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Sobrevivientes del desierto: ejidatarios de la costa
Emma Paulina Pérez López
Manuel es un norteño
dedicado a la cría de
becerros y forma parte
de un grupo de casi
dos mil ejidatarios que tienen derechos agrarios
en una treintena de ejidos en las llanuras
semidesérticas de la Costa de Hermosillo.
Cuando contaba sólo con 16 años bajó de
su pueblo en la sierra con rumbo hacia el
litoral a trabajar, como muchos, en las pizcas
de algodón. Eso fue hace más de medio
siglo, cuando el “oro blanco” y el trigo eran
los principales cultivos en el distrito de riego
que acababa de fundarse al poniente de
Hermosillo, la capital de Sonora. Al igual
que miles de jornaleros que llegaron a estas
tierras y participaron en los desmontes,
las siembras y las cosechas de nuevas áreas
agrícolas, Manuel tuvo que movilizarse en
busca de ocupación. Así llegó a Sinaloa donde
trabajó varios años, siempre a cambio de
un jornal. Allá conoció a Elena, con quien
formó una familia. Era el tiempo en que el
Estado apostaba por la modernización agrícola,
y prometía un “desarrollo” que acabó
por beneficiar ante todo a una elite de empresarios
agrícolas.
Al regresar a la Costa, ya en la década de los
70s, Manuel buscó la manera de trabajar en
las granjas avícolas y porcícolas que había
en la región; así consiguió mejor salario que
siendo jornalero agrícola. Andando de granja
en granja, sostuvo a sus tres hijos y tuvo la
oportunidad de volverse ejidatario. Y es que
en los 70s y en los 80s, por medio de la Confederación
Nacional Campesina (CNC), se
entregaron más de 80 por ciento de las 86
mil hectáreas que hoy poseen los ejidos en la
Costa de Hermosillo.
Con repartos ejidales el Estado respondió a la demanda urgente de los trabajadores
estables al servicio de los empresarios agrícolas,
porque en muchas ocasiones había
ausencia de mano de obra para levantar las
cosechas pues los jornaleros preferían cruzar
la frontera y emplearse a cambio de dólares.
También los ejidos se fundaron para cubrir
la emergencia de dar tierra a los “sin tierra”
y mantener la esperanza, cuando las movilizaciones
campesinas surgían por todo el país
y exigían nuevamente el reparto de la tierra
y una salida a la crisis en un campo que ya
suma cuatro décadas polarizado. Tan sólo en
el sur de Sonora, con la presión campesina se
logró afectar a los propietarios al término del
sexenio echeverrista.
Sin embargo, en la Costa más de 90 por
ciento de las tierras ejidales nunca dispuso
de agua para poder cultivar, y pronto se vino
abajo el sueño de muchos ejidatarios de ser
productores agrícolas. Y aunque un grupo de
ellos se fue, otros sí se quedaron e incluso llegaron
nuevos. Según los censos recientes, hoy
viven en los ejidos más de dos mil habitantes,
y estimamos que entre ellos hay 400 familias
que tratan de sobrevivir con una actividad
productiva, principalmente pecuaria. Para
ello hacen esfuerzos enormes: cuando crece
la familia y tienen más brazos que ayuden,
tratan de generar ahorros destinados a la compra
de ganado. Los hijos salen de los ejidos en
busca de una remuneración, e incluso llegan
a arriesgar sus vidas porque cruzan la frontera
sin papeles y trabajan en Estados Unidos a
cambio de un pago en dólares. Otros cuidan
ganado ajeno y se les paga con crías.
Así, con diversas estrategias, fue como don
Manuel empezó a tener ganado propio hace tan sólo 15 años, reforzando la tradición
ganadera del campesino en Sonora. Primero
compró a La Tontona, que fue su primera
vaca, y hoy ya tiene 14, entre ellas, La Vitola,
La Suicita, La Vaguita y La Chueca. Más
de la mitad de ellas paren una cría al año
y, como siempre se ha hecho, las hembras
se reservan para hacer crecer el hato y a los
machos se les vende antes de cumplir el año.
