Miércoles 3 de noviembre de 2010, p. 5
Hace más de medio siglo, rememora Eduardo Lizalde, se publicó la primera versión de su cuento La cámara
en la revista Letra Viva, texto que fue generosamente celebrado por los editores José Luis González, cuentista puertorriqueño, y el poeta Enrique González Rojo. Ahora, Ediciones Era pone a circular Almanaque de cuentos y ficciones (1955-2005), volumen que reúne 12 relatos del escritor, quien es una de las voces más relevantes de las letras mexicanas. Con autorización de ese sello editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento del cuento de marras, a manera de adelanto
Desde adentro, los tres hombres apretados uno junto a otro en su móvil lata de sardinas, bañados por hirvientes hilillos de sudor, escucharon lejanamente las palabras del oficial:
–Un momento. ¿Qué lleva usted ahí?
E inmediatamente después el violento arranque del automóvil que les golpeó el cráneo contra la pared de la cajuela. El ruido del motor se incrustaba a una velocidad angustiosa en el extremo norteamericano de la frontera.
–¿Vamos huyendo de los vigilantes? –preguntó el hombre de en medio.
–Creo que sí –dijo otro–, algo salió mal.
Algunos minutos más tarde el coche se detuvo, después de una voltereta repentina, y el motor dejó de latir. Luego oyeron el precipitado golpe de la portezuela y los pasos del chofer que se alejaba corriendo. El silencio se metió en las tres bocas, como el seco trozo de algodón en la silla del dentista. Fue el principio de la espera, esa antesala invisible, desierta, sin muebles para reposar. La espera de algo definitivo, de vida o muerte.
Entre el momento de esconderse en el automóvil y aquel otro, no quedaba ahora para los tres hombres sino una gran laguna negra en que se habían sumergido todos los objetos de la carretera recorrida. En esa insignificante oquedad oscura de hierro, que los apretaba como un corsé para un trío de personas, se habían ahogado varios kilómetros de pavimento.
Cuando decidieron arriesgarse a cruzar la frontera tan hábilmente ocultos en esa cámara de acero, atornillada entre el asiento posterior y la cajuela del enorme automóvil, no sabían hasta qué punto quedarían indefensos en una situación como la que ahora se les presentaba. En comparación con otras cámaras construidas para el contrabando de hombres, ésta era bastante confortable, ocupaba una parte del espacio correspondiente a la cajuela y se prolongaba en una burbuja de acero hacia delante, hacia el sitio ocupado por el asiento.
El hombre de en medio empezó hacer conjeturas de toda clase: estarían cerca de alguna población, a la vista de todos, y pronto sería descubierto el coche abandonado; ellos golpearían con toda su alma en las paredes y podrían salir de aquella especie de fango caliente que los ahogaba en la oscuridad. Era posible también que el contrabandista de braceros volviera por el coche para sacarlos de allí; tal vez no fuera capaz de abandonarlos en aquella incómoda tumba atornillada en la que, tarde o temprano, morirían de inanición o asfixia. Pero el chofer no era un tipo de fiar, había apagado el motor antes de irse y eso indicaba sus intenciones de no volver pronto.
Colocado entre los dos braceros, el hombre de en medio se sintió en ridículo, sufriendo la transpiración de sus acompañantes, el martirio del improvisado y duro asiento y el insoportable calor. Era una idiotez hallarse allí por tener que cumplir aquel grave pero absurdo compromiso en los Estados Unidos. Al principio trataron de salir desprendiendo las paredes de acero; fue imposible, la cámara había sido atornillada vigorosamente desde afuera. Durante algún tiempo lucharon por hacer girar las tuercas, pero inútilmente; éstas parecían formar parte de la pared; probablemente estaban soldadas por dentro, pues, como recordó uno de ellos, ninguno había ayudado a sujetarlas cuando el chofer atornilló la plancha trasera. Además, el reducido hueco del escondite les dejaba muy pocos movimientos; su libertad residía en los brazos; apenas había espacio para meter allí tres hombres. Estaban entre la pared y la pared, que era lo mismo que hallarse entre la espada y la espada. No tenían más que una solución: ser descubiertos por alguien. Su existencia estaba en manos desconocidas.
