Opinión
Ver día anteriorJueves 21 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Crisis educativa, la resaca de la modernización
M

éxico, digo, los mexicanos, vivimos en la incertidumbre. A la sensación de inseguridad se aúna el no saber qué pasará mañana en cuestiones fundamentales. Y no sólo por la marea de violencia criminal (a la que nadie se acostumbra), por la rispidez (o la ausencia) del debate político o, sencillamente, por incapacidad manifiesta para mirarnos en el espejo sin horrorizarnos. Claro que cada quien juzga según le va en la feria en consonancia con sus ideas y prejuicios, no faltaba más. Y cada uno hace sus propuestas para alcanzar la otra orilla. Eso es lo que hizo el señor Gurría (al que en tiempos pretéritos le endilgaron el apodo de ángel de la dependencia), actual secretario general de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos y antiguo jefe de la Hacienda pública con Zedillo. Al referirse a la educación y sus pendientes, el ex secretario urgió a México a mejorar la calidad y colocar el tema como la prioridad número uno, pues de lo contrario el país tardará más de medio siglo en alcanzar los niveles óptimos que tienen otras naciones. Gurría pidió razonablemente que los responsables del sistema educativo tomaran el toro por los cuernos y pusieran manos a la obra.

No es la primera ocasión que se repite el mismo discurso, pero la pregunta es ¿por qué si los objetivos son tan obvios se repiten los mismos argumentos sin que nada parezca cambiar en el fondo del asunto? Pienso que la respuesta requiere combinar el análisis de un conjunto de especialistas, pero hay algo que debe resaltarse: la gran reforma de la educación –la que reclama Gurría– sigue siendo concebida por los responsables estatales como una variable dependiente de la economía o como un instrumento para aumentar la productividad y la competencia, sin ver la enseñanza en su dimensión integral como articuladora de la vida social. (En el otro extremo se ve el uso y usufructo del sistema educativo nacional como una fortaleza política que puede usarse a discreción para apuntalar al gobierno.)

Es evidente que falta mucho que hacer para resolver los pendientes estructurales más graves y nadie podría estar satisfecho con lo obtenido, pues, como lo apuntó el rector de la UNAM, José Narro, al verificar la inversión por alumno, no es verdad que seamos de los países más altos. Somos de las naciones con más baja inversión. En consecuencia, coexisten los centros de excelencia con el analfabetismo, pero entre ellos prima menos que la medianía, la inutilidad práctica de la enseñaza, la nulidad de la escuela como forjadora de la ciudadanía, la cancelación del papel del maestro en la comunidad y la perversión de las estructuras sindicales. Ya no se educa para… sino a pesar de las necesidades reconocibles de la sociedad.

Si bien hubo un tiempo en que la capilaridad social admitía un flujo continuo hacia arriba, es decir, un progreso real en la condiciones de vida de muchos, ahora vivimos el fenómeno inverso, por así decir: la deconstrucción de los viejos tópicos del desarrollo para mantener el orden sin cambiar más que las apariencias, no las cosas mismas. El paradigma del ascenso social como criterio orientador de las políticas públicas se ha transformado en un dogma negativo, oculto: el de mantener fuera del juego a millones de jóvenes a los que el Estado finge educar mientras esperan el turno (que no llegará pronto) de ponerse el disfraz simbólico de la clase media, galardonado por el consumo y los juegos de abalorios de la modernidad fallida.

Sin embargo, el viejo México, con su carga brutal de desigualdades, corrupción y centralismo, no desapareció al decretarse la muerte de la Revolución Mexicana; tampoco se extinguió con la derrota electoral de sus viejos representantes. El Estado, si acaso, abjuró de su carácter constitucional de representante del interés general para apadrinar los mezquinos proyectos de algunas de sus partes. Y se decretó el final de una era de subdesarrollo para darle paso a la modernidad, entendida a la vez como medio y fin. Pero el gran proyecto duró muy poco. A lo sumo, el discurso modernizador creó una nueva mitografía basada en el papel del individuo que dejaba en el aire la historia pasada, su interpretación desde el presente. Y un enorme vacío ideológico en la escuela y, por tanto, en la sociedad. ¿Qué enseñar y cómo? ¿Qué aprender? Nadie desea regresar al pasado, pero la crisis moral e ideológica es inocultable y algo debe hacerse. El desencanto se apodera de las ilusiones democráticas fundadas en los principios de reino del mercado y afecta los grandes logros del periodo: el pluralismo, la alternancia, la institucionalidad electoral basada en la ley. Y todo eso está relacionado con la crisis actual de nuestra educación.

Mientras, la vida se empobrece tanto en la dimensión material como en otros aspectos sustantivos, acaso menos tangibles: varias generaciones se suceden sin imaginar otro destino que el aquí y ahora, ésa como estación vacía de la que pocos jóvenes escapan aunque se les prometa un edén consumista como fuente sagrada de la felicidad. Pero son los menos los que ascienden, aunque se quiera convencerlos de que ya, por el mero hecho de existir, forman parte de ese gran cambio.

No extraña que en esta situación florezcan los ideales del gobierno fuerte, la justicia dura, transmutados en una suerte de utópica aspiración de futuro. No es la vuelta imposible al pasado; es la resaca inevitable del un proyecto de país cuya viabilidad nunca fue probada.