Ni los cambios a la Ley Agraria, ni el abandono
en que el Estado dejó a los productores
del campo desde hace ya casi dos décadas,
convencen a don Manuel y a otros muchos
Manueles que deban desaparecer. Ellos no
renuncian a su derecho de asegurar su sustento
teniendo una economía propia, que les
dé autonomía.
En pleno siglo XXI estos ejidatarios persisten,
y nos hacen recordar que la esencia campesina
es la de ser productor, y que el campo
mexicano, con su contribución, puede recuperar
su función de proveedor de alimentos.
Y aunque en algunos estudios se insista que
hoy sus habitantes han dejado la actividad
agropecuaria, son muchos los campesinos de
la Costa de Hermosillo que persisten en ser
productores, sobreviviendo en el desierto.
Investigadora independiente y estudiante del doctorado
en Desarrollo Rural de la UAM-Xochimilco
Incertidumbre e inestabilidad, marca de los jornaleros agrícolas de Sonora
Juan Luis Sariego Rodríguez
Los trabajadores del
campo de Sonora
conforman un proletariado
numeroso,
complejo y en buena medida desconocido.
De los casi de cuatro millones de jornaleros
agrícolas que hay en México, se estima que
en Sonora llegan a residir hasta cerca de 80
mil, dispersos en regiones como la Costa de
Hermosillo, la zona de Guaymas-Empalme,
el área de Caborca y la micro-región
de Pesqueira-Zamora cercana a Hermosillo.
La mayoría son migrantes provenientes
de Guerrero, Oaxaca, Veracruz y Puebla.
Abundan los indígenas nahuatls, triquis,
mixes y zapotecos, pero también hay contingentes
mayos y yaquis, así como campesinos
mestizos de diferentes regiones. Muchos de
ellos viven hacinados dentro de los campos,
en galerones y viviendas precarias propiedad
de los empresarios y sólo unos pocos residen
en ejidos y poblados cercanos.
A partir de un estudio realizado entre
2000 y 2004 (Los jornaleros agrícolas, productores
invisibles de riqueza. Nuevos procesos
migratorios en el noroeste de México,
coordinado por María Isabel Ortega, Pedro
Alejandro Castañeda y Juan Luis Sariego
y editado por CIAD-Plaza y Valdés,
en 2007), podemos señalar que casi 90
por ciento de los jornaleros agrícolas que
trabajan en Sonora son migrantes y entre
ellos existen dos perfiles, dependientes del
tipo de cultivo en el que son contratados.
El primer perfil lo conforman jornaleros
mayoritariamente indígenas, originarios
de Guerrero. Oaxaca, Veracruz y Puebla y
son empleados por tres meses en campos de
hortalizas. Este proletariado se emplea en familia,
incluyendo los menores de edad, y los
campos agrícolas donde laboran son los que
reúnen las condiciones laborales más precarias
en términos de salarios, trabajo infantil,
vivienda, servicios sanitarios, educación y
salud. Pareciera pues existir una segmentación
del mercado laboral y una correlación
entre los niveles de calificación requeridos
para cada tipo de cultivo y los perfiles étnicos
y socio-laborales de los jornaleros. Todo
ello se expresa en una tendencia a que la demanda
se ajuste a las condiciones sociales de
la oferta de trabajo. Así, este mercado laboral
indiscriminado y abierto al que se accede sin
mayores requisitos permite al jornalero y a
los miembros de su unidad doméstica adaptarse
a los requerimientos y ritmos del trabajo
aunque sea en detrimento de sus niveles
de bienestar social.
Estos jornaleros viven en condiciones precarias:
hacinamiento en galerones y viviendas
de lámina o de cartón, pisos de tierra,
falta de ventilación, defecación al aire libre,
fogones de leña improvisados para cocinar,
escasas y contaminadas fuentes de agua,
carencia de sistemas de recolección de la
basura, lejanía con los centros de salud y
ausencia de servicios de educación y salud.
