a territorialidad, los recursos naturales y la integridad física y cultural de los pueblos indígenas en América Latina son sitiados sistemáticamente por corporaciones del capitalismo neoliberal, dentro de las cuales se encuentra el narcotráfico. Ante el desempleo generalizado en el mundo rural, la debacle del campo provocada en parte por los tratados de libre comercio que benefician a Estados Unidos y condenan a la miseria y al éxodo a los campesinos, muchas comunidades son penetradas por el crimen organizado para forzarlas al cultivo de la amapola o la mariguana, y jóvenes indígenas son reclutados por los cárteles.
Paralelamente, con el pretexto del combate contra el narcotráfico
, en extensas zonas indígenas se impone un proceso de militarización que da lugar a todo tipo de abusos y violación de sus derechos humanos y los que les corresponden como pueblos. A esto se suma la guerra de contrainsurgencia, que acarrea la presencia de dos actores armados más en las etnorregiones: grupos paramilitares y guerrilleros. Colombia es un caso ilustrativo de esta situación en la que indígenas se encuentran entre tres fuegos: militares, narcoparamilitares y guerrilleros. La etnia nasa, en el norte del departamento del Cauca, se ha visto forzada a poner en práctica una ordenanza para que su Guardia Indígena, armada sólo con sus bastones adornados con colores vivos, expulse a los narcotraficantes de su territorio, dentro del cual operan las Fuerzas Amadas Revolucionarias de Colombia (FARC), organización con la que también han negociado el cese del reclutamiento involuntario de sus jóvenes.
En México, grupos del narco operan en zonas indígenas con mayor frecuencia en Michoacán, Jalisco, Sonora, Guerrero, Durango, Chihuahua, Oaxaca, Chiapas, Veracruz –entre otras entidades federativas–, y en las cárceles estatales se registran centenares de presos indígenas acusados por delitos contra la salud
. Al criminalizar a los pueblos indios, la guerra contra el narcotráfico
encubre una gran variedad de extorsiones e injusticias, adicionales a las que secularmente han sufrido los indígenas por parte de autoridades militares, policiales y judiciales.
En poblados mayas del oriente y occidente de Guatemala, mafias mexicanas han instalado a sangre y fuego sus estructuras delictivas, que controlan el transporte de la mercancía hacia México y Estados Unidos. En Puerto Lempira, Honduras, hay hostigamiento del narco hacia los indígenas misquitos. En Nicaragua, las redes del narcotráfico han penetrado las comunidades misquitas de la costa del Caribe, así como las urbes multiétnicas de Bilwi (Puerto Cabezas) y Bluefields. En el área fronteriza entre Panamá y Colombia, conocida como Tapón de Darién, el narco despliega una red terrestre y marítima que se extiende por Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala, para sus destinos finales en México-Estados Unidos.
Como las corporaciones capitalistas madereras, mineras, turísticas, etcétera, que buscan apoderarse de los recursos de los pueblos indígenas, lo que está en el centro del problema del narcotráfico
es el esfuerzo por despojarlos de su territorialidad, fundamento material de su reproducción y espacio estratégico de sus luchas; su finalidad es expropiar a los indígenas de sus tierras-recursos-fuerza-de-trabajo y el ejército es cómplice de esta sustracción a partir de sus acciones represivas y contrainsurgentes realizadas con el apoyo de los grupos paramilitares que operan como el brazo clandestino de la guerra sucia.
La militarización no trae la disminución de las actividades delictivas, como lo prueba el caso de extensas zonas de la República Mexicana bajo virtual ocupación castrense. En el plano mundial, Afganistán es ilustrativo de que la guerra y conquista neocolonial del país por las fuerzas armadas de Estados Unidos y sus aliados intensifica a más del doble la producción, procesamiento y venta de drogas, cuyas ganancias nutren al sector financiero del capitalismo mundial. Desde hace varias décadas, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y otros organismos de inteligencia occidentales han sido acusados del trasiego de drogas con la finalidad de financiar los exorbitantes gastos de sus operaciones encubiertas en el ámbito mundial. “Las agencias de inteligencia, las grandes empresas, los traficantes de drogas y el crimen organizado compiten por el control estratégico de las rutas de la heroína. Una gran parte de los multimillonarios beneficios de las drogas están depositados en el sistema bancario occidental. La mayoría de los grandes bancos internacionales y sus filiales en los paraísos fiscales extranjeros blanquean enormes cantidades de narcodólares.” (Michel Chossudovsky, ¿Quién se beneficia del comercio de opio afgano?
, La Haine, 5 de octubre de 2006). También, la llamada guerra contra el narcotráfico es especialmente funcional para los planes de dominación estratégica de Estados Unidos en América Latina.
La delincuencia organizada no es más que la cara clandestina del sistema capitalista neoliberal, con su violencia inherente desbocada, sicópata y sin mediación social y política que la controle. Es altamente rentable económicamente, además, a partir del hecho de que Estados Unidos es el principal proveedor de armas de los grupos del narco. The Independent daba a conocer desde 2004 que el tráfico de drogas es la tercera mercancía mundial en generación de efectivo, tras el petróleo y el tráfico de armas
(29 de febrero).
La única posibilidad de una defensa efectiva frente a este fenómeno en el mundo indígena –como muestran las juntas de buen gobierno zapatistas, los nasa de Colombia y la Policía Comunitaria de Guerrero– es el fortalecimiento de las autonomías, a partir de las cuales se ha logrado controlar –no sin dificultades– la presencia del crimen organizado en los territorios indígenas.