El Nobel, como clavo ardiente de taurinos colonizados
a frase coloquial agarrarse de un clavo ardiente
equivale a valerse de cualquier recurso o medio, por difícil o forzado que sea, para salvarse de un peligro, evitar un mal que amenaza o conseguir otra cosa; por ejemplo, hacer repuntar lo que la negligencia de los propios taurinos, primero, y la falta de inteligencia de la crítica especializada, después, llevó a la fiesta de los toros a unos niveles de tergiversación y descrédito sin precedente.
El problema no reside únicamente en la disminución de la bravura en el toro con el pretexto de adecuarlo a un toreo de supuesto arte
, tan mecánico como predecible, sino además en la ausencia casi total de voces que, desde los diferentes sectores de la fiesta, advirtieran de las graves implicaciones y consecuencias de esta adecuación: caldo de pollo sin pollo; fiesta brava sin bravura, no sólo con relativa capacidad de malherir al torero sino, sobre todo, de emocionar al espectador.
Esta torpeza de olvidarse del espectador para concentrarse en la comodidad de las figuras y en una estética efectista, a la postre fue alejando de las plazas al gran público, que nunca ha sabido mayor cosa de técnicas ni de conceptos, pero siempre ha sentido y reaccionado con espontaneidad, emocionándose –no divirtiéndose, por favor– ante lo que son capaces de realizar un toro bravo, no sólo pasador, y un torero con imaginación ante el peligro que transmite el comportamiento agresivo de la res, no sólo una dócil repetitividad.
Carentes de autocrítica, los taurinos prefieren entonces agarrarse de clavos ardientes que soslayen tamañas desviaciones para sólo invocar la grandeza primigenia de la tauromaquia como expresión cultural de algunos pueblos. Ahora, si esa expresión tauromáquica es arbitrariamente reducida a un pueblo, en España –como demandaba el hispanocentrismo de principios del siglo pasado, hasta la deslumbrante irrupción del mexicano Rodolfo Gaona en ruedos ibéricos– la situación se complica, pues al ignorar o invalidar las expresiones tauromáquicas de otras latitudes y otras etnias el toreo dejaría de tener sentido humano y cultural fuera de ese país.
Cuando Mario Vargas Llosa –flamante Premio Nobel de Literatura 2010 y aficionado confeso– reitera en sabrosos artículos su defensa de la fiesta de España ante el antitaurinismo, exhibe a la vez una visión estrecha del fenómeno taurino, presente en Perú –su país de origen– y otros de América Latina desde mediados del siglo XVI, pero con una pobre evolución, salvo en México, gracias a factores extrataurinos como el criollismo acomplejado prevaleciente entre los taurinos sudamericanos y, en décadas recientes, en quienes se adueñaron de la fiesta de nuestro país.
Apoyar y defender la fiesta de España no equivale a defender y apoyar la fiesta en el resto de los países, sino a seguir consintiendo un coloniaje taurino por parte de la metrópoli, a 200 años de las independencias respectivas y, para mayor perjuicio, a invalidar las expresiones, modestas o elocuentes, de los demás países, así como a excusar su desalmada organización taurina.
Es vergonzoso que la plaza de toros más antigua latinoamericana sea la de Acho (Lima), inaugurada el 17 de febrero de 1766, y que los peruanos sigan sin entender que su tradición debe servir para algo más que escenario de triunfos anuales de figuras españolas. Si la organización de su fiesta de toros no ha permitido expresiones de peruanidad ni que surjan toreros de nivel internacional se debe a esa visión estrecha y colonizada que sólo valora y defiende la fiesta española como universo excluyente del toreo. Otro tanto ocurre en Colombia, Ecuador y Venezuela, pues antes que taurino, el trasfondo es ideológico y de autovaloración.
La cultura celebra el premio a Vargas Llosa por su obra literaria, no por su visión de taurófilo, y los taurinos latinoamericanos mejor harían con cuestionar y enaltecer, en serio, sus propias fiestas que seguir confundiendo gimnasia con magnesia.