18 de septiembre de 2010     Número 36

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Zoila Reyes Hernández

Resumen: luego de tres deportaciones y en mi cuarto intento por cruzar la frontera junto con Eva, otra migrante, nos encarcelaron y nos llevaron a la Corte.


FOTO: Gisela Espinosa Damián

La mañana del primero de febrero de 2008 la celadora me dijo: “Póngase de frente a la pared, levante el pie derecho y luego el izquierdo”. Las esposas de los pies me lastimaban, me enrollaron una cadena en la cintura y me pusieron esposas en las manos. Así, Eva y yo salimos hacia el bus para ir a la Primera Corte, hacía mucho frío y no llevábamos nada para cubrirnos, como en 45 minutos llegamos y nos metieron a una celda, nos quitaron el candado de las manos pero no las esposas ni la cadena de la cintura. Al medio día entramos a la sala y nos dieron unos audífonos para escuchar al traductor. Cuando llegó el juez fuimos pasando de seis en seis, él nos preguntó nombre, fecha y lugar de nacimiento, grado de estudios y otros datos.

Al regresar a la celda había dos mujeres muy tristes porque acababan de enterarse de que su condena podía ser de 15 días a seis meses de cárcel con una multa de 15 mil dólares. Lo mismo nos dijeron a nosotras. Yesenia y Rocío traían brazos y piernas con raspones y moretones: “De nada sirvió la gran caminata ni la cruzada del río ni la rodada por los barrancos, hoy estamos aquí; Yesenia no ha probado bocado en tres días porque en la cárcel de Santa Ana la comida es como para perros”, dijo Rocío, y siguió: “No puede ser que me quede seis meses, ¿de dónde voy a sacar 15 mil dólares?” “Estamos en las mismas --les dije-- ¡Ánimo amigas!” En eso estábamos cuando metieron a una mujer joven muy guapa que también venía de Santa Ana. A Iveth la agarraron con mil 200 kilos de droga: “No saben cuánto me arrepiento, defraudé a mis padres, tengo una niña y tenía la ilusión de poner un negocio, alguien me ofreció cinco mil dólares por llevar la droga a Denver. ¡El dinero que no podría ganar en años! Me deslumbré y un día me vestí muy guapa y tomé la camioneta de mi padre. Tuve la suerte de pasar sin problemas pero más adelante me perdí y regresé al mismo punto, fue ahí cuando el perro se acercó a la camioneta y me descubrieron. Mi sentencia es de 24 meses. Lo único que quiero es abrazar a mi hija”. A las cinco mujeres que estábamos allí nos unía la tristeza y la sensación de estar en otro mundo, perdidas. Regresamos a la prisión de Otero luego de ocho horas de andar encadenadas y esposadas de pies y manos.

En mi primer domingo en la cárcel la celadora gritó: “¡33, visita conyugal!”. Fui a un cuarto con una ventana de cristal y un teléfono sobre la mesa de acero. Un caballero se presentó como mi abogado de oficio y me preguntó si me sentía culpable o inocente. Yo dije: “Culpable”. “¡Eso es lo que tiene que decir en la Segunda Corte!, su condena puede ser de seis meses pero yo la saco en 15 días”. Ese fin de semana traté de estar bien en la comunidad de presas. Quería escribir historias de las mujeres que estábamos ahí pero no tenía con qué, una de ellas sacó papel y un lápiz que apenas se podía agarrar: “Ten, quiero que cuentes lo que nos toca vivir a las mujeres que somos atrevidas y valientes”. Era Carmen Rodríguez: 32 años, originaria del DF, en su primer intento quedó abandonada en el monte porque al guiador lo atrapó la migra, decidió entregarse antes de morir de frío; su segundo y tercer intentos se parecían mucho a mi experiencia, sólo que Carmen remarcó que en la cárcel se pierde la noción del tiempo porque todo está cerrado y contó lo del “platón” del desayuno en el condado de Santa Ana: papas prietas y crudas sin sal, carne de soya sin sal, sopa de fideo batida sin sal, agua con hielo, avena sin azúcar, todo servido en trastes muy sucios. “Nos trataban como perros o peor”. Mientras Carmen hablaba, seis mujeres escuchaban alrededor de la mesa. La convivencia entre nosotras era armoniosa, éramos como una hermandad.

