i puedo ir contracorriente ni estoy para desafiar a nadie, pero además de que nunca he ocultado que, a pesar de ser escritora, a mí me costó mucho esfuerzo aprender a leer y, aunque desde chica leyera sin parar, también me tomó años de veras aficionarme a la lectura, creo que es hora de declarar que, si a lo largo de seis décadas he leído una enorme cantidad de libros, todavía no me considero sino una lectora menos que mediocre, por más que cada vez más aficionada.
Pero les cuento. Hasta hace muy poco, leí libro tras libro sólo que lo hice como entre brumas, y por tanto, apenas ahora que parece que la niebla se levanta y me desocupa, se empieza a desatar en mí la voracidad de leer, eso que siempre oí o vi o leí con envidia que les ocurría a los grandes escritores, que no nada más se enorgullecen de ser grandes lectores sino que no desaprovechan la ocasión de afirmar que desde chicos fueron lectores voraces.
Ante semejantes reconocimientos ajenos, mi posición y mis confesiones resultan en desventaja, y más ahora que las autoridades, y me refiero también a las del mundo de la electrónica, se desviven en promover la lectura (intentos que en desvergonzadas ocasiones me he prestado incluso a apoyar). Sin que pretenda que mi caso fuera ningún ejemplo que seguir, al exponerlo parecería que él me infundiera autoridad para animar a la lectura a otros y señalarles que, a pesar de mi mediocridad como lectora, he escrito tantos y tales libros y les ha ido bien, siempre y a cada uno de bien en mejor.
Con todo lo cual no quiero sino expresar la dicha que se apodera de mí a medida que finalmente me convierto en una lectora voraz, por otra parte en vías de dejar de ser mediocre y poderme considerar una gran lectora, con todo y las particularidades que, si no les sobrevinieran a los grandes lectores/escritores a los que he admirado y envidiado toda la vida, quizá desvirtuarían mi auto calificación de lectora grande o gran lectora en camino a ser de paso lectora voraz.
Estas peculiaridades que digo no se limitan a que sea incapaz de leer, como he hecho siempre, ya fuera entre brumas o con la niebla a punto de levantarse, sin un lápiz en la mano y una libreta para notas al lado, a cada rato interrumpo la lectura, no nada más para subrayarla y comentarla en los márgenes del libro o en mi cuaderno de apuntes, sino para no dejar ir lo que una palabra o una frase me ha sugerido o me ha hecho imaginar, y entonces avanzo en la lectura, pero es una lectura llena de pausas, retrocesos, relecturas y paréntesis, de cómo buscaba por ejemplo y con urgencia, a Alejandra Pizarnik de librería en librería, y de cómo, mientras tanto, se me prensó entre los dedos Ellis Island, de Georges Perec.
Mientras yo me lamento de todavía no haber logrado conocer Ellis Island, según anoto, Perec, cuyos abuelos no emigraron al continente americano a través de Nueva York como sí hicieron los míos, en cambio no sólo en su momento visitó el lugar y se estremeció con su historia, sino que recogió su experiencia en un escrito imprescindible, o lo es para mí, para quien la lectura buscada tanto como la que encuentro al azar se vuelven cada vez más imperiosas, guión o poema o narración o ensayo con el que Francia filmó en 1980 un documental o película o reportaje o testimonio.
Pero cómo comento un libro que no buscaba y no digo a qué tuve que recurrir para leer el que no encontré, el Alejandra Pizarnik, de César Aira. Mi editor, que también lo es de Aira, me fotocopió su ejemplar personal. Cuando se lo agradecí le comenté que gracias a él había dado tanto con Pizarnik como con Aira. Y me extendí, con una reflexión que, a pesar de ser verdad, me quitó el sueño por lo que tenía de confesión. Resulta que hasta el momento yo no había leído a Aira y que, al leerlo, aunque forzada por mi necesidad de conocer a Pizarnik, me pareció admirable, por la ironía en su sentido crítico, dosificada y aplicada como únicamente una inteligencia culta puede hacer.
Estas lecturas tuvieron lugar en las dos semanas anteriores, cuando además leí la Carta a mi madre, de Georges Simenon, y el ensayo de Gore Vidal sobre Servidumbre humana, de Somerset Maugham.
Y lo que, a juzgar por las notas que tomé, tengo que decir de cada una de estas lecturas es tanto, que no sé si me entusiasma aun más de lo que me aterra convertirme en una lectora, en lugar de mediocre, voraz.