Opinión
Ver día anteriorJueves 28 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Golpe de clase contra el pacto social
L

a explosión de la gran crisis que se apoderó del mundo fue vista como un acontecimiento destinado a cambiar la historia. Nos tocó ser testigos privilegiados del fin de una época: si ante nuestros ojos había desaparecido el socialismo de Estado (1989-1991) de manera irreversible, ahora al final de la primera década del siglo XXI presenciábamos, en palabras de Eric Hobsbawm, la implosión del mercado libre mundial. Nada volvería a ser igual, pero ¿hacia dónde se encaminarían los intentos de recuperación, las reformas que a gritos se requerían en las capitales de la economía mundial? No se sabía a ciencia cierta, pero algo debía hacerse y pronto. Las reflexiones abundaron. Para estudiosos como el citado Hobsbawm, la situación exigía algo más que una mera ruptura con los supuestos económicos y morales de los últimos 30 años, pues se hacía indispensable imaginar una nueva relación entre lo público y lo privado, una forma de economía mixta donde el crecimiento económico y el bienestar son un medio y no un fin. El fin es qué hacer con las vidas, las oportunidades de la vida y las esperanzas de la gente.

Sin embargo, pese a la premura, algunas aspiraciones se han desvanecido bajo el peso de las políticas de recuperación que, a cuenta de la austeridad obligatoria, se ensayan de nuevo sin aprender la lección. Puro gatopardismo. Un horizonte orwelliano neutraliza el optimismo utópico de quienes vieron en el fin del neoliberalismo el punto de partida –con Obama a la cabeza– para una salida diferente a la crisis del capitalismo global. Pero no ha ocurrido así, al menos hasta ahora. ¿Qué pasó?

En realidad, como advirtió Hobsbawm, desestimamos la adicción creada por el triunfo absoluto de la revolución neoliberal sobre las fuerzas políticas, aun las más reformistas u opositoras al pensamiento único. Tampoco vimos llegar el golpe de clase que venía de la mano de las emociones desatadas por la crisis. El ascenso generalizado de la derecha –montándose sobre los viejos prejuicios, ese anticomunismo reciclado como horror xenófobo al extraño, como odio al migrante o al islamista, la afirmación irracional del individualismo insolidario– es un grito en defensa de grandes y pequeños privilegios provenientes de la historia, no importa si éstos incluyen a los banqueros y otros atracadores identificables.

¿Qué otra cosa es si no fascismo cotidiano esa actitud que se escandaliza ante el supuesto socialismo de Obama y pide la presencia militar para combatir a los trabajadores sin papeles? A esta debacle de las ilusiones y las expectativas concurren muchos elementos materiales y subjetivos, como la debilidad teórica e ideológica de las alternativas, la pérdida del espíritu crítico hacia el capitalismo y, por lo contrario, su idealización fatalista, la subordinación de la política, los medios, la actividad de la sociedad civil, a la reproducción de los grandes intereses económicos.

Sin embargo, la situación comienza a revertirse muy lentamente en la medida que las soluciones impuestas por los gobiernos encuentran resistencias de amplios sectores. Y no se trata únicamente de acciones puntuales en torno a medidas concretas, sino de una confrontación de fondo entre dos visiones del futuro. En Inglaterra, por ejemplo, el nuevo gobierno conservador se propone el mayor ajuste de los derechos sociales desde Margaret Thatcher para solucionar la crisis, aunque eso signifique lanzar a la calle a un millón de trabajadores. En realidad, como afirma en The Guardian el economista Seumas Milne: bajo el pretexto de la austeridad se esconde un golpe político, pues los gobernantes conservadores carecen de mandato para hacer el desmontaje del estado de bienestar que están llevando a cabo. Lo mismo ocurre en otras partes.

En Francia, al decir de Isabel Turrent (Reforma, 24/10/10), la movilización decretada por sindicatos y estudiantes defiende, en bloque, el pacto social centenario que sustenta al Estado benefactor francés. Un pacto que es el eje de la cultura política del país. En su defensa, el gobierno francés arguye que la reforma legal en las formas (la actuación parlamentaria) no puede ser contravenida por la calle (siete de cada 10 ciudadanos apoya las huelgas), aunque tal visión excluyente reniegue de los principios fundadores del republicanismo, tal como se denuncia en un manifiesto suscrito, entre otros, por la historiadora Florence Gauthier. En él se le recuerda al presidente Sarkozy “que ninguna elección confiere al elegido el ‘derecho’ a destruir su país, a atizar el espíritu de guerra civil y a humillar sin desmayo a quienes no piensan igual: en El contrato social, Rousseau demostró ya que el acto por el que se constituye un pueblo jamás es de subordinación a un jefe, tampoco a un jefe electo, sino contrato de asociación: tanto en relación con los estados extranjeros como en relación a sus ‘jefes’, la soberanía del pueblo es inalienable y sólo el elegido está vinculado por la elección. En una palabra –sigue la cita–: lo que legitima la elección es el respecto del contrato social por parte del elegido: la elección no da por sí misma al ‘jefe’ del Estado el privilegio exorbitante de desmontar el contrato social, en este caso, el principio de una construcción republicana inspirada por la Ilustración, por la Revolución y por la Resistencia”. (Sinpermiso.)

Muy lejos de la intención de estas notas está el proponer analogías artificiosas entre la realidad europea y el México de nuestro tiempo, pero es inevitable recordar que aquí también existe (y se viola sistemáticamente) el acuerdo en lo fundamental contenido en la Constitución de 1917. Una y otra vez se perpetran ataques contra el Estado social que prefigura la Carta Magna (veáse la última concesión a los dueños del Partido Verde Ecologista de México) de modo que la justicia social parezca el resultado de una política pública, más bien arbitraria, pero asociada al mandatario de turno, es decir, una política instrumental al servicio de la reproducción del poder que, en general, destina recursos e inversiones a tal efecto, pero incumple con la noción de justicia consagrada en los derechos constitucionales.

Quizá por eso, antes de que nos abrumen los previsibles discursos del Centenario de la Revolución, habría que preguntarse si aún tiene sentido o no dicho pacto constitucional para pensar en las posibles salidas de la crisis. Y, otra cosa: ¿cuando el gobierno habla de austeridad se refiere a las mismas cosas y a la misma gente que ya vive en el desamparo?