El segundo tipo de jornalero agrícola
migrante es el de los campos de cultivos
de exportación asociados a estrictos controles
sanitarios internacionales, como la
uva de mesa. Ahí, los dueños emplean
trabajadores jóvenes, mestizos y sin familia,
sobre todo de los estados de Puebla,
Veracruz, Michoacán, Sinaloa y Sonora,
aunque también contingentes indígenas.
Los salarios y las condiciones laborales
y de vida son mejores que en los demás
campos, pues los procesos de trabajo están
más tecnificados y calificados, pero,
además, porque las regulaciones internacionales
en materia de inocuidad alimentaria
exigen al propietario mantener
ciertos estándares de seguridad e higiene,
lo que le lleva a estabilizar su mercado
laboral. En contraste con los campos
hortícolas, los ritmos y requerimientos de
productividad son aquí más estrictos y la
demanda de trabajadores tiende a condicionar
el perfil socio-laboral típicamente
proletarizado del jornalero.
Estos campos agrícolas se caracterizan por
contar con viviendas de ladrillo y techos de
lámina, módulos sanitarios, comedores colectivos
higiénicos, tiendas Diconsa, sistemas
de agua tratada y entubada, formas organizadas
de recolección y procesamiento
de la basura, escuelas de nivel pre-escolar
y primario, módulos de atención social o
enfermería y espacios deportivos.
Más allá de estos contrastes, el mercado
laboral de esta agricultura moderna sonorense
se caracteriza, antes que nada, por su
inestabilidad, inseguridad e incertidumbre.
Quienes pretenden acceder a esta ocupación
enfrentan múltiples obstáculos estructurales
para ubicarse en los lugares y tiempos
precisos, allá donde la oferta de empleo
se ajuste a sus niveles de calificación, a sus
expectativas salariales y condiciones familiares.
Por su parte, los empleadores compiten
entre sí para poder allegarse, en tiempo,
volumen y nivel de competencia requeridos,
la mano de obra necesaria.
Sin duda es esta inestabilidad e incertidumbre
la que explica el papel primordial que
juegan los intermediarios laborales. Se trata
de personas que reclutan en los lugares
de origen a los jornaleros, organizan y coordinan
el trabajo de sus cuadrillas en los surcos.
Esto les otorga una posición estratégica
en el regateo de las tarifas del destajo y en
la negociación de las condiciones laborales.
Además asumen una posición de liderazgo
y representación de sus paisanos quienes
muchas veces desconocen la situación del
mercado laboral al que ingresan.
ENAH Unidad Chihuahua |
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FOTO: Dirección General de Culturas Populares |
Los pescadores Cucapá
Julieta Valle
La población indígena originaria
de la Península de
Baja California fue diezmada
durante los siglos
XIX y XX. Hoy en día sobreviven cinco grupos
que forman parte de la familia yumana y
se encuentran asentados en pequeñas localidades
de los municipios de Mexicali y Ensenada.
Los cucapá, quienes se encuentran en
vías de extinción lingüística, habitan mayoritariamente
en la comunidad del El Mayor y
dispersos en otros ejidos próximos a Mexicali
y la frontera con el estado de Sonora.
El 19 de mayo dos indígenas pertenecientes a
esta etnia fueron detenidos en una playa por el
Ejército Mexicano, acusados de capturar ilegalmente
una totoaba, pez endémico del Mar de
Cortés. La especie se encuentra protegida, junto
con otras más, de la amenaza que representa
para su supervivencia la pesca indiscriminada.
Los acusados alegaron que la captura había
sido accidental, pero aun así fueron víctimas
de tratos vejatorios por parte de los militares
que los aprehendieron; de manera expedita
recibieron auto de formal prisión. La noticia
de que la ley había caído sobre ellos se difundió
rápidamente y de inmediato la opinión
pública nacional e internacional se volcó
mayoritariamente para defenderlos. Se ejerció
una presión efectiva que desembocó en
la liberación de ambos luego de casi un mes
de su detención. Y aunque el episodio ha caído
en el olvido, vale la pena abundar sobre
algunas de las cuestiones que estuvieron implicadas
y que resurgirán una y otra vez, no
siempre con desenlaces justos o felices.
