n pequeñas salidas que he hecho de la ciudad de México he tenido una que otra experiencia descorazonadora, pero ninguna como las que tuve en Lagos de Moreno, Jalisco, adonde llegaba por segunda ocasión y con más ilusiones que cuando había estado ahí la vez anterior, hace menos de 12 meses.
Sólo que antes de abrir mi corazón y confiar en estas líneas qué fue lo que me dolió, quiero registrar lo feliz que fui ahí mismo, un sábado en la mañana, que me hice lustrar los zapatos en el zócalo, rodeado de lustradores que, si no estaban ocupados con un cliente, y casi todos lo estaban, conversaban entre largas pausas con algún amigo que los acompañaba sentado, con las piernas estiradas, en la banca a su lado. Era temprano y los cafés bajo los arcos ante el costado que yo veía del parque recibían apenas a uno que otro paseante, casi madrugador. Reparé en una pareja que por su aspecto me pareció de profesores extranjeros. Como no sentí que debía trabar ninguna plática con el lustrador en su banquito a mis pies, y ésta era una de las razones que explicarían la felicidad que yo sentía, la de no tener necesidad de hablar, en imitación, tal vez, del compañero de la banca a mi izquierda que, por toda plática, se despidió de su amigo, mi lustrador, con un Luego hablamos
, antes de levantarse, despacio, y encaminarse, despacio, bajo su sombrero de palma a cruzar la calle a mi derecha y desaparecer; en vista de que no experimenté la menor urgencia de comunicarme en palabras con él, decía, aparte de respirar la dicha que de mil maneras ese momento me reportaba, me dediqué a imaginar quiénes podían ser los que supuse profesores extranjeros que entraron a un café y se sentaron en la terraza.
En Lagos de Moreno hay una extensión de la Universidad de Guadalajara, de modo que no tenía nada de raro hacer de la pareja que vi la de un profesor y una profesora visitantes que estuvieran dando un curso en Lagos de Moreno, de literatura, digamos, porque por qué no. Tenían frente a ellos el fin de semana para prepararse, supervisarían trabajos de sus estudiantes y repasarían lo que habrían de conversar con ellos a partir del lunes, quizás insistir en que consultaran más (o mejor) la bibliografía con la que ya contaban, los pondrían a leer, imaginé, y ellos mismos releerían esto y aquello, porque no puede haber curso de nada pero menos de literatura (ni vida) sin lectura. ¡Qué placer!, exclamé en silencio; qué absolutamente delicioso pasar los días leyendo en Lagos de Moreno.
Yo acababa de leer El sobrino de Wittgenstein, de Thomas Bernhard, y dado que desde las primeras líneas había llegado a la conclusión de que Bernhard había escrito para que yo lo leyera, contemplaba para esa misma tarde salir en busca de los Relatos autobiográficos o lo que hubiera de este autor, al que acababa de encontrar, diría que de casualidad, sólo que de casualidad muy afortunada, la víspera de tomar la carretera hacia Morelia, Michoacán, donde había empezado este mismo viaje dos días atrás.
Antes de salir en busca de librerías, sin embargo, en una reunión me enteré de que las autoridades de cultura correspondientes no apoyan el proyecto de hacer las ediciones facsimilares del catálogo de la legendaria Editorial Cvltvra, fundada en México en 1916 por Agustín Loera y Chávez, y que cuenta, entre otras, con la primera edición de Muerte sin fin, de José Gorostiza. Comoquiera que sea, la información me descorazonó, pues es desconcertante tratar de entender que el gobierno no apoye precisamente algo que se propone hacer destacar la verdadera, por permanente, riqueza del país, como son sus valores culturales, mientras, según leí en estos días, en cambio gasta 900 millones de dólares en un espectáculo efímero que celebra el centenario del triunfo de una Revolución, que, entre sus postulados de justicia social, pretendió acabar con el analfabetismo.
Pero mi confusión no acabó al conocer el destino incierto de la colección original de la Editorial Cvltvra, sino al enterarme, una vez que salí en busca del libro de Bernhard, de que en Lagos de Moreno no hay librerías. Después de lo cual, por cierto, un mes más tarde y en el curso de otra pequeña salida de la capital, tampoco me extrañó que en varias farmacias de Cholula, Puebla, no hubiera aspirinas o que el hotel del aeropuerto de Silao, Guanajuato, no tuviera planta de luz propia.