hora ando en Colombia, acabo de regresar de Chiquinquirá, me habían dicho que era una maravilla, que los objetos populares de culto eran de un kitsh sublime: mejor, sin lugar a dudas, los de Chalma, cuyos ex votos son siempre sorprendentes por su humor e imaginación.
La basílica del Rosario es neoclásica, repleta de altares dorados con estatuas macizas, solemnes, planas; el altar mayor ostenta una pintura donde aparece la virgen acompañada del apóstol Andrés y de san Antonio de Padua; la imagen se reproduce por doquier, es milagrosa. Pintada en 1562 por Alonso de Narváez sobre una tela rústica con colores naturales bastante tenues –extraídos de flores, plantas, minerales–, fue abandonada en un lugar muy húmedo; la rescató María Ramos, quien la veneró durante nueve años en silencio; de pronto, la imagen recobró su esplendor original y se convirtió en objeto de culto: una restauración sobrenatural.
El paisaje es bellísimo: montañas, valles, lagunas, y todo verde, verde; en las ciudades, muchas, muchas iglesias con retablos muy bien conservados, casi todos pintados de rojo con adornos en hoja de oro, y altares con imágenes de bulto perfectamente restaurados, la mayoría del siglo XVII; los artesonados varían, algunos de una sencillez rigurosa, otros garigoleados de formas exquisitas.
Villa de Leyva es hermosa, aunque sea un lugar muy turístico, turismo casi por entero colombiano; sus calles son regulares, con casas blancas y balcones de madera. De repente, como en otras ciudades coloniales de Colombia, se abre una extensión enorme con una plaza rodeada de portales, me recuerda de alguna forma lejana a la de Siena, aunque la italiana es redonda. Una iglesia reglamentaria en el portal principal y en el centro de la plaza, incongruente, una pequeña estatua con la cabeza de un héroe (¿degollado?), forma particular y reiterativa de hacer alternar lo religioso con lo cívico. La iglesia, muy severa, tiene un altar dorado de gran pureza y simetría. Otra amplia plaza con un convento de monjas carmelitas aún en clausura; es domingo, mucha gente surge por doquier, se dirigen a la iglesia, en su mayor parte son campesinos de los alrededores o vecinos del lugar: rezan con enorme devoción, cosa habitual en estos lares.
Me entero de que la ciudad servía como lugar de retiro y descanso para militares (tradición secular entonces, el país rebosa de militares: ¿nuestro futuro o es ya nuestro presente?), semejante por ello al monasterio Ecce Homo, situado a varios kilometros de allí –un retrato de Cristo impresionante en la capilla principal–, sitio de reunión anual para los frailes dominicos, quizá fatigados de sus trabajos inquisitoriales.
En toda la región abundan los fósiles marinos y el piso de los monumentos y de las casas se adorna con caracoles y conchas que provienen del crestoceno: es decir, hace cerca de 90 millones de años: son verdaderamente notables. No lejos del convento se admira un enorme pez fósil.
Tunja, tambien en Boyacá, es una ciudad universitaria con bellas iglesias: el convento de Santa Clara albergó a la madre Josefa del Castillo en una celda minúscula, arrinconada cerca de la escalera; allí se flagelaba, salpicando de sangre las paredes y, cuando salía de su magro encierro, la atormentaban los demonios que la arrastraban por los cabellos. El barandal de donde se sostenía para no caer al vacío ha sido llevado a Roma como reliquia. En una celda más espaciosa escribía sus famosos versos; algunos la comparan con sor Juana.
Las casas se protegen con candados, como en el Rajastán, pero allí, estos son complicados, arcaicos y podría decirse que, como los de Duchamp, serían unos ready made; se colocan ya sea muy abajo o demasiado arriba de las puertas: por ello son apenas posibles de alcanzar, y claro, también de cerrar.