Ciertamente, la pesca es una de las actividades
humanas que tiene un mayor y más irreversible
impacto sobre los ecosistemas marinos,
y es loable que el gobierno mexicano
haya contraído compromisos internacionales
vectores de normas rígidas contra la captura
desordenada de especies marinas, así como
de sanciones severas a los transgresores. Sin
embargo, la normatividad existente pasa por
alto factores de crucial importancia.
Una política ambiental basada en el establecimiento
a rajatabla de vedas o prohibiciones
resulta insuficiente, además de
que favorece actividades clandestinas, estimuladas
por el aumento exponencial de la
demanda de bienes escasos o exóticos. Pero
no sólo eso, también es explícitamente indiferente
ante algunos factores de carácter
social que están involucrados. Nos referimos
a la tensión entre determinadas actividades
productivas tradicionales de numerosos grupos
indígenas y la legítima obligación del
Estado por garantizar el interés superior de
la nación por proteger el patrimonio natural.
En definitiva, el escenario es complejo
y requiere de análisis serios. Pero además, es
imposible dejar de mencionar que las mismas
obligaciones que asume la Federación
bajo el esquema de “cero tolerancia” con
los pescadores artesanales, son letra muerta
cuando se trata de regular la actividad de las
grandes empresas.
El deterioro de los mares y sistemas lagunares,
así como la caída de las poblaciones de numerosas
especies dependen de un conjunto de factores
que inciden en la afectación a los manglares,
arrecifes y litorales; la pesca es apenas uno
de ellos y no siempre el de mayor peso. Las autoridades
ambientales lo saben, y sin embargo callan
cuando salen a la luz pública denuncias en
contra de las cadenas hoteleras y empresas de
transporte y recreación que depredan y destruyen
impunemente el medio ambiente marino.
En el caso que nos interesa, esta situación ha
permitido que el Mar de Cortés se encuentre
seriamente amenazado por el tránsito de yates
y por la desalinización de aguas, al servicio del
gran turismo. Y aunque la pesca no puede calificarse
como inocua, difícilmente se sostiene
una regulación implacable relativa a la captura
de las especies amenazadas mientras se pasa
por alto el impacto ambiental de otras actividades.
Nos referimos sobre todo al crecimiento
desordenado de los servicios de hospedaje a
lo largo de la franja costera, la proliferación de
vertederos de aguas negras, la contaminación
provocada por derivados del petróleo, las obras
de reestructuración de playas y acantilados y
el tránsito continuo de embarcaciones dentro
de los límites de los santuarios de especies vulnerables
como la ballena gris.
Por otro lado, la reticencia del Estado mexicano
a establecer el cuerpo legislativo mediante
el cual se materialice la ya legendaria firma del
convenio 169 de la Organización Internacional
del Trabajo enfrenta situaciones paradójicas
como ésta. Existe un reconocimiento difuso
de los derechos territoriales de los pueblos originarios,
pero no se ha formalizado normatividad
alguna que los haga valer. En el caso de los
cucapá, su milenaria tradición pesquera, que
debería implicar algún tipo de derecho territorial
sobre las aguas del delta del Río Colorado y
las del norte del Golfo de Baja California, se ha
topado con regulaciones que, amparadas por
un sedicente compromiso ecologista, criminalizan
la actividad económica que da sustento
material e identitario a sus poblaciones.
Este caso demuestra una vez más la urgencia
de una legislación que recoja las demandas
históricas de los pueblos indios al pleno disfrute
de sus territorios, acceso a la justicia y
defensa de su cultura.
ENAH-INAH
FOTO: Larry & Teddy |
A la orilla de la exclusión
Embates a la pesca ribereña
en bahía de kino
Karla Cruz-González
y Sofía I. Medellín
Hace 50 años Bahía de
Kino era una comunidad
pesquera que apenas
rebasaba los cien
habitantes. Ubicada en un lugar privilegiado
por su acceso a las Grandes Islas del Golfo de
California, ha sido tradicionalmente un polo
de atracción debido a su intensa y productiva
actividad pesquera.
