ay entre la población una evidente preocupación por situaciones que se han vuelto cotidianas: los enfrentamientos entre sicarios y la fuerza pública; la inseguridad de la población mayoritaria; las violaciones a los derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas armadas; los conflictos entre altos jerarcas eclesiásticos y autoridades, y muchos temas más.
Dentro de algunos meses todas estas preocupaciones se verán desplazadas por las precampañas electorales, que muy probablemente tendrán como puntos de referencia los temas que prioricen los monopolios televisivos. Creo, sin embargo, que aún es tiempo –aunque para ello tendríamos que iniciar desde ahora– de poner sobre la mesa los temas más importantes para el futuro próximo del país, y no sólo aquellos que interesan a las próximas elecciones. Y es que, sin pecar de alarmistas, lo que está en juego desde ahora, y no nada más en el proceso electoral, ya no es solamente la viabilidad del Estado, sino la viabilidad misma de la nación.
Creo que cada persona preocupada, cada organización de la sociedad y cada partido político tendrá que poner sobre la mesa lo que considera importante. Esto es lo que a la ciudadanía le dejará ver la altura de miras o la mezquindad de cada quien. Por lo que a mí corresponde, propongo los que me parecen siguen siendo los temas más importantes de preocupación.
1) El futuro de los derechos humanos. Hace apenas unos cinco años veíamos con preocupación que los derechos económicos y sociales estaban en serio riesgo ante el estancamiento de la economía y la profundización de las desigualdades socieconómicas. Hoy esta preocupación se ha acrecentado, y se le han añadido las serias violaciones a los derechos civiles y políticos que creíamos ya superadas. Para nada es admisible que al pueblo de México se le quiera cambiar seguridad por democracia. Y así como el tiempo demostró que no fueron intercambiables estabilidad por crecimiento, pues al final del camino perdimos ambos, no esperemos que, so pretexto de seguridad, no ganemos ésta, y en cambio perdamos nuestra aún precaria democracia. Urge entonces volver a poner en la discusión pública el tema real del respeto a la integralidad de los derechos humanos, para que por fin se exprese en sus mediaciones concretas, que son las políticas públicas, y no solamente como adorno para rematar los discursos políticos. Dentro de esta misma perspectiva, habrá que abordar el tema de la democracia de la diferencia. Esto es, el reconocimiento de la equivalencia de las personas no obstante su diversidad racial, religiosa, sexual, de edad y de cualquier otro tipo.
2) El desarrollo socieconómico. Algo hemos estado haciendo peor que todos los países de América Latina, pues desde hace años estamos al final de la cola del desarrollo en la región. Los efímeros logros en la disminución de las cifras de la pobreza (no de toda la pobreza, sino sólo de la parte más aguda de ella) no resisten el embate de cualquier crisis, para no regresar magnificados. Frente al estancamiento económico, parece que se tiene una sola estrategia: deteriorar el poder adquisitivo de los trabajadores y anular su organización y sus conquistas, como si se pudiera pensar en un crecimiento (ya no digo desarrollo) con grupos empresariales poderosos y sindicatos débiles o inexistentes. Hay algo cuya importancia subrayan tanto en la Unión Europea como en América Latina las propuestas más avanzadas de desarrollo, la cohesión social. La estrategia del garrote contra los sindicatos, la indiferencia ante las demandas campesinas, la ceguera ante la cantidad creciente de jóvenes, que a falta de un Estado que les ofrezca alternativas tienen como única opción la delincuencia o la migración, disuelven el tejido social y amenazan la viabilidad de la nación. ¡Qué lejos estamos de políticas que impulsen la cohesión social!
3) La democracia. Un país de violación de derechos y de estancamiento económico con desigualdad social no puede ser un país democrático. A lo más que puede aspirar es al acuerdo entre algunos socios, las elites partidarias, para rotarse el poder en función no de los programas que propone a la ciudadanía, sino de los recursos que consigue para despensas que mitigan el hambre por unos días, construir míseras viviendas y pagar promocionales en una televisión que vende imágenes caras, pero que es incapaz de comunicar contenidos. ¿Por cuánto tiempo se puede mantener una democracia así de precaria? Urge, entonces, repensar nuestra democracia, para que su horizonte no se agote sólo en reformas mínimas que resulten de negociaciones políticas entre elites partidarias, pero eso sí, amparadas en grandilocuentes discursos. La principal reforma política que se necesita es la que modifique la relación entre el gobierno y la sociedad, para que pueda pasar del nivel tutelar en el que ahora se encuentra a una democracia de la ciudadanía, supuesto fundamental de la soberanía de un Estado. No nos ha servido tener modificaciones legislativas que permiten abrir las puertas a la participación ciudadana, para que después las políticas y los políticos las cierren ignominiosamente. Aún estamos a tiempo de que la discusión sobre el futuro del país esté a la altura de los desafíos reales que ya tenemos en nuestro presente. Dudo, sin embargo, que las elites tengan prisa. De una u otra manera a unas y a otras el estancamiento les ha beneficiado. La prisa tiene que estar del lado de la ciudadanía, si es que queremos resolver democráticamente la situación actual.