a matanza de 72 migrantes centro y sudamericanos, cuyos cadáveres fueron hallados el pasado lunes en Tamaulipas, ha alcanzado en horas recientes cotas de escándalo nacional e internacional. Ayer, el gobierno brasileño calificó el hecho como una tragedia
, y a esa condena se suman las formuladas por las autoridades de Honduras, El Salvador y Ecuador a través de sus representantes diplomáticos. Por su parte, el sistema de Naciones Unidas en México indicó que indigna y preocupa
el nivel de violación a la seguridad de los indocumentados en México, en tanto que la Organización de Estados Americanos exigió esclarecer y hacer justicia por estos crímenes.
La indignación generalizada dentro y fuera del país por estos asesinatos tiene como telón de fondo un desempeño institucional exasperante en materia de seguridad, que redunda en la ruptura del estado de derecho y en una profunda indefensión para prácticamente cualquier persona que transite por nuestro país, incluyendo a quienes lo hacen en forma irregular. Ante este panorama de violencia e ilegalidad generalizadas, el gobierno federal no puede contentarse con señalar que el asesinato de los migrantes en Tamaulipas es un reflejo del grado de violencia y de barbarie con el que actúan los criminales
y del tamaño del reto
que el país enfrenta en materia de seguridad, como hizo ayer su titular. Un paso obligado, en cambio, es el reconocimiento de que estos hechos evidencian la extrema debilidad del Estado mexicano para cumplir con sus funciones básicas de proteger la integridad de toda persona dentro del territorio nacional, independientemente de su nacionalidad y su condición migratoria.
En este caso concreto, la violencia de los grupos criminales converge con la indolencia gubernamental hacia la situación de los migrantes indocumentados en nuestro país. Tal actitud se traduce en un trato oficial y social tan degradante como el que se ha dispensado a los connacionales en el país vecino del norte, que no sólo contraviene consideraciones éticas y humanitarias, sino que transgrede la ley: a fin de cuentas, la carencia de documentos migratorios no constituye en México un acto ilegal –es apenas una falta administrativa, según las normativas vigentes–, y aunque ese fuera el caso persistiría la obligación de la autoridad de respetar las garantías básicas de todos los individuos. Por lo demás, lo anterior ocurre en el contexto de un país crecientemente militarizado que, como han documentado diversos organismos humanitarios, multiplica los riesgos de que los extranjeros sean vejados, explotados, extorsionados y, como en este caso, asesinados, ya sea por efectivos de las fuerzas públicas o por miembros de bandas criminales.
A pesar de las medidas coyunturales anunciadas por el gobierno federal frente a estos hechos –una investigación a fondo de lo sucedido–, el riesgo de que episodios similares se reproduzcan seguirá latente en la medida en que no se reconozca la naturaleza estructural de la problemática. Son significativos, al respecto, los datos proporcionados recientemente por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, de que el secuestro de migrantes en México sobrepasó los 10 mil casos en el semestre comprendido de septiembre de 2009 a febrero de 2010.
Hasta ahora, el calderonismo ha desatendido los llamados a reformular la estrategia de seguridad vigente y a abandonar la visión estrecha, simplista y, a fin de cuentas, ineficaz, que dirige la acción gubernamental en materia de seguridad pública. Los reclamos de la comunidad internacional debieran gravitar como elementos para que el gobierno recapacite, admita la gravedad del problema que se enfrenta y que corrija, por lo pronto, los elementos que sí están a su alcance, como son los tratos denigrantes a que son sometidos los ciudadanos de otros países que llegan al nuestro sin permiso de tránsito, visita o residencia. Si no se actúa en ese sentido, al derrumbe de la legalidad que se vive en el país se sumará un descrédito generalizado de las instituciones del Estado mexicano en el exterior.