El 22 de septiembre de este año se inauguró en el Grand Palais de París una exposición de Claude Monet que reúne más de 200 de sus más importantes pinturas. La muestra estará abierta al público hasta el 24 de enero de 2011. Con este pretexto, nuestro colaborador John Berger nos invita a reconsiderar la importancia de la obra del pintor francés nacido el 14 de noviembre de 1840 y muerto el 5 de diciembre de 1926
Domingo 24 de octubre de 2010, p. 2
Hay sin duda muchos modos de sumergirnos en el maravilloso montaje de la exposición de Claude Monet en el Grand Palais.
El visitante puede seguirla caminando por un sendero rural, a través de bosques y a lo largo de la línea costera, un sendero que eventualmente conduce a Giverny, donde el pintor cultivó su amado jardín e intentó, una y otra vez durante su vejez, pintar sus famosos Nenúfares. La naturaleza, por la cual nos conduce este sendero, es reconocible como muy francesa –como es el término impresionismo. Una naturaleza que te encanta y te enamora de una Francia que existía hace apenas cien años.
Alternativamente, un visitante puede seleccionar una sola tela, digamos Le Petit Ailly, Varengeville plein soleil, 1897. Monet pintó muchas veces la parte alta del risco, el matorral crecido y agreste que descendía al mar, y la llamada casa del pescador. Para él este tema era inagotable.
Al pararnos frente al cuadro, dejamos que el ojo se pierda, cual si quisiera uno seguir los signos de puntuación entre los trazos y las texturas propios de la pintura al óleo. Estas incontables sensaciones se entretejen entonces para conformar, no una tela, sino una canasta de luz de sol, que contiene todos los sonidos imaginables de un verano en la costa de Normandía, hasta que la canasta se torna tu propia tarde.
O, de nuevo, uno puede aprovechar la oportunidad ofrecida por la exposición para hacer el intento de repensar a Monet, ochenta y cuatro años después de su muerte. No para involucrarnos en argumentos académicos propios de la historia del arte, sino con la esperanza de definir con más claridad lo que logró su arte, y el modo en que tiene efecto sobre nosotros.
Tradicionalmente se considera a Monet el maestro, el patriarca de los impresionistas, que fueron inspirados por los nuevos temas que descubrieron yendo afuera, hacia la luz natural siempre cambiante del día y del tiempo y las estaciones. Los impresionistas tenían el propósito de plasmar su visión de los momentos que pasan, con frecuencia momentos felices. La luz y el color tomaron precedencia sobre la forma y la narración, y su arte se basó en una observación lo más cercana posible de los efectos atmosféricos siempre cambiantes. Esto celebraba y a la vez cuestionó lo efímero. Todo esto en un clima cultural donde contaban mucho el positivismo y el pragmatismo.
Monet pintó la fachada de la catedral de Rouen treinta veces, y cada tela capturó una diferente y nueva transformación de la cambiante luz. Pintó las mismas dos pilas de paja en un campo veinte veces. Y no obstante continuaba buscando algo más, decidido a ser aún más fiel, ¿pero a qué? ¿Al momento que pasa?
Como muchos artistas innovadores, Monet, creo yo, no tenía muy claro lo que lograba. O para ser más preciso, no podía nombrar su logro: sólo podía reconocerlo a escala intuitiva, y luego dudaba de éste.
Para repensar a Monet, una pintura clave es Camille Monet sur son lit de mort, 1879. Su primera esposa murió a la edad de treinta y dos años. Vemos su cabeza contra las almohadas, una pañoleta le rodea el rostro, su boca y sus ojos no están ni abiertos ni cerrados, los hombros están sueltos. Los colores son los colores de las sombras y de la luz del sol que se desvanece en una colina (las almohadas) donde cae la nieve. Las punzantes pinceladas son diagonales. Contemplamos el rostro inmóvil de Camille a través de una ventisca de pérdida.
Casi todas las pinturas de lechos de muerte hacen a uno pensar en agentes funerarios. Ésta no, porque tiene que ver con el acto de irse, de irse a algún otro lugar. Y es una de las grandes imágenes del duelo.
Diez años antes de la temprana muerte de Camille, él había pintado la esquina de un campo bajo la nieve y, a la distancia, una urraca parada en una pequeña tranca. Él le llamó a la pintura La pie. Nuestra mirada es arrastrada hacia el pajarito blanco y negro porque él es el punto focal de la composición y también porque sabemos que en cualquier momento echará a volar. Está a punto de irse. A punto de irse a algún otro lugar.
