Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Agua de jamaica

A

l corte comercial sigue una alegre marcha. Ester abandona la costura y se vuelve hacia el televisor. En la pantalla aparece una niña sonriente que lleva la cabeza adornada con una penca de nopal. Enseguida la desplaza un contingente de jovencitos con penachos blancos. Un caballero águila provoca los aplausos de quienes, desde la banqueta, observan el ensayo.

Ester sonríe. Si sus nietos vivieran aquí formarían parte de los cuadros que desfilarán para celebrar el bicentenario. En tal caso su abuelo Antonio les tomaría fotos durante el desfile y después en la casa alrededor de la mesa con el mantel bordado y el vitriolero con agua de jamaica.

II

Suena el teléfono. Ester se apresura a contestar. Sonríe al oír la voz de Virginia.

–¡Hija!

No hay tiempo para recriminarle que no le haya hablado durante cuatro semanas. Ya se lo dirá cuando la vea. Por el momento lo importante es saber cuándo llegan Virginia, Mario y los niños. Tiene muchas ganas de ver a sus nietos, de abrazarlos, de cocinarles, de que le digan cómo van en la escuela y si los recuerdan a ella y a su abuelo Toño.

La sonrisa de Ester se desvanece conforme Virginia va dándole las noticias:

–Lo siento, mamá. Como están las cosas es imposible que vayamos a México. Trataremos de ir en diciembre, pero todo depende… Mamá: ¿me oíste? Pues no te quedes callada. Dime algo. ¿Estás llorando?

Ester se impone la disciplina de conservar sereno el tono de la voz:

–¿Por qué había de llorar? Entiendo, aunque claro, me hubiera gustado mucho verlos.

–Y a nosotros también a ustedes. A Mario le dieron permiso en la empacadora. Lo habíamos arreglado todo para hacer el viaje en la camioneta, pero con tanta inseguridad en las carreteras, tanta violencia en el norte, nos dio miedo y cancelamos el viaje. Sólo de pensar que a Mario o a los niños pudiera sucederles algo… ¿Me entiendes, verdad? A lo mejor para diciembre. No falta mucho. El tiempo se pasa volando. Entonces, ¿por qué no vienen ustedes?

–Ya sabes que nos negaron la visa y tu papá no quiere que vuelvan a humillarnos.

–Ya ni hagas corajes. A ver, cuéntame, ¿qué vas a cocinar para la cena del l5?

–Para tu padre y para mí solos, cualquier cosa.

–Mamá, por favor, tienes que preparar la cena. En la casa siempre hemos celebrado la noche del Grito. Ándale, dime, ¿qué piensas hacer?

–Lo de siempre. Ya sabes…

–Pero dímelo, para que me haga las ilusiones de que voy a comer con ustedes.

III

Ester se sienta en un taburete y mira hacia la ventana:

–Tostadas, pozole, nopales, frijoles…

–¿Y agüita de jamaica? Aquí se consigue la flor pero te juro que a mí no me sale como a ti. ¿Qué le pones?

–Lo sabes, me viste prepararla muchas veces.

–Sí. Y no te imaginas cómo me acuerdo de ti mezclando las cucharadas de azúcar con los hielos y el agua roja. Siempre he querido tener un vestido de ese color.

–Tuviste uno. Te lo hice para el festival de tu escuela cuando ibas en tercero. Saliste bailando el vals Alejandra y tu hermano hizo el papel de Miguel Hidalgo.

–José era un escuincle pero disfrazado se parecía mucho al Padre de la Patria.

–Pues ahora se le parece todavía más porque ya tiene calvita natural. Y, ¿sabes quién lo notó? Antonio.

–¿Cómo está mi papá?

–Trabajando, pero cada vez menos. La gente ya no manda componer sus muebles ni los pide sobre diseño.

–Me siento muy orgullosa de que mi papá te haya hecho la mesa del comedor.