Por oleadas, han llegado cientos de familias
desde Sinaloa, Chihuahua, las dos Baja California,
Jalisco, Hidalgo, Durango, Aguascalientes,
Veracruz y Chiapas, que actualmente
componen la población de alrededor de cinco
mil habitantes, en muchos casos arrojados
de los campos agrícolas en épocas de crisis,
que ante la falta de alternativas económicas,
han hecho de la pesca ribereña sustento y
modo de vida. Sin embargo, la extraordinaria
riqueza natural del Golfo de California poco
a poco se agota, producto de la sobreexplotación
que impacta toda actividad pesquera.
El declive de la pesca en Kino ha ocasionado,
entre otras cosas, un incremento de
rivalidades por zonas y especies de pesca entre
pescadores “kineños” y los llamados “fuereños”,
es decir, pescadores de otras localidades
que se trasladan a la costa de Kino. Si
bien no es un problema nuevo, en las décadas
recientes se ha incrementado: “Siempre
ha habido este conflicto, desde hace mucho
tiempo, pero no se preocupaban tanto porque
había mucho producto, pero desde los
90s, ya empezó más fuerte”, dice un pescador
de la comunidad.
Entre los muchos intentos por defender su territorio,
en 2006 los pescadores tomaron las
oficinas de la Secretaría de Pesca, a fin de
ejercer presión para el cumplimiento de la
ley marítima, y así respetar el límite permitido
de embarcaciones por zona, exigiendo sacar
de Kino a los pescadores de otras comunidades.
Pero no se logró una solución. Otra
propuesta que los pescadores han impulsado
en varias ocasiones es la implementación de
una zona de exclusividad pesquera que restrinja
el acceso a pescadores “fuereños”, tal
como detentan sus vecinos seris (comcáac)
en el Canal del Infiernillo. Los pescadores
argumentan que además de garantizar un
espacio de trabajo, se fomentaría el cuidado
y buen manejo de los recursos.
Los opositores a esta propuesta son los llamados
“dueños” de cooperativas y permisionarios,
intermediarios que cuentan con
permisos y equipos de pesca que, coludidos
con las autoridades, son quienes contratan a
pescadores de otras comunidades. “Los permisionarios
traen gente de fuera y no dan
oportunidad a los de Kino, sobre todo porque
dicen que somos muy problemáticos, pero
claro, es más fácil que se aprovechen de los
de afuera porque están en desventaja, fuera
de sus casas y su territorio”.
Por otro lado, la pesca industrial, representada
principalmente por barcos de arrastre
camaroneros y sardineros, también implica
una competencia que pone en desventaja
a los ribereños, principalmente porque los
barcos rebasan los límites de su área de captura
y por los grandes volúmenes de pesca
incidental que extraen. Es decir, especies en
edad temprana que podrían ser aprovechadas
por la flota ribereña si llegaran a alcanzar
una talla comercial.
A su vez, Bahía de Kino está considerada
como un punto estratégico más del megaproyecto
turístico Escalera Náutica. La regionalización
de las zonas turísticas descritas
en el Programa Municipal de Desarrollo Urbano
y Turístico no ha tomado en cuenta las
necesidades y aspiraciones de la población.
Algunas zonas con condiciones físico-bióticas
adecuadas para la reproducción de especies
marinas y el aprovechamiento de ciertas
pesquerías, como los linderos acuáticos de la
Isla Alcatraz o el Estero Santa Cruz, se han
convertido progresivamente en arenas de
conflicto territorial entre el sector ribereño
y operadoras turísticas.
Son múltiples los actores con los que cotidianamente
se enfrentan los pescadores ribereños
y pocas las alternativas que ofrecen
las políticas y dinámicas locales. La supuesta
lucha por el cuidado del medio ambiente y el
bienestar social se ve muy limitada en tanto
sigue prevaleciendo el desarrollo de capitales
privados que no consideran al sector ribereño
y que incluso promueven su desaparición.
