l huracán Karl atacó de frente a Veracruz con categoría tres (temible) y se fue convertido en depresión tropical. Horas después de su paso dejó, eso sí, cientos de miles de damnificados, jarochos unos y otros tantos poblanos, oaxaqueños y tabasqueños. Muchos de los cuales ya lo eran desde antes y, por lo que se ve y sabe, saldrán un tanto más perjudicados de esta travesía de aguas sin control. Una red de traficantes y enredos burocráticos les impide ahora tener acceso a los escasos fondos públicos disponibles. Los recursos estatales para tales contingencias, con seguridad casi absoluta, se emplearon durante las pasadas campañas electorales bajo subterfugios ya bien conocidos.
Fue por ello que Fidel Herrera presumía de la abundancia de medios a los cuales acceder con manga por demás ancha. Lo cierto es que, Veracruz, no cuenta, ni de cerca, con los medios suficientes para atender la emergencia. Tampoco los tiene el gobierno federal. La penuria presupuestaria les viene de lejos. Los enormes hoyos elusivos y vastos privilegios para unos cuantos son certezas inamovibles por hoy. Falta de voluntad para corregirlas forman el duro tinglado de la actualidad. Tampoco hay un sistema hidráulico que pueda, al menos, minimizar los estragos de la naturaleza. La grandeza para imaginar una obra de esa envergadura está fuera de las capacidades de los dirigentes federales y estatales de hoy día. Por tanto, y año con año, las tragedias se repetirán con una constancia igualable sólo a la resistente benevolencia (o será mansedumbre) de los pobladores.
Pocos días antes de Karl, las celebraciones del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución se calificaron por algunos como apantallantes. Así las describen aquellos que asistieron al Zócalo, al Paseo de la Reforma o los varios millones que los vieron por la tele. El grito fue, más que en pasadas ocasiones, todo un suceso mediático de gran alcance. Lo vio una audiencia gigante, por eso el señor Calderón se esmeró en cantarlo bien. Y también por eso fue a Dolores Hidalgo para repetir el numerito y volver hecho la mocha para los festejos capitalinos siguientes. Toda una proeza de movilidad con tal de aparecer ante las tele-audiencias como el líder que no escatima energías para estar presente ahí donde se le precisa. Sus afanes de estelaridad mediática le cuestan a los mexicanos miles de millones de pesos, presupuestados unos, la mayoría ocultos en múltiples favores a sus favoritos.
La cohetería también se extinguió en pocos minutos. La espectacular sucesión de imágenes, proyectadas sobre los monumentos, se retuvo sólo momentos en las retinas de aquellos para los cuales están diseñados tales espectáculos. Por los cientos de millones de pesos empleados en tales despliegues de luces, sonidos y decorados hay disputas varias. Unos los justifican porque, alegan, realzan el suceso y dan al pueblo una probada del primer mundo. Otros los pelean como innecesarios y onerosos. El fondo, sostienen se alejó del fondo simbólico de tan cruciales efemérides. Una vez que se barrieron las calles y se levantaron las varas poco quedó en el ánimo popular. En todo caso fueron unas cuantas horas de relajo callejero para aquellos sin boleto. Para los elegidos, panistas y burócratas federales, el grito fue una ocasión para sentirse ciudadanos especiales, merecedores de tratamiento diferenciado. Son la crema y nata del medio pelo burocrático porque, los de primera línea, estaban dentro de palacio o en sus lugares de retiro vacacional.
Aprovechando las efemérides, un conjunto de optimistas difusores del oficialismo hicieron una pensada, y juzgada indispensable, aparición en cuantos medios de comunicación tienen a su servicio. Blandieron las que, piensan, son ideas originales y, por tanto, terminales por el impacto que han de lograr. Se esmeraron en buscar algunos resortes que les permitieran comparar, con la ventaja suficiente, al México actual con el de hace 100 o 200 años. Claro está que el analfabetismo, en proporción, ha disminuido aunque, en este México de la derecha del PRIAN, sean muchos millones más los que padecen tal condición, que la población entera de 1810 o 1910. Los hospitales ahora se cuentan por miles y, antes no existían. ¡Ah! La democracia en 1810 sólo era un ideal al alcance de unos cuantos que bien se podían contar con los dedos de las manos. Ahora, en cambio, es todo un sistema de vida que, aunque tiene algunas fallas (aceptan compungidos) está ya bien enraizado, démosle una doble ¡ah, ah! El capital destruido en tales contiendas guerreras, alegan, tardó años en ser reparado. Por eso, y sin más consideraciones, hay que evitar la violencia y apegarse a los cauces institucionales para solucionar los conflictos, concluyen orondos los positivos irredentos. No importa que, en esa ruta de estabilidad, se extingan millones de vidas o se caiga en crisis recurrentes y, como en los huracanes sin protecciones instaladas, se lleven todo lo que muchos han acumulado con sacrificios. No se considera, tampoco en esos cálculos tontos, a los mexicanos que se han expulsado y que, por su número, (millones) igualan o superan a la población de 1810 y 1910. En fin, no vale la pena continuar por esta numeralia comparativa para levantar el ánimo de los que están abajo, de los que deben quedar ahí (según cálculos del poder efectivo) para ser distraídos en otras celebraciones centenarias.
Habría que pensar, con ilustrado pesimismo y con motivo de las festividades, en los millones de desahuciados de la vida. En el modelo vigente, tal como está instalado y deformado por las ambiciones ilegítimas dominantes, las corruptas complicidades y los mezquinos intereses sin llenadera. De las víctimas del sistema económico poco se habla por parte de esos difusores oficiosos. Lo cierto es que este tinglado condena a la marginación y al exilio forzado a creciente número de conciudadanos. Para aliviar y, al final, controlar la violencia desatada hay que enfocarla con otra visión: la que pone el acento en la educación de calidad para todos, en los apoyos sociales universales, en los valores individuales olvidados, en la vida familiar y comunitaria integrada, reales antídotos contra la delincuencia. Por mientras, esos cientos de miles de damnificados son más que suficientes para quitarle al poder establecido la poca legitimidad que le pueda quedar. La fuerza que le resta se sostiene en una delgada capa de formulismos y se oculta con bocanadas de propaganda, no más que eso.