–Me la regaló cuando cumplimos ocho años de casados, un l5 de septiembre. Pensábamos irnos al Zócalo para oír el Grito, pero aquel año llovió tanto que mejor nos quedamos en la casa.

–Me acuerdo de cuánto lloró José porque no fuimos. Por cierto, ¿mi hermano ya te habló?

–Sí. Ayer. Tampoco viene.

–¿Por qué?

–Van a operar a su suegro del corazón y eso cuesta mucho. Don Rómulo no quiere hospitalizarse. Dice que, a su edad, ya para qué le meten dinero bueno al malo. José le insistió en que debe operarse. No quiere cargar con la responsabilidad si algo le pasa al señor.

–Oye, pudo hablarte de algo menos triste… ¿De qué otras cosas platicaste con mi hermano?

–Me preguntó lo mismo que tú: ¿Qué vas a cocinar para la cena del l5? Se lo dije y se le hizo agua la boca al acordarse de mi pozole.

–Y la jamaica bien roja, bien dulce, con bastantitos hielos. Otra cosa de la que me acuerdo mucho es de la manera en que probabas el agua en la palma de tu mano. Siempre quise preguntarte por qué no te la servías en un vaso.

–Porque, aunque no lo creas, no sabe igual.

–Ay, mamá…

–¿Qué?

–Me da mucha tristeza no ir a verlos. Desde que me vine para acá será el cuarto septiembre en que les falle.

–Ahora eres tú la que llora.

–Estando lejos se extrañan tantas cosas...

–Tú y Mario decidieron irse.

–¿Y qué otra nos quedaba? ¿Seguir arrimados con ustedes y pidiéndole prestado a todo el mundo mientras Mario conseguía trabajo? Aguantamos tres años así y la verdad no entiendo cómo. Si no hubiera sido por ustedes...

–Es obligación de los padres ayudar a los hijos.

–Pero no todos cumplen, no creas.

IV

–Virginia, no me has dicho nada de los niños. ¿Cómo están?

–Con ganas de verlos. Cuando les dijimos que no iríamos a visitarlos se pusieron muy tristes. Los dos se acuerdan mucho de los buñuelos que les preparaste la última vez. A Goyo le encanta ver la foto en donde está con su sombrero de charro tricolor, con la cara toda batida de piloncillo, comiéndose un buñuelo.

–Todavía tengo en la ventana las banderitas que les compramos a él y a su hermano Luis en el Zócalo. Espero que no se les haya olvidado que su abuelo les regaló aquella vez unos cascos de cartón que olían mucho a pegamento. ¿Los conservan?

–No. Ya sabes cómo son los niños, que pierden todo.

–Lástima, porque de esos juguetes ya no hay o por lo menos hace tiempo que no los veo.

V

–Hay cosas que nunca se olvidan. Por ejemplo, los sabores. Mamá: te juro que siempre recordaré tus dichosos guisados de septiembre y tu agua fresca. A veces, cuando tengo algún problema con Mario, voy al market, compro flor de jamaica y la pongo a hervir. ¿Me creerás si te digo que me alegro tan sólo con el olorcito que sale de la olla?

–A mí me sucede lo mismo con los pambazos. Cuando yo era niña, en septiembre se hacían unas fiestas patrias muy bonitas en el barrio. En las calles nuestras vecinas montaban puestos de comida típica. Mi madre vendía pambazos de chorizo, papa y lechuga. Las raras veces en que se le quedaba alguno yo podía comerlos. Era tan feliz que todo lo feo se me olvidaba.

–¿Por qué te quedas callada?

–Estoy pensando en hacer para la noche del l5 unos pambazos. Así voy a sentirme un poco menos triste porque ustedes no vienen.

–Para alegrar mi cena haré agua de jamaica.

–Pero acuérdate: si quieres estar segura de que esté bien endulzada tienes que probar unas gotitas en la palma de la mano. Esa nunca falla.