A las 3:30 del seis de febrero a Eva y a mí nos tocó la Segunda Corte, salimos como a las seis de la mañana encadenadas y esposadas. Todo fue muy rápido, me declaré culpable y el juez me dijo: “Señora Reyes su Tercera Corte es el 13 de febrero”. A Eva María le dieron “tiempo servido” para salir al día siguiente. Aun encadenada trataba de dar saltos de alegría. Una mujer coyote nos dijo: “Me dieron 12 meses, ya llevo seis detenida, pero les aseguro que pronto estaré de regreso”. Luego entró una joven llorando. “¿Qué te pasa?”, le dije. “Tengo miedo, me acusan de que traía droga pero no me acuerdo de nada, estaba muy ebria cuando me detuvieron con mi amigo. Tengo una niña y no sé qué va a pasar, dicen que me van a dar 48 meses de cárcel. ¿Qué voy a hacer?” De pronto se abrió la reja, la celadora gritó su nombre: “Te quedarás una noche aquí porque mañana tienes Corte”. Y ella salió de aquella celda llorando.

En el Tanque Alfa fuimos haciendo un grupo de mujeres, Eva María, Silvia, Margarita, Susana, Denis y yo, andábamos juntas a toda hora, me contaban su historia y yo quería escribir sobre las ilusiones perdidas de estas mujeres. Así fue como escuché a Emma Rosa Tirado de 52 años: “Me enamoré de un hombre al que conocí en una cárcel cuando visitaba a mi hijo, quien tuvo la desdicha de caer ahí por pasar ilegales, que es la manera fácil de tener unos pesos más del sueldo de jornalero. Ese hombre era muy amable y formé una familia con él, todo era hermoso, una familia perfecta, pero en el año 2007 me encañonó diciéndome que acompañara a mi nuera a El Paso para levantar ilegales y llevarlos a Albuquerque, Nuevo México. Mi nuera sabe manejar, yo sólo la acompañaría. Al llegar al puente de Santa Fe nos detuvo la migra para revisar la camioneta. Mi sorpresa fue cuándo dijeron que venía cargada de droga, mi nuera dijo que no sabía nada y que las dos éramos inocentes. Luego dijo que la camioneta era de mi pareja y desde aquel momento empezó mi pesadilla porque el hombre que yo amaba me traicionó. Ahora mi nuera y yo estamos en prisión y él anda libre y ni siquiera me visita”.

Estando encerradas hay sufrimiento y privaciones y muchos ruegos a Dios. Hay mujeres católicas, evangélicas, pentecostés, cristianas..., cada quien tiene un momento de veneración según su creencia religiosa. La mayoría reflexiona sobre su vida, unas dicen: “Dios mío, ¿qué hago aquí si lo único que quería era estar con mi esposo y mis hijos? No me castigues señor”. Otras dicen: “Yo tenía la ilusión de ganar unos pesos, señor, ¿será la ambición que me ganó? Tengo vida, ¿qué más quiero? Allá afuera no te busqué, señor, hoy te pido que toques el corazón del juez para que me dé tiempo servido”. Otras como yo hablábamos en silencio pidiendo a Dios por la familia que quedó lejos. Las Biblias amanecían en las cabeceras, muchas mujeres las leían de noche. En la comunidad de presas descubrimos que hay que respetar el modo de pensar de cada una, tratar de sentirnos bien y apoyar a tu compañera cuando el mundo se ha colapsado. Así logré sobrevivir aquellos 15 días en la sombra.

El 13 de febrero fui a mi Tercera Corte, en el trayecto conocí a dos presas de Guanajuato, tía y sobrina. Esta última dijo: “No puedo volver a mi casa porque ni eso tengo, entregué el cuarto que rentaba, vendí el refrigerador, la estufa, todo. A mis hijas las dejé con otra tía”.

Cuando entré a la sala las piernas me temblaban, al escuchar mi nombre caminé hacia el centro y la juez dijo que tenía “tiempo servido”, dio la orden de deportación y me advirtió que no podría volver a Estados Unidos pues a la otra me esperaban de dos a 20 años de cárcel. “¿Tiene algo qué decirme?”, preguntó mirándome a los ojos. “No señoría, le contesté”.

