Opinión
Ver día anteriorLunes 1º de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El pasado como ancla
H

ace muchos años, izquierda y socialismo eran símbolos de lucha por la justicia social. Buscaban acabar con la explotación y regresar al centro de la vida social la política y la ética, desplazando a la economía, para construir el reino de la libertad y la diversidad como ejercicios de democracia y autonomía. Poco a poco se incluyó en ese ánimo justiciero a la naturaleza, salvajemente destrozada por la expansión capitalista. La izquierda se hizo ambientalista.

La obsesión por el crecimiento económico, el estatismo y el nacionalismo torcieron paulatinamente tal orientación. La distorsión se profundizó cuando Truman convirtió el desarrollo en emblema de la hegemonía de Estados Unidos y logró que el american way of life y la competencia económica entre países se volvieran metas sociales.

Stalin, el mismo Stalin del colectivismo genocida, las purgas de Moscú y el pacto con Hitler, se hizo desarrollista. Lo siguieron casi todos los socialistas, izquierdistas o simples progresistas, incluidos los más acerbos críticos del estilo soviético. Los experimentos socialistas tendieron a operar como variantes de capitalismo de Estado, concentradas en el crecimiento, la acumulación y la competencia entre países. Estimularon todas las formas del consumismo, bajo la demagógica fantasía reaccionaria del igualitarismo. Educación y salud, convertidas en mercancías, empezaron a constituir los sectores económicos de mayor tamaño en las sociedades contemporáneas.

Al perder esa carrera desaforada, que relegó continuamente la justicia social y la protección del ambiente, los experimentos socialistas dejaron de serlo y reconocieron sin pudores su carácter estrictamente capitalista o lo disimularon en la expresión socialismo de mercado.

Los triunfos espectaculares de China y Brasil, que tanto atraen a algunos viejos socialistas, se inscriben claramente en esa distorsión profunda. Se hicieron potencias capaces de afirmar internacionalmente sus intereses nacionales, pero su ritmo desaforado de crecimiento económico va acompañado de un ritmo igualmente desaforado de destrucción ambiental y agudización de la injusticia. Se encuentran ya entre las sociedades más desiguales y ecológicamente destructivas del planeta.

Lula se considera un hombre de izquierda y afirma que los resultados de sus políticas son todo lo que la izquierda soñaba que se hiciera (La Jornada, 3/10/10). Se siente orgulloso de que en su gestión 36 millones de brasileños ingresaron a la clase media, es decir, adoptaron el consumista y destructivo american way of lifeUn obrero metalúrgico, dice con orgullo, “está haciendo la mayor capitalización de la historia del capitalismo… Antes me cerraban las puertas pensando que era el devorador del capitalismo” (Proceso, 1770, 3/10/10). Hay un amplio sector de la izquierda que comparte esa satisfacción y celebra esos resultados. Aplaudieron su Programa de Aceleración del Crecimiento y su alianza con empresarios con una fuerte visión nacional y desarrollista y con las corporaciones trasnacionales, igualmente desarrollistas. Según Lula, si Cristo regresara se aliaría hasta con Judas para conseguir sus propósitos (La Jornada, 23/10/09). Todos los medios parecieron buenos para los elevados fines, que pospusieron justicia social y protección ambiental. Todo se vale en esa competencia desenfrenada.

Existe otra izquierda. Tras realizar en su momento la crítica del estalinismo, aprendió las lecciones que dejaron nacionalismo, estatismo y desarrollismo, con su desprecio por la naturaleza y la justicia social. Es una izquierda que resiste pensar como Estado y se ocupa de reorganizar la sociedad desde su base y reconstruir el poder político. Concentra el empeño en la libertad y la justicia y cancela la separación entre medios y fines: la sociedad que se busca aparece ya en la forma de la lucha.

Esa izquierda nunca se rindió a Lula. Reconoce sus méritos. No reduce su gestión a los escándalos de corrupción que la afectaron, habituales en los gobiernos de izquierda. Pero también observa la sombra. Lula termina su muy exitosa gestión en un país en que uno por ciento de la población posee 46 por ciento de la tierra laborable. Se explica así la tensión que hubo siempre entre su gobierno y el Movimiento de los sin Tierra o la que se amplió continuamente con los ambientalistas o con quienes le exigieron una reforma laboral y de pensiones, que evitó para proteger crecimiento y acumulación. Esa izquierda reconoce el valor y trascendencia de la elección de Obama, pero no piensa que eso sea la nueva revolución, como afirma Lula.

No se trata aquí de comparar la gestión de Lula con la incompetente, autoritaria y abyecta de Calderón o aun la perversa de Salinas. Se trata de pintar la raya. Hay una izquierda que no comparte los sueños realizados de Lula, por los cuales lo ubica entre los emisarios de un pasado que resulta cada vez más inaceptable.