El último suspiro del Conquistador / LVIII
de dónde había sacado ella esos versos? Nunca se lo preguntó. Con la distancia de las décadas comprendió que aquella tarde, cuando ella los recitó, había ocurrido algo más que un acto de seducción; había sido una verdadera programación, una infección en cámara lentísima que le cambió la vida y se la condujo por un camino muy distinto al que había creído trazar. Terminó por aceptar las limitaciones que le impuso la vida misma y, dentro de ellas, había encontrado un nuevo territorio, no en la literatura, sino en la historia. La soberanía demanda un ámbito preciso para ser ejercida. La creación no puede existir si no se le otorga un espacio y un tiempo precisos. La creación y la libertad –que tal vez sean lo mismo– requieren de la constricción. Durante muchos años siguió acudiendo a aquellos versos:
Tal vez esta oquedad que nos estrecha / en islas de monólogos sin eco, / aunque se llama Dios, / no sea sino un vaso / que nos amolda el alma perdidiza...
* * *
En la alargada mesa del laboratorio Manuel se empeñaba en fabricar una resina sintética. La doctora Contreras, en forma cuidadosamente descuidada, pasó el brazo sobre su hombro y le preguntó con intención juguetona:
–Oiga, Manuel, ¿y usted me puede prestar dinero para el boleto a Estocolmo?
Al oír aquello, el científico paró en seco su actividad, abrió los ojos y volteó a ver a su colega. Sus rostros quedaron separados por unos pocos centímetros.
–¿Perdón? ¿A dónde?
–Pues para cuando tengamos que ir a recibir el Nobel –dijo ella, dándole un empujoncito y esbozando una sonrisa poco frecuente–. Siempre me he preguntado cómo le hacen los galardonados para pagarse el viaje antes de que les entreguen el cheque.
Manuel se rió con la ocurrencia, pero no dejó de sorprenderse por aquel arranque de buen humor y espíritu campechano de la doctora Contreras. Decidió corresponder con una galantería desfachatada:
–¿Y cómo le va a hacer usted la noche de la ceremonia para verse más guapa que de costumbre?
La doctora Contreras no supo qué responder, se puso colorada, se apartó de su colega y se puso a juguetear con unos tubos de ensayo. A Manuel le dio ternura al ver el pudor de la mujer y la ternura se le volvió una urgencia de piel que no había sentido en mucho tiempo. Se levantó, se acercó a ella y llamó su atención con suavidad:
–Oiga, doctora...
–Dígame, Manuel.
–Tal vez usted y yo seamos demasiado jóvenes para hacer estas cosas... –dijo, mientras la tomaba por los hombros. Pero ella siguió dándole la espalda e ignoró la ironía. En cambio, decidió lanzarle una pequeña estocada:
–¿Cómo está su esposa, Manuel? –preguntó con un tono levemente insidioso y colérico.
–Pues... No sabría decirle, porque no la he vuelto a ver desde que se murió. Hace siete años –respondió él, ufano.
La vergüenza de la doctora Contreras se incrementó de golpe: no recordaba que él hubiese enviudado. No le quedó más remedio que voltear y mirarlo a los ojos desde el fondo de la indefensión. Él decidió aprovechar el momento.
–Pero ese no era el tema de la discusión –dijo, mientras aproximaba su cara a la de ella–. A ver si luego no nos acusamos mutuamente de acoso a menores...
Acercó sus labios a los de la doctora y ella no retrocedió. Fue apenas un primer roce. En eso se escuchó un barullo de voces y de pasos en el pasillo. De inmediato, la doctora Contreras se apartó con rapidez de Manuel y, en un gesto reflejo, se arregló el pelo con la mano.
* * *
Lo había perdido todo: la musculatura, la osamenta, la mirada, el gusto, el oído, el olfato y el tacto; había quedado reducido a una noción de sí mismo, a una neblina rala y medrosa que se mantenía, sin embargo, como el asiento de su persona. ¿Habría algo por venir? ¿Tendría futuro la eternidad?
* * *
Pocos días después, Andrés y Jacinta se casaron y en los meses, años y décadas subsecuentes construyeron una relación horrible.
* * *
Manuel no se arredró cuando Jacinta entró al laboratorio, seguida por Andrés, por Tomás, por Garcí y por Sánchez Lora.
–¡Hola! –saludó a la muchacha con una sonrisa pícara–. ¿Se te multiplicaron los novios en el camino?
–Buenas tardes –respondió ella, sin acusar recibo de la broma–. Manuel, doctora, les presento a Andrés, a Tomás, a... Perdonen, cuáles son sus nombres? –inquirió, dirigiéndose a los otros dos del grupo.
–Perito forense Sánchez Lora, para servirles. Buenas tardes.
–Yo me llamo Garcí.
–Oiga –irrumpió la doctora Contreras, ya dueña de su personalidad habitual–. El trabajo acordado era entre usted, Manuel y yo. ¿Qué hacen todas estas personas en mi laboratorio?
Jacinta iba a responder pero Andrés intuyó que se acercaba un choque de personalidades entre ambas mujeres, contuvo a la que tenía a su lado y tomó la palabra:
–Parece que todos, menos yo, están aquí por algo importante. El señor –y señaló a Tomás– es el propietario del frasco, y el joven –dijo, refiriéndose a Garcí– viene con él. El otro señor está investigando un... Bueno, yo les propongo que nos demos un tiempo para que cada quien se presente.
–Eso está bien –contestó Manuel, sintiendo una inmediata afinidad con el joven– pero no tenemos mucho tiempo. Tengo que preparar un recubrimiento de resina para el frasco.
–¿Qué? –gritó Jacinta, indignada.
–¿Qué pretende hacer? –terció Tomás, con un tono de alarma.
La doctora Contreras intervino y expuso con tono petulante:
–Han aparecido microgrietas en el tejido molecular del recipiente, y...
–Lo que quiere decir la doctora –la interrumpió Manuel– es que el pinche frasco está a punto de hacerse pedazos.
–Debemos buscar un cuerpo en el cual aposentarlo. Ahora mismo –dijo Tomás.
Los presentes lo miraron con expresión de horror.
(Continuará)
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