casi dos semanas de la masacre de 72 centro y sudamericanos ocurrida en Tamaulipas, los cancilleres de Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Panamá, Belice y República Dominicana solicitaron a México, en un comunicado conjunto, la instalación de un observatorio de derechos humanos para proteger a los migrantes indocumentados que transitan por nuestro país; la adopción, en el corto plazo, de mecanismos para evitar que se cometan hechos de violencia como los referidos, y el esclarecimiento de esos asesinatos.
El reclamo de estas naciones pone en relieve un gravísimo retroceso en nuestro país. En otras décadas, México se desempeñó como un factor de civilidad, de paz y de respeto a los derechos humanos en Centroamérica; como ejemplos, la declaración franco-mexicana sobre El Salvador (1981), la conformación del Grupo Contadora, antecesor del Grupo de Río, y las intermediaciones en los procesos de paz de El Salvador y Guatemala. De igual manera, la diplomacia mexicana logró forjar una tradición de asilo y hospitalidad hacia los refugiados, como quedó de manifiesto con la recepción de guatemaltecos en entidades del sureste. Hoy, sin embargo, los gobiernos centroamericanos demandan a las autoridades mexicanas el respeto a las garantías individuales de sus connacionales, y exhiben con ello la incapacidad de nuestro país para hacer cumplir los derechos fundamentales a la vida y a la integridad física.
En dicha petición convergen, por un lado, la evolución política que han experimentado esos países en las últimas tres décadas –la cual ha sido posible en buena medida gracias a México– y, por el otro, el deterioro por el que, en ese mismo lapso, ha transitado el Estado mexicano en el cumplimiento de sus responsabilidades básicas. Es inevitable vincular esta descomposición con la aplicación en el país de una doctrina económica –el neoliberalismo– que pugna por una reducción extrema del Estado en sus dimensiones y atributos: si las facultades públicas en materia de política económica, industrial y comercial han sido deliberadamente disminuidas, es inevitable que ocurra otro tanto en terrenos como el control migratorio y el de la seguridad pública.
Tal circunstancia ha llevado a un escenario de ruptura de la legalidad en el cual los extranjeros que carecen de documentos migratorios constituyen uno de los sectores más desamparados y vulnerables. Ilustrativo de ello es el dato, proporcionado hace unos días por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, de que entre septiembre y febrero pasados fueron secuestrados en el país 10 mil migrantes irregulares.
La conclusión inevitable es que el gobierno mexicano carece de autoridad moral para reclamar por el trato degradante al que son sometidos los connacionales en Estados Unidos, cuando aquí se cometen atropellos iguales, o peores, contra los ciudadanos de otros países. La autoridad no garantiza el cumplimiento de los derechos de ese sector, pero esa omisión no es lo más grave: a ello se suman los abusos cometidos por las autoridades mismas y los casos de complicidad entre funcionarios públicos y bandas dedicadas al tráfico de personas. Tal circunstancia, en suma, coloca al gobierno mexicano en una posición de descrédito y vergüenza frente al mundo.