Un año después de la muerte de Camille, Monet pintó una serie de telas acerca de la rotura de trozos de hielo grueso en el Sena, un tema que ya había abordado. A la serie le llamaba la Débacle. Estaba fascinado por la desintegración y, por encima de todo, por la dislocación del hielo, que antes de derretirse había estado fijo, sólido, consistente. Y ahora era irregular al ser empujado río abajo por la corriente.
Algo en los rectángulos blancuzcos de hielo quebrado que se desplazan, me hace pensar en telas sin pintar, flotando. ¿Le pasó por la cabeza la misma idea? Nunca lo sabremos.
Todas sus pinturas tienen que ver con el flujo. Pero, ¿es, como asumía la doctrina de los impresionistas, el flujo del tiempo? No lo creo.
Mucho después de pintar a Camille en su lecho de muerte, Monet escribió a su amigo Clemenceau acerca del dolor y el impacto que sintió cuando de pronto se percató, mientras pintaba, de que estudiaba su pálido rostro y notaba las diminutas variaciones de tono y color que traía la muerte, ¡cual si fueran materia cotidiana observable! Y terminaba diciendo: Ainsi de la bête qui tourne sa meule. Plaignez-moi, mon ami (y así está la bestia dándole vueltas a la noria. Llora por mí, amigo mío
).
Se quejaba también de que tras poner los pinceles en la mesa, no había podido explicar lo que hacía, o adónde lo llevaban los trazos que plasmaba.
Monet confesó alguna vez que quería pintar no las cosas en sí mismas sino el aire que las tocaba. El aire envolvente. Hubo en el arte de Europa otro pintor que se puso un reto semejante: Vermeer.
Los métodos de pintar no podían haber sido más diferentes, pero su sueño como pintores tal vez fue uno semejante: capturar en la tela eso en lo que estaban inmersos sus sujetos; delinear de algún modo el aire transparente que envolvía o abrazaba a sus sujetos.
Vermeer fue el contemporáneo exacto en Holanda del filósofo Spinoza. Ambos estuvieron interesados en las lentes ópticas –pudieron haberse conocido, pero no hay registro que lo indique así. Una de las sugerencias básicas de la filosofía de Spinoza es que la sustancia es indivisible: todo es parte de la misma sustancia cuya extensión es infinita. Una segunda sugerencia es lo que él llama sustancia del pensamiento y sustancia extendida son una y la misma cosa.
Teniendo en mente estas resumidas pero desafiantes ideas, regresemos a Monet. El aire envolvente ofrece continuidad y extensión infinita. Si Monet puede pintar el aire, podemos seguirlo como seguimos un pensamiento. Excepto que el aire opera sin palabras y, cuando se le pinta, se hace presente y visible sólo en colores, texturas, capas, veladuras, esfumados, sombras, suavidades y rayones. Conforme Monet se aproxima más y más a este aire, éste lo lleva, junto con el sujeto original de la pintura, a algún otro lugar. El flujo no es ya temporal sino sustancial y extenso.
¿Y adónde se los llevó el aire entonces? A otras cosas que envuelve o envolverá para las cuales no hay un nombre fijo. (Llamarlas abstractas es sólo darles el nombre de nuestra ignorancia.)
Monet hacía referencia a una instantaneidad
que él intentaba atrapar. El aire, porque es parte de una sustancia indivisible que se extiende infinitamente, transforma esta instantaneidad en una eternidad.
Las pinturas de la fachada de la catedral de Rouen cesan de ser registros de fugitivos efectos y se vuelven respuestas a correspondencias con otras cosas que pertenecen a lo que se extiende infinitamente. De este modo, la envoltura
del aire que tocaba la catedral está permeada por las dificultosas percepciones que el pintor tiene de la catedral, y por la confirmación de esas percepciones –recibida desde lugares que no tienen una ubicación precisa.
Las pinturas de las pilas de paja responden a la energía del calor del verano, a los cuatro estómagos de las vacas cuando mastican el bolo rumiado, a los reflejos en el agua, a las rocas en el mar, al pan, a los mechones de pelo, a los poros de una piel viva, a los panales, a los cerebros...
Al repensar a Monet quiero sugerir a los visitantes de la exposición que miren las telas que hay ahí no como registros de lo local y efímero, sino como vistas de lo que es universal y eterno. Ese otro lugar que es su obsesión es lo que se extiende y no es temporal: es metafórico más que nostálgico.
Una de las flores favoritas de Monet fue el iris. No hay otra flor que exija con tanta fuerza ser pintada. Esto algo tiene que ver con el modo en que abren sus pétalos, ya de por sí perfectamente impresos. Los iris son como profecías, simultáneamente sorprendentes y en calma. Tal vez es por eso que él amó estas flores.
Traducción: Ramón Vera Herrera