a primera ciudad que conocí en la India fue Delhi. Desembarqué en 2004. Me llamó la atención ver algunos hombres con la barba y la cabellera teñidas de rojo –la henna– tinte natural que aquí utilizan sobre todo los varones; también verlos escupir sangre: el betel que continuamente mastican, mancha sus dientes como si padeciesen una enfermedad maligna en las en-cías. Algunos llevan grandes mostachos de diversas formas: una de las numerosas líneas de demarcación antes establecidas en la India para diferenciar a las clases sociales entre sí, ahora mucho menos notoria. Existen varios rituales relacionados con el cabello, los brahmanes lo llevaban largo y aceitoso, y sobre la nuca les crecía el churki, mecha de pelo que no se cortaba jamás, emblema ancestral de los brahmanes, adorno ritual que las mujeres de la familia cuidaban con esmero, lavándolo a menudo y haciéndolo brillar gracias a un producto especial.
Un caos indescriptible nos hizo casi imposible encontrar nuestro equipaje: el alma se me cayó a los pies: llevaba mucho tiempo planeando este viaje, al grado de que me tenía envidia a mí misma. Después de abrirnos paso entre las personas que atestaban los pasillos del aeropuerto, ya en la calle, atravesando una barrera infinita de gente, nos esperaba un hombre enjuto de tez oscura enarbolando un letrero donde se leía nuestro nombre. Un chofer zarrapastroso nos hizo subir a un coche color crema cuyo estilo me remontó a los años 40, a mis épocas de niña, cuando con mi hermana paseábamos por el Parque México, al lado de la enorme estatua desnuda de una mujer, estilo art decó que presidía nuestros paseos por la colonia Condesa.
Parece que anualmente nacen 15 millones de niños en la India; se estimaba que en julio de 2006 ese país contaba con 1.095.351.995 habitantes; después de China, lo sabemos bien (¡aterrador!) es el país más poblado del mundo y quizá muy pronto la sobrepase. En la época en que Forster publicó su famosísimo libro A passage to India (1924) se menciona que el país tenía 120 millones de habitantes, y al escribir su ensayo sobre ese país, a principios de la década de los 50, Pasolini afirma que moraban allí 400 millones de seres.
De manera imperceptible se va llegando a la vieja Delhi, sus calles atestadas, su tráfico desmesurado, sus mendigos, sus peatones y el polvo, ese polvo sempiterno que lo asfixia todo.
Llegamos a un hotel cerca de Connaught Place, un punto limítrofe, allí empiezan a encontrarse o a perderse las dos ciudades, la nueva Delhi, construida por los ingleses, con su Puerta de la India, arco triunfal, parecido al que en Bombay mira hacia el océano; cerca, varios edificios de tipo occidental albergan oficinas de gobierno; alrededor, enormes parques y avenidas, un club de golf, hoteles de lujo y algunos bellos monumentos antiguos y, de repente, populosa, la vieja ciudad sucia: me causa espanto su hermosura.
En un hotelito nos esperaban nuestros amigos con sándwiches y papas fritas. Nos abrazamos con entusiasmo; dos iban vestidos ya a la moda india, los otros tenían un aspecto diferente, como si estuviesen aclimatados, como si en lugar de haber pasado tres días en la ciudad llevasen varios meses.
Acababan de cambiarse de hotel, dejaron el anterior, situado en un barrio sucio e inhóspito. De inmediato, quitándose unos a otros la palabra de la boca, nos cuentan su más terrible experiencia. Yendo rumbo al centro el día de ayer tropezaron con un hombre tirado en medio de la calle, semidesnudo y con fuego en los genitales, ¿un suicidio? ¿incineración prematura?
Entre contorsiones el hombre agonizaba.
Avanzaron rápidamente, horrorizados, dejando atrás al moribundo. Al regresar, obligados a pasar sin remedio por el mismo sitio, el hombre ya había muerto: entre sus piernas seguía ardiendo una pequeña llama.
“El aire –escribió Octavio Paz– es un miasma acre y pesado.”
Y Moravia, también en los años 50, aseguraba: La India es inagotable. Uno siempre va allí por primera vez. O última
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