21 de agosto de 2010     Número 35

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Riqueza que excluye y despoja

Los poderosos y el campo sonorense

Carlos Rodríguez Wallenius

El campo de Sonora ha sido base para la formación de los grupos empresariales más influyentes del noroeste del país. Negocios en la producción de trigo y maíz, vinculados a las frutas y hortalizas de exportación a Estados Unidos y a la producción de pollos, cerdos y bovinos, así como alimentos balanceados y fertilizantes han sido claves desde la segunda mitad del siglo XX para que un puñado de personas acumule y concentre capitales, constituyendo grupos agroempresariales a partir de vínculos familiares, en los que destacan los Valenzuela, Bours, Hoeffer, Fernández y Mazón.

En años recientes, estos grupos oligárquicos ya no dependen sólo del agro para acrecentar sus fortunas; han diversificado sus giros hacia áreas más dinámicas de la economía sonorense como la producción camaronera y, sobre todo, la especulación de terrenos destinados a planes inmobiliarios cercanos a las grandes ciudades, desarrollos turísticos como San Carlos, Bahía de Kino o Puerto Peñasco o a la construcción de naves industriales y bodegas para zonas industriales de Hermosillo y ciudades fronterizas.

El poder económico se ha apuntalado con la incursión de las prominentes familias en los liderazgos de organismos gremiales, en la política local y en la administración pública, espacios que les han permitido obtener financiamientos, ampliar sus alianzas y fortalecer sus redes de control.

Sobresale el caso de la familia Bours, que tuvo su momento cúspide con la llegada de Eduardo Bours al gobierno estatal en 2004- 2010. En ese período los Bours lograron amasar una fortuna sin precedentes, diversificando sus giros comerciales y ocupando varios puestos públicos y de representación en agrupaciones gremiales.

El clan Bours inició sus actividades mercantiles en los 50s con la producción avícola, con la empresa Bachoco, la cual actualmente es la principal de su ramo en el país, con el 25 por ciento del mercado nacional.

Además los Bours Castelo tienen grandes extensiones de tierra con sistemas de riego y controlan Fertilizantes Tepeyac, que opera en varios estados del país. Las nuevas actividades del grupo incluyen la productora y comercializadoras de mariscos Ocean Garden, una de las más importantes en México.

Varios miembros del clan han diversificado sus actividades. Por ejemplo Ángel Bours tiene Sasa Pork (producción y comercialización de productos de cerdo) y Constructora Boza (que realizó proyectos de infraestructura del gobierno). También detentan representaciones gremiales: Francisco Javier Ramos Bours es el presidente de la Asociación de Porcicultores en el Valle del Yaqui.


FOTO: Tom Peck

Pero la más reciente incursión en el ámbito empresarial del clan se enfoca a los desarrollos turísticos impulsados desde que Eduardo Bours asumió la gubernatura. Como lo ha mostrado la revista Proceso (ediciones 1565 y 1581), los negocios de los Bours se expandieron con proyectos turísticos en la Bahía de Kino, Guaymas y Puerto Peñasco. En este último, el clan invierte en el Spa Resort, Sonoran Sun Resort y Sonoran Sea Resort. En este sitio, el gobierno de Bours fue el que otorgó la autorización del desarrollo turístico que permitió que se construyeran cientos de condominios. Resalta Sonoran Resorts, que fue constituida por los Bours y Mazón, de Sonora, y los Mc Millan de Arizona.

Aquí podemos introducir al otro grupo hegemónico del estado: el clan Mazón, encabezado por las familias Mazón Rubio y Mazón Lizárraga, que tienen actividades empresariales en los sectores agropecuarios, comercialización y bienes raíces, y han incursionado en la política y en cargos públicos.

Resalta el caso de Jorge Mazón Rubio, ex presidente del Consejo Nacional Agropecuario y actual vicepresidente del Consejo Mexicano del Camarón, que tiene inversiones en Norson, empresa dedicada a la producción porcícola, y en Granjas Acuanova, de producción y comercialización de camarones. Ricardo Mazón Lizárraga, otro empresario de este clan, es compadre de los ex gobernadores Bours y Manlio Fabio Beltrones y ha ocupado diversos puestos en el PRI estatal.

