logros irreversibles que sustentaron la exigibilidad de los derechos ciudadanos y el avance cultural de México. El proyecto no retrocedió, sino que fue confirmado al término de la Revolución y caminó hacia adelante varias décadas, tema que retomaré en mi próxima colaboración. Lo indignante es que 100 años después, la educación se deteriorara tanto, que la Iglesia esté recuperando una influencia decisiva en las políticas de algunas entidades, que los cardenales hayan concentrado tanta riqueza, lujos y sirvientas (o servidumbre, como llama Sandoval Íñiguez a las religiosas que lo atienden) y pretendan erigirse en árbitros de los procesos electorales, junto con las televisoras.