l asesinato de 72 migrantes extranjeros asesinados en Tamaulipas ha puesto a la vista de la opinión pública nacional e internacional las condiciones de desamparo, segregación, abuso y riesgo que enfrentan los centro y sudamericanos indocumentados en su paso por México, y es pertinente formular algunas reflexiones al respecto.
En la circunstancia presente, la persistencia en nuestro país –documentada por organismos humanitarios dentro y fuera del territorio– de expresiones de racismo, xenofobia y maltrato contra los inmigrantes, por parte de autoridades y ciudadanos, se agrava por un panorama de violencia generalizada en el que se han potenciado, a velocidad pasmosa, los casos de vejaciones, abusos, secuestros y asesinatos contra los extranjeros indocumentados. Adicionalmente, la indolencia y la impunidad que recorren las instancias del poder público respecto de estos crímenes han provocado que surjan en la sociedad sospechas sobre la connivencia entre agentes gubernamentales y bandas de delincuentes para lucrar con el tráfico de personas, y la existencia de responsabilidades, así sea por omisión, de las autoridades correspondientes en estos episodios.
Mucho más clara es la relación entre la creciente vulnerabilidad de los extranjeros indocumentados en México y la aplicación, por parte del gobierno de nuestro país, de un enfoque de seguridad pública y nacional que plantea un escenario propicio para el atropello y la persecución contra los inmigrantes centro y sudamericanos. El correlato de lo anterior es la suscripción de la llamada Iniciativa Mérida, un acuerdo de cooperación bilateral en materia de seguridad que prevé combatir, sin distinción, el narcotráfico, la inmigración ilegal y el terrorismo
. Significativamente, fue en el contexto de las negociaciones de este acuerdo con Washington, hace casi tres años, que el gobierno mexicano activó varios mecanismos para controlar
la frontera sur y reducir su porosidad
para el tránsito de indocumentados, así como el tráfico de armas y drogas. Todo ello a pesar de que, como se señaló ayer en este espacio, la carencia de documentos migratorios no constituye, en México, delito alguno: es considerada, en cambio, una falta administrativa, sin más sanción que multas equivalentes a entre 20 y 100 días de salario mínimo.
El colofón es ineludible: las autoridades migratorias del país han asumido, en la práctica, un papel muy parecido al de la Policía Fronteriza estadunidense, con la diferencia de que las acciones para impedir el flujo de migrantes indocumentados hacia la nación vecina del norte se realizan en territorio nacional, y por agentes del gobierno mexicano.
La práctica de las autoridades de México en materia migratoria reviste, pues, un vínculo inocultable con la política de seguridad adoptada y mantenida por el calderonismo desde los primeros meses de este sexenio: en ambos casos, Washington ha logrado trasladar fuera de sus fronteras el desarrollo de acciones para contrarrestar fenómenos que, en la lógica de la superpotencia, están relacionados –la migración indocumentada y el narcotráfico–, y ello ha representado para México un costo incalculable en vidas, afectación de las garantías básicas y deterioro y descrédito institucional.