En los años recientes, la familia Mazón ha concentrado sus inversiones en Puerto Peñasco y San Carlos, además de adquirir reservas territoriales en puntos turísticos. Los Bours Castelo y Mazón Rubio tienen inversiones conjuntas en la empresa de telecomunicación Megacable.

Si bien los Bours y los Mazón son los grupos oligárquicos hegemónicos, hay en el campo sonorense algunas asociaciones agroempresariales que tienen una creciente importancia regional, como la familia Fernández, de Granos La Macarena, dedicada a la exportación de garbanzo; la familia Parada Laborín, con productos avícolas y empacadoras de camarón, o la familia Rebeil, que tiene participación en Cedasa, una empresa dedicada a la engorda y comercialización de ganado vacuno. Otros grupos se enfocan a la comercialización de productos pesqueros, como la familia Luebbert.

En fin, el campo sonorense ha sido origen de varias de las fortunas más importantes de la región, las cuales han tenido que diversificarse para enfrentar la competencia y apertura con Estados Unidos, además de consolidar sus vínculos con la clase política local, a fin de asegurarse mejores condiciones para sus inversiones y el uso de recursos públicos para fortalecer sus negocios.

La expansión de las nuevas actividades económicas, en especial las granjas acuícolas y los desarrollos turísticos, la han realizado a costa de afectar las tierras ejidales y los territorios indígenas, así como comunidades de pescadores, que habitan junto a los desarrollos turísticos. Nueva riqueza a base de excluir y despojar.

Coordinador del posgrado en Desarrollo Rural UAM-X



FOTO: Ric McArthur

La otra cara: el éxodo rural

Ma. del Carmen Hernández Moreno

Cuando se habla del campo sonorense generalmente se piensa en agronegocios exitosos, en una agricultura con calidad de exportación; en la presencia de los exclusivos cortes de cerdo en el mercado japonés; en la captura y producción acuícola de camarón más importante del país, y qué decir de la mítica carne selecta de res calidad Sonora. A pocos se les ocurrirá imaginar siquiera las viscisitudes que enfrentan las familias rurales, ejidatarias y minifundistas para mantenerse en sus comunidades, asegurar la reproducción de sus formas de vida y preservar su posición como productoras de alimentos.

Desde los 80s el campo sonorense literalmente se está vaciando. Hasta 2005, el éxodo rural de la entidad había superado la media nacional cuya tasa de expulsión era del nueve por ciento, frente al 15 por ciento del estado. Esto es, en términos absolutos, un 25 por ciento de la población rural del estado ha debido abandonar sus localidades ante la falta de oportunidades. Si bien la migración no es un fenómeno novedoso, los motores que la promueven sí lo son. En la actualidad migrar ha dejado de ser una opción y se ha convertido en una estrategia de sobrevivencia.

Pero ¿cuál es la razón de esta situación? Entre los 40s y los 70s los gobiernos federal y estatal aplicaron programas y cuantiosos recursos para incorporar a ejidos y minifundios a las tendencias modernizadoras en la agricultura y la ganadería comerciales. Se creó un modelo de especialización productiva, fincado en una gran demanda de recursos energéticos, dependientes de inversiones crecientes, cuyas expectativas descansaban principalmente en el mercado internacional, en el caso de la cría de becerros, y en el nacional para cereales y oleaginosas. Las familias rurales sonorenses abandonaron la producción para el autoconsumo, apostándole su bienestar a los mayores ingresos que les redituaría su inserción en los mercados agropecuarios de alto dinamismo.

