ntes de que adquiriera el PAN entidad y poder, para el habla popular los azules eran sólo los policías. En Los Ramones, Nuevo León, hay panistas, pero dejaron de haber azules –por lo menos durante algún tiempo. Renunciaron en masa los 14, o hasta 15, que cuidaban del orden público después de que la comandancia de policía del municipio fue atacada por el crimen organizado con seis granadas de fragmentación y disparos suficientes como para acabar con un regimiento.
Por fortuna, la metralla no causó bajas sino en el orden moral. Tuvo, sí, un efecto político: fortalecer en los hechos el proyecto calderonista de poner los cuerpos policiales de los municipios bajo el mando único del Poder Ejecutivo de los estados. Novedad con que ahora –y demasiado tardíamente como para sonar a medida planificada– certifica el fracaso de su política de seguridad pública ante la ausencia de señales efectivas del Ejército para vencer al narcotráfico en toda la línea.
Tres días después, Calderón visitaría Monterrey. En ocasiones anteriores, la violencia también anunció su presencia en Nuevo León. Llegaba para agradecer al gobernador Rodrigo Medina plegarse a su política de seguridad empezando con la implantación del mando único de la policía. Pero la realidad es recalcitrante. Y una clara muestra de que el mando único de la policía en manos de los gobiernos de los estados nada garantiza han sido las masacres en Durango y Chihuahua, donde ese tipo de mando fue adoptado sin esperar a los necesarios cambios constitucionales que debieran hacerse antes de instrumentarlo. Un ejemplo más: al día siguiente de la visita de Calderón a Monterrey, el crimen organizado atacó los cuarteles de la policía de los municipios de San Nicolás de los Garza, Montemorelos, Allende, Guadalupe y el Centro de Coordinación Integral, Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo de Seguridad Pública del Estado. Éste es el segundo ataque al C-5 en el lapso de tres semanas.
Para justificar el uso policial del Ejército, Calderón declaró al inicio del sexenio que la mitad de los policías carecían de capacitación y la otra mitad eran corruptos. En estos cuatro años no hubo gran empeño de su gobierno ni en mejorar la capacitación de los policías ni en lograr que se abatiera la corrupción. Ha sucedido lo opuesto. Ya se ha visto que los policías reprueban exámenes mínimos de conocimientos profesionales y cívicos, pues algunos han concluido apenas la primaria y su educación esencial la han recibido de comunidades fragmentadas, empobrecidas y violentas. Es la misma experimentada por los criminales a los que se enfrentan y los soldados con los que no tienen coordinación. Además, se ha comprobado, con escandalosa frecuencia, que desde los mandos de mayor jerarquía a los azules rasos, la complicidad con los capos y sus sicarios es uno de los mayores obstáculos para derrotar a estos últimos.
En el descampado imperan dos lógicas: la de individuos semiformados como policías y soldados que se unen a quienes combaten o la de desertar para no morir pronto (o tan pronto), como lo han hecho numerosos policías a los que se sumaron de un golpe todos aquellos con los que contaba el municipio de Los Ramones.
¿Sustraídos al mando municipal y adscritos a los gobiernos de los estados, los azules cambiarían por el solo hecho de que la nómina en que habrían de cobrar sería distinta de aquélla en la que cobran actualmente? Ni un congreso de ingenuos podría considerar entre sus resoluciones la de creer en esa posibilidad. Otra pregunta que un congreso tal respondería negativamente: ¿es a la policía del segundo orden de gobierno a la que toca combatir al crimen organizado o es, básicamente, al primero, al federal? Una tercera: ¿los policías municipales convertidos en estatales quedarán blindados a los ataques que ahora padecen ellos mismos y los del estado?
La iniciativa de Calderón no es sino una pantalla para seguir usando al Ejército como policía y dejar que aquella fracase al momento de ser discutida en el Congreso. Tendrá de su lado la opinión de los gobernadores de su partido y la de algunos de la oposición. También la de parlamentarios de uno y otro bando. Pero al cabo fracasará y los horrores y devastación de la salud y la vida de los mexicanos continuará como hasta ahora –en el mejor de los casos. Lo que sí pudiera tener Calderón sería una realidad para dar sustento a su coartada. Si no aprueban lo que se me ocurre para salvarlos del crimen desatado y todopoderoso, la culpa es de ustedes.
Estamos ante un horizonte de regresión en la vida pública del país. El riesgo de continuar imponiendo de facto medidas que contrarían el tan aullado federalismo en su definición constitucional es una ruptura. Una ruptura que no se podría subsanar en el caso de que pudiera prosperar el proyecto policial de Calderón. Entregados a ese supuesto, no tendríamos más los tres órdenes de gobierno a los que se refirió en Monterrey, sino dos órdenes y medio. Retornaríamos a la concepción del municipio como una entidad meramente administrativa, despojada de la fuerza legítima para imponer medidas coercitivas de su competencia. Su precarización acentuaría la condición menesterosa de las autoridades municipales frente a los gobernadores de los estados. Para impedir que un ebrio escandalizara en la vía pública tendrían que desgastarse en un trámite que haría inútil el estatuto centenario del municipio como custodio de la policía (el orden de la polis) y el buen gobierno de la comunidad.
¿Qué pasaría si las elecciones federales fueran dentro de una semana? Acaso tendrían que posponerse por falta de condiciones pacíficas para celebrarlas. La dictadura nos estaría esperando a la vuelta de la esquina.
Urge que el Poder Legislativo asuma su papel fundamental –el que, debe decirse, no ha desempeñado como debiera– de representarnos e impedir que desde la Presidencia de la República se siga socavando la vida pública de México. La condición para que así sea es que los partidos políticos de oposición actúen congruentemente y que la sociedad civil presione en ese sentido a sus representantes por cuantos medios le sea posible.