l pasado 25 de octubre, en Madrid, durante el seminario internacional México, entre el norte y el sur, el director de análisis para Latinoamérica del Banco Santander, José Juan Ruiz, inició así: ¿También México se ha cansado, como Brasil, de ser un país subdesarrollado?
La pregunta es un remake de una frase de Lula con la que explica las razones del ascenso de Brasil en casi todos los índices de desarrollo y crecimiento económico.
José Juan Ruiz dijo: estas son las diferencias entre Brasil y México: en 1980 la economía mexicana era el doble de la brasileña, y en sólo 30 años, en 2010, sucede lo contrario: la economía brasileña ha doblado a la mexicana
. En esta pequeña nuez se encierra la historia del incontable cúmulo de tonterías neoliberales que cometieron los gobiernos priístas de los últimos 20 años del pasado siglo, y los 10 años de la era panista, periodo en que las cosas empeoraron andando por la misma senda.
La sociedad mexicana en su gran mayoría, por supuesto, está abrumada de la incompetencia de los gobiernos de las últimas tres décadas; pero la incompetencia sigue trepada en el poder.
Lo dicho por Ruiz es una evidencia del tamaño de la mayor catedral imaginable –en 30 años Brasil nos dio alcance, y después duplicó a la economía mexicana–, no les dice absolutamente nada, a los gobernantes. ¿Son torpes como topos? ¿Son enemigos de México y quieren arrasarlo? ¿Quieren regalarle todo al imperialismo estadunidense? ¿Son unos necios incorregibles?
Yo respondo por la negativa a esas preguntas. Estamos viendo una vez más el avasallador poder que pueden tener las ideas, sobre cuando se combinan (o se confunden) con los intereses privados, la persuasión hasta los huesos de las creencias con las que piensan
los hechos de la economía mexicana los señores del poder. Se trata de un fanatismo profundo, exhibido en relación con la reverenciada dogmática prédica neoliberal.
Esa prédica se volvió un conjunto de axiomas; hechos indiscutibles que no requieren, para sus leales, demostración ninguna. En Argentina las cosas fueron tan lejos con la estupidez con que Menem glorificaba sus relaciones carnales
con Estados Unidos, que el pueblo argentino acabó diciendo ¡basta!, y respondió gritando ¡que se vayan todos!
No hemos llegado a la cota argentina de Menem, pero estamos por ahora enfilados en esa dirección, establemente paralizados.
Repitamos la nota de párvulos: la teoría neoclásica, base del pensamiento de todos los neoliberales que en el mundo han sido, cree religiosamente que el proceso de toma de decisiones económicas es operado por un conjunto de agentes racionales, con información perfecta y plena sobre la economía mundial, sobre los trillones de mercados de bienes y servicios existentes, y sobre las decisiones óptimas que deben tomarse. Su homo economicus, es capaz de maximizar y tomar siempre la mejor decisión dentro de un casi infinito número de acciones posibles.
Son incontables las páginas escritas desarmando esos dogmas, pero sobrepasa la decena de economistas que pensando
desde ese credo, han sido reconocidos con el Premio Nobel.
Uno de los últimos alegatos contra quienes creen en la racionalidad y la soberanía del homo economicus es el libro de Robert Schiller, profesor del departamento de economía de la Universidad de Yale y miembro de la Fundación Cowles, titulado Irrational Exuberance, cuyos datos abarcan un largo periodo, 1871-2010, en el que nos muestra las bases de la formación en Estados Unidos de lo que contemporáneamente se llaman burbujas
, que invariablemente terminan por reventar.
La formación de una burbuja
ocurre porque los agentes económicos apuestan
a un mercado que crece, y ahí los precios aumentan. El mayor precio futuro dará una ganancia fácil a quien apuesta a ese mercado. Miles y miles de apostadores inflarán la burbuja como un zepelín, hasta que estalla. Este fenómeno, que ahora ocurre en magnitudes monetarias astronómicas, es la prueba absolutamente más contundente de que el mercado no es, no puede ser, el mejor mecanismo de asignación de los recursos, pero es el alegato central de los neoliberales.
No es que el Estado pueda hacer lo que el mercado está imposibilitado de hacer. Pero el Estado sí puede monitorear el inicio de la formación de una burbuja, y pararla en seco. Las cualidades del mercado libre es una de las mayores falacias imaginadas en la historia humana. La libertad reclamada por los neoliberales es infinita y equivale a una autoinmolación que empieza por destripar a los más pobres. El neoliberal no entiende esto porque no tiene ninguna otra idea en la cabeza.
La última burbuja
, la de las hipotecas subprime y el cataclismo financiero mundial que le siguió, añadía, además, las más bajunas trampas por parte de banqueros y calificadoras. En 2002 el volumen de créditos subprime de las entidades financieras en Estados Unidos representaba 7 por ciento del mercado hipotecario; en 2007 era 12.5 por ciento. Una masa inimaginable de recursos desplazados hacia ese mercado que crearon un mundo de apariencias, aunque fue la peor de las peores decisiones bancarias y gubernamentales en términos de asignación de los recursos sociales. ¿Cómo puede haber quien siga creyendo en la autorregulación del mercado como el mejor medio de asignación de los recursos? Una burbuja
que ocurrió inmediatamente después de otras burbujas
que probaban el desastre que teníamos encima.
Adorando la quimera del mercado, vimos a Brasil pasar como una flecha.