a octava edición del Festival Internacional de Cine de Morelia no ofreció, en materia de cine mexicano, los signos alentadores de una renovación artística. Aunque en buena parte de la prensa internacional y en los círculos de la alta burocracia, tan dada a las celebraciones, se repite incesantemente que nuestro cine atraviesa por un momento afortunado, en realidad el conjunto de 70 producciones anuales ha arrojado en este certamen un balance deslucido. Un larga temporada dedicada a financiar y promover oficialmente las llamadas producciones del centenario de la Revolución y bicentenario de la Independencia (El atentado, Hidalgo, El infierno, Revolución) sólo dio como resultado obras acartonadas y tristemente funcionales y decorativas, y en materia formal la involución del quehacer fílmico a expresiones que uno creía rebasadas, olvidadas en un remoto tiradero echeverrista.
Morelia podía representar la vitrina de un cine diferente, pero con muy pocas excepciones, lo que predominó en la selección de competencia y en las películas fuera de ella fue un quehacer rutinario y el recurso obsesivo a fórmulas de humorismo y melodrama que tienen como única preocupación la supervivencia en taquilla. Un ejemplo elocuente es el oportunismo comercial de La otra familia, de Gustavo Loza, que arropada con un discurso pretendidamente perturbador aborda el tema de la adopción virtual de un niño por una pareja de hombres gay. La condición obligada para abordar aquí el tema de moda es dosificando las escenas fuertes
(dos estrellas masculinas besándose en primer plano) con un alegato moralista en contra de las drogas. Sólo el espectáculo de una madre desobligada y heroinómana puede hacer comprensible la adopción de un niño por una convencional pareja gay de clase acomodada. Una retórica hueca enarbola el valor universal del amor para eludir cualquier pronunciamiento incómodo sobre los derechos sexuales de las minorías sexuales, bendecidas aquí por un cura liberal y por la oración de buenas noches que la pareja gay, cultivada y decente, enseña al niño antes de acostarlo.
Esa otra
familia es la misma familia convencional de un viejo y rancio cine mexicano. Otras películas abordan con nebulosas similares los temas de la intolerancia y el racismo (El baile de San Juan, de Francisco Athie, en una costosa recreación histórica de la Colonia que en más de una ocasión naufraga en el humorismo involuntario, o Tierra madre, de Dylan Verrechia y Aidée González, que frustra sus mejores intenciones de documental sobre la maternidad lésbica en una ciudad fronteriza, con un planteamiento verboso y efectista).
Somos lo que hay, de Jorge Michel Grau, y De día y de noche, de Alejandro Molina, acuden al cine de género (el horror en el primer caso; la ciencia ficción en el segundo) con incoherencias narrativas y especulaciones metafísicas que restan vigor expresivo a sus propuestas. En el caso de Grau es de lamentar el desperdicio de un tema interesante; en el de Molina cabe preguntarse cuál es el interés de intentar seducir hoy a un público popular desaparecido hace cuarenta años. Vete lejos, Alicia, de Elisa Miller, tiene un punto de vista interesante (la nostalgia del terruño vivida por una adolescente en el extremo sur argentino), pero lo que pudo ser un largometraje emotivo se resuelve en una serie de apuntes marcado por la improvisación (declarada) y un abandono esteticista digno de mejor empeño.
Todo lo contrario sucede con dos de las películas mexicanas más interesantes del festival, Nómadas, de Ricardo Benet, y A tiro de piedra, de Sebastián Hiriart. A reserva de hablar en detalle de cada una de ellas en su estreno comercial, cabe señalar una constante temática: el desplazamiento territorial que es búsqueda espiritual y cuestionamiento de la identidad propia al contacto con otra cultura. La película de Benet refrenda la originalidad y fuerza expresiva de su cinta anterior, Noticias lejanas, trasladando la exploración del mundo rural mexicano a un ámbito urbano (Nueva York), donde el protagonista vive del mismo modo complejo su experiencia de soledad y desarraigo.
Finalmente, Acorazado, de Álvaro Curiel, muestra las limitaciones de un humorismo narcisista con su abigarrada sucesión de viñetas sobre la pícara encarnación de un mexican curious
(Silverio Palacios), a la vez pobre diablo y héroe popular, espejo magnificador del público al que va dirigida la cinta. En el extremo opuesto de rigor y originalidad narrativa, otra cinta humorística, Las marimbas del infierno, de Julio Hernández Cordón, obra emotiva y compleja sobre la soledad de un músico de marimba que descubre en la incorporación del heavy metal a su instrumento favorito, la clave de un éxito pasajero.