A la vuelta de los años el modelo mostró sus debilidades. Estas familias fueron integradas a grandes cadenas productivas, pero en el eslabón más débil, con nula capacidad de negociación y mínima apropiación del valor generado. El apuntalamiento del Estado vía subsidios, asistencia técnica, financiamientos blandos, etcétera compensó esta desventaja estructural. Bajo la lógica neoliberal, este perfil de productores se volvió disfuncional para las necesidades de reproducción del sistema agroalimentario y comenzaron a ser excluidos. Su aportación a la producción de alimentos dejó de ser relevante y su oferta fue sustituida por productos importados.

Las familias rurales especializadas en las actividades agrícolas, ubicadas en la región costera del estado, principal asiento de la agricultura comercial, resultaron ser las primeras desplazadas. Evidencia de ello la ofrece la declaración de los propios líderes campesinos al denunciar que en Sonora 80 por ciento de las tierras ejidales está rentado y son sus arrendatarios agronegocios locales y externos, los usufructuarios de apoyos gubernamentales tales como Procampo.

En el caso de las familias inmersas en la industria de la carne como proveedoras de becerros en pie, el desplazamiento ha sido paulatino pero igualmente constante y creciente. Han logrado mantenerse en la actividad complementando los escasos ingresos obtenidos de la cría de becerros con la producción y venta de quesos y la incursión de varios de sus miembros en actividades no agropecuarias. Los ingresos derivados de la cría ascienden en promedio a 20 mil pesos al año, luego de invertirle sus magros recursos económicos y naturales, además del propio trabajo familiar, durante 17 meses.

Las familias se aferran a la ganadería bovina porque, en su opinión, les representa “el único colchón para hacer frente a los imponderables y a los gastos fuertes de la casa”. Para continuar en ella acentúan la especialización productiva llevando el sacrificio de sus recursos a un grado tal que la tierra disponible y los apoyos gubernamentales se destinan íntegros a la producción de forraje, y durante el estiaje llegan a abastecer al ganado con el agua disponible para sus necesidades básicas. Estas prácticas reproducen un círculo vicioso que incrementa la degradación del ecosistema y su incapacidad para sostenerse como comunidad y proveerse de alimentos. No es casual que las zonas rurales con mayor especialización productiva sean también las que presentan mayor índice de expulsión y envejecimiento de la población, y mayor índice de masculinidad. Es decir, las mujeres encuentran todavía menores oportunidades de desarrollo local.

Las repercusiones del modelo han incidido además en el incremento de los índices de obesidad, de enfermedades cardiovasculares y de desnutrición de la población rural. La pérdida en la diversidad productiva ha modificado la dieta de la familia. Ante la falta de producción local, hortalizas, oleaginosas y cereales han sido sustituidos por alimentos altamente procesados y ricos en azúcares adquiridos en las tiendas de abarrotes de la localidad.

Por desgracia, para quienes diseñan las políticas públicas y quienes se benefician de ellas, lo que ocurre en el campo sonorense no se queda allá: se traslada con la gente a los principales centros urbanos, que resultan incapaces de ofrecer opciones a los recién llegados, sobre todo en la década pasada, debido al pobre desempeño de la economía estatal. En la ciudad, el éxodo rural se manifiesta en el engrosamiento de su cinturón de miseria, en una mayor demanda insatisfecha de servicios públicos y en la creciente presión sobre su ecosistema. La actual disputa sobre los recursos hídricos suscitada entre las dos principales urbes, Obregón y Hermosillo, constituye una claro ejemplo de este proceso. De hecho, comienzan a generalizarse las protestas sociales por el acceso al agua en un territorio cuya precipitación pluvial en promedio no supera los 250 milímetros anuales.

Así pues, ante los resultados de una estrategia para el campo sonorense que privilegió la producción a gran escala para la exportación y desestimó las aportaciones de la economía campesina al abasto local, bien vale la reconsideración de los efectos multiplicadores de una adecuada política rural en los ámbitos económico, social y ambiental.

Detener “el vaciamiento” de las poblaciones rurales sonorenses resulta un imperativo impostergable, no sólo para alcanzar los objetivos de equidad y justicia social incluidos en los planes estatales de desarrollo; también puede convertirse en la piedra angular de una estrategia que promueva el abasto interno de alimentos y ser el núcleo de una política de protección ambiental que pretenda eliminar las presiones ejercidas por las altas concentraciones urbanas en los ecosistemas receptores.