El calor cada vez más agobiante hacía suponer que el coche permanecía expuesto a los rayos solares y, por lo tanto, que se hallaba en un lugar visible; pero el paso de las horas, que resbalaban como fuego lento en la cámara, hizo temblar los cimientos de esta suposición. Tal vez el auto estaba en un patio abandonado, en el claro de un bosque, en el desierto, separado de la carretera por algunas rocas. Todas las preguntas estaban condenadas a flotar en el aire sin respuesta.
Supieron que era de noche porque el calor fue disminuyendo poco a poco, pues la oscuridad de la cámara era casi absoluta aun durante el día; las pequeñas rendijas indirectas que les permitían respirar se abrían a la altura del piso y apenas alumbraban las suelas de los zapatos. El descenso de la temperatura fue un alivio, pero la inmovilidad a que estaban reducidos mantenía sus cuerpos en un potro de tortura.
El hombre de la derecha era el más inquieto: vociferaba y se revolvía sin cesar, golpeaba rabiosamente en el automóvil y gruñía como un cerdo atado. El otro –el de la izquierda– comenzó a imitarlo, pataleando primero lentamente, como si protestara por una interrupción en el cine, y, al poco rato, con indescriptibles puñetazos contra las paredes. Luego, se les unió el hombre de en medio, que no supo si lo hacía arrastrado por un impulso casi involuntario o para poner fin al letargo de sus miembros. Y allí estaban los tres, envueltos en gemidos e improperios, pataleando rítmicamente al principio –como si fueran el público que se une en el cine a la protesta– y, al final, con estruendoso denuedo, pidiendo a gritos el desenlace de esa película real que vivían.
Los detuvo el cansancio. El de en medio propuso la reglamentación de los puñetazos. Era realmente inútil que los tres se agotaran; podrían golpear por turno (como en aquella película norteamericana en la que unos aviadores perdidos se turnaban la manivela de un trasmisor de mano), así, sería posible hacer un ruido casi constante y llamar la atención de alguien.
Los obligó a despertarse el martirio del sol, que los pinchaba como un erizo que pudiera atravesar con sus púas una armadura de hierro. Era difícil calcular la hora, pero empezaron a golpear según lo convenido: rítmicamente y por turno. El de en medio había decidido no volver a tocar con las manos (con las rodillas era inevitable) la plancha de acero que tenía frente a sí, pues, al tocarla, su encierro se hacía más evidente: el sarcófago tomaba cuerpo en la oscuridad, el triple corsé parecía ceñirse más a sus víctimas. En cambio, sin palpar la plancha era fácil hacerse la ilusión de que estaba en un recinto enorme; eso le hacía sentirse libre, como de niño, cuando distraía el insomnio inventando en su habitación rincones nuevos, imaginando que al cruzar la puerta del guardarropa se encontraba un bosque, y detrás del corredor, en vez del oscuro lunar de concreto en que tendían la ropa sucia, se escondía un valle ensordecido por una catarata. Él sabía que el ruido de la catarata no era en realidad sino el chorro de la llave descompuesta del fregadero; por eso, en la mañana, se resistía con una obstinación sagrada a mirar tras la puerta del armario.
Al través del automóvil las púas del sol los herían tanto que era imposible saber en la oscuridad si era sudor o sangre lo que les bañaba el rostro. Cada gota de sudor era un vaso de agua que huía de sus bocas; cada gota de sudor hacía aumentar el nivel invisible de la sed. Los infatigables jugos gástricos mordían el estómago, y él se dejaba morder como una oveja sin esperanza. Fue en ese momento cuando el hombre de en medio recordó el contenido de una de las bolsas de su pantalón; allí reposaba aquella pieza de pan que había escondido durante la comida (cuando el mesero le daba la espalda), por si tenía hambre después. Era como tener de pronto un segundo estómago sin jugos gástricos, un depósito, igual que algunos animales. Lo que se le ocurrió primero fue compartir el pan con sus vecinos pero, después de pensarlo bien, decidió guardarlo para él solo. Y no había que pensar en comerlo inmediatamente; sus compañeros se hubieran dado cuenta.
Era preciso esperar la segunda noche (...)