El último suspiro del Conquistador / LIX
acinta acababa de cumplir 63 años y empezaba a pensar en jubilarse de su plaza de profesora investigadora cuando cayó en sus manos un folleto publicitario de una agencia de aventuras extremas. Por entonces, la moda en esa materia consistía en lanzarse de una avioneta, sin paracaídas, pero con un pequeño impulsor químico orientado por láser –e inspirado en los sistemas de guiado de las viejas bombas inteligentes
– hacia un pequeño y profundo cuerpo de agua, en el cual el protagonista terminaba el descenso en una emocionante zambullida. En casi tres décadas de convivencia, su marido había logrado disuadirla de protagonizar aventuras semejantes, pero la capacidad y la voluntad de persuasión se la había ido desgastando con el tiempo, y en esa ocasión fue tibio:
–Cómo crees –le dijo, cuando ella le expuso la idea–. Eso es muy arriesgado.
–Más riesgos he corrido –se jactó ella–. ¿Me vas a acompañar, o no?
Andrés la miró con un fastidio cansado en el que se reflejaban 35 años de rencores: había dejado su carrera científica y académica por seguirla a ella, con sus locuras; se había avenido a convertirse en un profesor gris y mediocre de física en una escuela preparatoria; había abdicado a todo proyecto de paternidad, porque Jacinta se había negado en redondo a tener hijos; sólo pretendía, a cambio de todas esas renuncias, una existencia apacible al lado de ella y unos ratos de silencio para concentrarse en una afición que por momentos se le volvía pasión: el estudio de la historia reciente y el relato, en calidad de aficionado, de algunas situaciones del pasado inmediato. Pero cuando ambos tenían unos días libres y él se preparaba para aprovecharlos, ella aparecía con un viaje disparatado o con una aventura insólita, y echaba por tierra la aspiración de Andrés.
Así que, esa vez, lo pensó por unos instantes, se armó de valor y le respondió:
–Vete tú, si quieres –replicó en tono calmado–. Yo no me voy a tirar de un avión, y además quiero escribir unas cosas.
Jacinta montó en cólera ante aquella respuesta, masculló palabras sobre el eterno egoísmo de su marido, se condolió de sí misma por tener que vivir sola sus experiencias más gratificantes, sollozó un poco, se sirvió un tequila, tomó el control remoto convergente, subió el volumen al máximo para molestar a Andrés, marcó el número de la agencia de viajes e hizo una reservación.
–¿Sólo una persona? –se extrañó la señorita en la pantalla panorámica.
–Sólo una –confirmó Jacinta, con un poco de veneno–. Siempre acabo viajando sola.
En sus adentros, Andrés se revolvió en el hartazgo, pero no dijo nada.
* * *
Tomás pensó que cualquier manipulación adicional en el recipiente que albergaba el ánima de su antiguo Señor podría adulterarla en forma definitiva y rechazó la idea de Manuel, de recubrir con resina el frasco de vidrio.
–No –replicó al científico, de manera resuelta–. Antes de que el envase se rompa, es preciso aposentar el ánima que se encuentra en él en un nuevo cuerpo. Debemos hallar uno...
Jacinta se estremeció al escuchar lo que Tomás proponía: buscar un cuerpo para rencarnar el alma que se encontraba en el frasco. Sintió un estremecimiento de placer al imaginarse a sí misma sacando a bofeteadas a Hernán Cortés de su sueño eterno, obligándolo a contemplar, por segunda ocasión, las ruinas del Templo Mayor, rúbrica principal de su vida destructiva, aterrorizándolo con los objetos de la tecnología moderna y obligarlo, así, a beber una sopa de su propio chocolate: hacerle lo mismo que él había hecho con la pólvora y el acero contra los naturales mesoamericanos. Pero hacía falta un cuerpo, quedaba poco tiempo antes de que el frasco se rompiera y el último suspiro del Conquistador escapara hacia la nada definitiva, y era tan poco probable encontrar en ese lapso un organismo en el cual meter aquella alma pérfida. Entonces se le vino a la mente una idea tan perversa que sintió náusea. ¿Y si...?
Sánchez Lora, por su parte, no salía de su sorpresa al encontrarse en aquel encuentro de locos en el que, por lo visto, se trataban asuntos no menos importantes, y no menos misteriosos, que el homicidio de un comerciante travesti de La Lagunilla. Desde la casa de Jacinta había decidido observar y mantener un perfil bajo. Al principio pensó que todo ese desenfreno estaba relacionado con el asesinato, pero luego fue cayendo en la cuenta de que éste era, más bien, un incidente menor en una historia de mayor alcance.
Desde que escuchó a Tomás, Manuel tuvo la certeza de que Jacinta no le había mentido al contarle que aquel frasco que los reunía a todos estaba relacionado con algo antiguo y trascendente, fuera lo que fuera, y decidió apoyarla.
La doctora Contreras había escuchado muchos disparates a lo largo de su vida, pero aquél, proferido por el hombretón de piel clara que había sido presentado como Tomás, le resultó excesivo. Durante varios días, ella se había zambullido en el análisis del contenido de un frasco, había vislumbrado en él una forma hasta entonces desconocida de organización de la materia, y de pronto aparecía un tipo que proponía insertar esa extraña sustancia en una persona. ¿Para qué? ¿Para cumplir un ritual absurdo y supersticioso que haría abortar un descubrimiento importantísimo en ciernes? Era preciso atajar al tipo:
–Discúlpeme –le dijo, empleándose a fondo en el tono frío y doctoral que la caracterizaba–. Esto es un trabajo científico y hay reglas. Ni siquiera sé quién es usted, ni qué hace aquí, en mi laboratorio. Tenemos un protocolo de investigación y debemos cumplirlo.
–Pues fíjese, doctora –intervino entonces Jacinta, con la mirada turbia y la voz gélida– que la investigación la dirijo yo. Llevo unos cuantos años en ella y el señor tiene razón. Además, el frasco es de su propiedad. Con su permiso, procederemos a retirarlo.
La doctora Contreras se sintió tan ofendida que no supo qué contestar y se quedó con la boca abierta y los labios pálidos de la ira. Con un gesto discreto, Manuel la tomó de la mano y le musitó al oído:
–Aguante vara, colega. Tal vez nos quedemos sin ir a Estocolmo, pero si deja que las cosas sigan su curso, tal vez nos topemos con algo mucho más divertido.
Tomás se revolvió en la desesperación. Sintió que el cumplimiento de su deber ancestral se le iba de las manos, se le perdía en aquel jaloneo entre la científica de sangre fría como iguana y la alocada muchacha que le había robado el frasco y que no dejaba de hacer disparates.
–Hay que encontrar un cuerpo...
–Ya cálmese –le dijo Jacinta–. Yo tengo uno.
Todos voltearon a verla.
–¿Que qué? –gritó la doctora Contreras.
–Pues sí –replicó la muchacha con palabras átonas y la mirada perdida–. A mi mamá ya se le escapó el alma. Su cuerpo está disponible.
(Continuará)
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