Investigadora del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo, AC [email protected]



FOTO: Wonder Lane

Claroscuros en la agricultura
de Sinaloa

  • El noroeste y el sur no están confrontados: son realidades diferentes: Mendoza Zazueta

Lourdes Edith Rudiño

"Aunque suene dramático, Sinaloa tiene en la agricultura su mayor bendición pero también su condena”, es una afirmación que hace José Antonio Mendoza Zazueta, oriundo de esa entidad del noroeste que en el imaginario social se caracteriza como “el estado de los productores ricos, de los excedentes alimentarios, el que ha sido y sigue siendo injustamente beneficiario de inversiones y subsidios públicos”.

Cuando se califica a Sinaloa por su grado de desarrollo humano, por el tamaño de su Producto Interno Bruto, por sus índices de marginación o pobreza, ocupa el lugar 17 o 18, según se analice, señala Mendoza, y eso que puede ser sorpresivo para muchos, está estrechamente vinculado a la especialización del estado en actividades primarias (agricultura y pesca), y hay un dato además muy preocupante: Sinaloa registra el más bajo salario promedio de cotización en el Seguro Social, debido a que predomina el jornal, trabajo no calificado y además estacional.

El entrevistado fue subsecretario de Desarrollo Rural durante la gestión de Francisco Labastida en la Secretaría de Agricultura en el gobierno zedillista y antes trabajó para agro-empresarios poderosos de Sinaloa (fue director de los corporativos del azucarero y ahora etanolero Jorge de la Vega y de Jesús Vizcarra, poderoso en el negocio de la carne).

Plantea: “hay que desmitificar al agro de Sinaloa”, y observar que es un estado de desarrollo económico medio; revisar la historia y ver sus ironías: “Con una infraestructura hidroagrícola muy importante, con más de 700 mil hectáreas de riego por gravedad y más de diez presas, a Sinaloa se le criticaba (a fines de los 80s) porque no sembraba granos, en particular maíz. Siendo yo delegado de Agricultura en el estado, el entonces secretario Carlos Hank, me pidió implementar un programa para producir un millón de toneladas de maíz a partir de 1991. Lo hicimos, aunque para ello pedí un precio relativo del maíz que mejorara su condición respecto de otros cultivos. Ahora Sinaloa produce cinco millones de toneladas de maíz e irónicamente los señalamientos hacia el estado son porque se lleva buena parte de los subsidios de ingreso-objetivo (para apoyar el ingreso del productor y la comercialización).

Ya antes, en los años 50s y 60s la agricultura de Sinaloa, particularmente de granos, se había beneficiado mucho de las políticas públicas. Entonces, en medio del llamado milagro mexicano (cuando éramos autosuficientes), se consideraba a los alimentos como bienes salarios, y para que los agricultores no demandaran mayores precios se subsidiaban los insumos; hubo todo un aparato institucional dispuesto para ello. “Eso permitió que las áreas de riego y comerciales, como las de Sinaloa y Sonora, tuvieran fuertes apoyos, y que la agricultura de subsistencia, que no entraba al mercado, quedara postergada.

“Pero luego, en los años 70s y 80s, los productores, temerosos de ser acusados de latifundio y acumulación de provecho, dejaron de invertir; esto impidió que el campo se integrara mejor a los mercados”.

Y si bien es cierto –agrega Mendoza– que en esos años Sinaloa llegó a tener varios molinos de arroz, aceiteras de soya, bastantes despepites de algodón, molinos de trigo, fábricas de pasta de jitomate y más, todo esto se desplomó por plagas y enfermedades de los cultivos, falta de precio, competencia de productos del extranjero y/o malas políticas públicas y no ha logrado reconstruirse. Esa integración de la agroindustria generaba un empleo más calificado; hoy, sin un impulso deliberado para darle valor a la producción primaria, lo que se observa es una actividad estacional, sin suficiente diversificación de cultivos.