Tal vez en tres o cuatro días estaría con mi familia. Pensé en mis hijas Martha y Edith, en mis nietas Deisy y Esmeralda. ¡Tan cerca de ellas y no pude abrazarlas! Subí al bus que me llevaría a la prisión de Otero Chaparral. La entrada no fue como las veces anteriores, ahora se tardaron mucho en abrir, las cadenas nos lastimaban, las manos se entumían, subieron la temperatura del bus y nos asfixiaba, sentíamos desmayarnos. Nosotras gritábamos “¡Abran!” Afuera los oficiales se paseaban entre risas y burlas. Después de una hora se abrió el portón.

Al entrar al Tanque Alfa dije: “Tiempo servido” y todas me felicitaron. Eran como las 10 de la mañana del día siguiente cuando me gritaron: “¡33, te vas!”. Entre abrazos, lágrimas, risas, felicitaciones y agradecimientos, me despedí de mis compañeras. Emma Rosa me dijo: “No te olvides de mí”. Caminé mirando hacia atrás donde compartí con la comunidad de presas, di una última mirada a aquel lugar de soledad y de apoyo entre nosotras… tenía sentimientos encontrados: el gusto de irme y una inmensa tristeza, tal vez porque no vi a mis hijas o quizá porque se quedaban muchas mujeres encerradas. Al salir vi llorar a mis compañeras. Detrás de mi mirada quedaron los recuerdos; el suplicio y la convivencia habían terminado.

Los oficiales de la migración mexicana nos entregaron un papel para un descuento de medio pasaje de Ciudad Juárez a México y nos llevaron a la Casa del Migrante. Allí no apoyaron a nadie, la Casa estaba llena de personas con los mismos problemas y sin ninguna respuesta. Denis y yo cruzamos el puente que nos pondría en tierra mexicana. Denis no traía ni un peso y yo logré recuperar 100 dólares cuando me devolvieron mis cosas. Caminando por Juárez vimos a un compañero que deportaron con nosotras y corrimos tras él. Este señor amablemente nos ofreció su cuarto y nos llevó al mercado donde los tres comimos con desesperación. Luego buscamos la presidencia municipal porque nos dijeron que ahí nos apoyarían para el pasaje de retorno. El compañero habló por los tres y logró el apoyo para el boleto al DF y cien pesos para cada uno. Esa noche nos quedamos en su cuarto que era un departamentito muy deteriorado. Casi al alba salí a buscar al señor Jorge, el corredor que me aseguró que brincaría la línea, pero no di con la ruta y decidí volver y olvidarme de mis pertenencias y del dinero que quedó en su poder. Por la tarde Denis y yo enfilamos al DF y el compañero a Chihuahua. Al quedarnos solas me di cuenta de que no sabíamos cómo se llamaba pero a una hora de camino el destino nos volvió a juntar en el restaurante de un pueblito donde bajamos a comprar un jugo; ahí estaba él regalándonos una sonrisa. Intercambiamos nuestros datos en un pedazo de papel.

Ya en el DF Denis se fue hacia Tabasco y yo tomé el autobús que me llevaría a mi tierra natal. Antes de abordar llamé a mis hijos Mari y Alfonso para avisar de mi regreso. A las cinco de la mañana me esperaban, al bajar del autobús me abrazaron y me sentí la mujer más feliz, la más feliz de la Tierra. Quizá porque estaba con mi familia y en mi pueblo querido, quizá porque tenía salud y vida ¿Qué importaba el sueño americano? Mi hija Mari me dijo: “Mami, no esté triste, tómelo como una prueba divina”. Es difícil regresar con la cola entre las piernas, con una deuda mucho más grande que la que tenías antes de salir y sin saber cómo decirle a tu familia que no se pudo. Yo conté todo y a pesar de todo no pude impedir que mi hija Mari se fuera, corrió con suerte, ella sí logró brincar la línea.

Escritora indígena de la Mixteca Oaxaqueña. El manuscrito original ha sido editado por Gisela Espinosa Damián (UAM-Xochimilco)