Hoy la mano de obra se ocupa en el ciclo otoño/ invierno en hortalizas y caña de azúcar y menos intensamente en maíz, frijol, garbanzo y sorgo, y después viene “el tiempo muerto” y la actividad económica entera de Sinaloa decae, pues depende en gran medida del campo. A eso hay que agregar los efectos del narco: la cultura insaciada del dinero fácil, y su contribución al encarecimiento de la tierra. En Sinaloa la renta de una hectárea de maíz va de nueve mil a diez mil pesos, sobre dos mil o tres mil en el sureste o tres mil a cuatro mil pesos en zonas de riego de Jalisco”.

Esta situación deriva en algo que debería considerarse en la políticas públicas: “un ejidatario que renta su parcela, recibe 80 mil o 90 mil pesos por año, pero al no tener esquemas de ahorro que estabilicen su consumo, gasta el dinero de una tajada. Es gente que vive momentos de lotería o euforia y luego de pobreza”.

Otro de los claroscuros está en la producción de hortalizas. Desde principios del siglo pasado, inmigrantes, sobre todo japoneses y griegos, abrieron canales que derivaron agua de los ríos a los campos de producción y establecieron la tradición de la exportación hortalicera a Estados Unidos (EU) desde antes de que se construyeran las presas. Hoy los rendimientos de las hortalizas se han incrementado impresionantemente –“pasaron de 30 toneladas a 200 por hectárea”– gracias a la tecnología, pero la superficie ha disminuido. “En mis tiempos de delegado había entre 80 mil y 90 mil hectáreas de hortalizas, ahora no rebasan las 60 mil”. Ocurre que Sinaloa depende de un solo mercado, el de EU, y al ser perecederos es difícil buscarles otro destino.

Para Mendoza Zazueta, el reto de Sinaloa está en que los productores se decidan a dar valor agregado a sus cultivos y en integrar un subsector pecuario más fuerte. “En lugar de vender kilos de granos, que sean kilos de carne, queso o leche”.

El entrevistado recuerda que cuando asumió su puesto en la Subsecretaría de Desarrollo Rural en 1995, y comenzó a conocer el campo del sur-sureste, “sufrí un choque cultural tremendo. Yo venía de una agricultura altamente comercial, donde el campo daba el porcentaje mayor del ingreso de la familia rural y de repente me encontré con una agricultura de ladera, de temporal, con gran minifundio, con poco acceso a la tecnología o los insumos que pudieran elevar la productividad. Me preguntaba por qué la gente siembra en pendientes extremas, a piquete, en milpa, y cuando revisaba los costos de producción y los rendimientos, la conclusión era que no tenía sentido”.

Asesorado por expertos ruralistas, “fue como entendí la cosmovisión que hace de la milpa una cultura y una razón de ser”.

Con el conocimiento de las dos agriculturas, del noroeste y del sur, dice “soy un convencido de que la agricultura de corte campesino debe alentarse. Es un absurdo pensar que puede eliminarse; ni los españoles, que quisieron desaparecer el amaranto –por sus implicaciones religiosas– lo lograron. Y en cuanto al noroeste, a Sinaloa, sí es cierto que los apoyos para el maíz del estado son mucha lana y deben racionalizarse, pero también hay que entender que se justifican porque la cosecha del grano de Sinaloa sirve como un buffer (amortiguamiento, respaldo) ante un mal año agrícola de temporal en el centro sur. Lo que tendríamos que ver es cómo parte de esa cosecha se almacena o se transforma si es abundante, y entonces tendría que discutirse el tema del etanol, no satanizarlo.

Hay que considerar, subraya Mendoza, que las dos agriculturas no deben estar confrontadas. Cada una tiene su misión y retos. La agricultura de Sinaloa, del noroeste, es para el mercado, y la del sur-sureste es más para el consumo local, para la subsistencia familiar, para la seguridad familiar alimentaria, y es una forma de vida.