Para los “kineños” la exclusión es mayor por
su condición no indígena que, al menos en
esta parte de Sonora, reconoció privilegios a
unos y despojó a muchos otros del control de
sus recursos naturales, así como de la posibilidad
de regular localmente el acceso a los
mismos.
Centro de Investigación y Capacitación
Rural, AC (CEDICAR)
FOTO: Garret Voight |
El agua en sonora
¿derecho o negocio?
Carlos Cortez Ruiz
Hace unos días la Asamblea
General de las Naciones
Unidas aprobó
una resolución que reconoce
al agua potable como un “derecho humano
básico”. Pero la posibilidad real de avanzar
en la garantía de ese derecho está limitada
por la oposición de los poderes mundiales y las
corporaciones que consideran el agua como
un bien con el cual se puede hacer negocio.
En el caso de México la resolución es fundamental
en la medida que se ha venido
imponiendo el interés de lucro o las “oportunidades
de negocio” en las decisiones relativas
al agua, mientras amplios sectores de
la población no tienen asegurado el acceso
al vital líquido. El tema es particularmente
importante en el noroeste del país, donde es
serio el problema de la disponibilidad y el acceso
al agua potable y donde el modelo con
que se pretende resolver la situación parece
no considerar el derecho humano básico.
Sonora se ha enfrentado desde mediados de
los 80s a una severa sequía que ha generado
la aplicación de programas de racionamiento.
En 2004 el sistema estatal de presas contaba
con sólo nueve por ciento de su capacidad y,
según la Comisión de Agua Potable y Alcantarillado
del estado, 32 municipios enfrentaban
serios problemas de abastecimiento. Ya
desde entonces se alertaba sobre la insuficiente
cobertura de los sistemas hidráulicos en las
principales ciudades y de la urgencia de crear
infraestructura hidráulica para enfrentar los
problemas de desabasto. En 2005 se anunciaron
programas de restitución de fuentes de
captación en 29 municipios, mediante acciones
de exploración geofísica, construcción y
reequipamiento de fuentes de captación, rehabilitación
y profundización de pozos, entre
otras obras. Sin embargo, las acciones de restitución
no fueron suficientes y para febrero del
presente año las ciudades del centro y noroeste
del estado enfrentaron la peor emergencia
de su historia por desabasto de agua potable.
El 25 de enero pasado el gobernador Guillermo
Padrés alertó a la población sobre la gravedad
del problema y anunció la decisión de
tramitar la declaración de emergencia ante
la Secretaría de Gobernación por el desabasto
de agua. Acusó a los anteriores gobiernos
priístas de no haber realizado inversiones
suficientes para solucionar el problema, particularmente
grave en Hermosillo, Nogales,
Puerto Peñasco, Guaymas y Navojoa. Unos
meses después, las autoridades estatales y federales
presentaron el Plan Integral para el
Abasto de Agua en Sonora, que prevé solucionar
la escasez con la construcción de tres
presas, canales y otras obras que conectarían
presas de los ríos Mayo y Yaqui con Hermosillo.
Incluye la propuesta de construir plantas
desaladoras de agua de mar, para el abasto de
Guaymas y Puerto Peñasco.
El 28 de julio la Comisión Nacional del Agua
(Conagua) firmó un convenio con el gobierno
del estado y anunció que le otorgaría a
éste asesoría técnica y apoyo financiero para
las obras hidráulicas consideradas en el programa
Sonora Sí. Las obras (nuevas presas,
una desaladora y tres acueductos) requieren
una inversión superior a los 11 mil 800 millones
de pesos, y se utilizarán recursos del fondo
de infraestructura, de la iniciativa privada
y de programas de la Conagua. Aunque no
hay información sobre la participación de los
privados, se considera un esquema de “diseño,
construcción, operación y transferencia”
por un periodo de 20 años, como se aplica
en otras obras de este tipo promovidas por
la Conagua. Esto significa que los proyectos
deberán ser “rentables” para beneficio de los
inversionistas privados participantes.
Las principales obras anunciadas implicarán
inversiones de cuatro mil millones de
pesos. Destaca el acueducto Independencia,
que requiere una inversión de tres mil 800
millones de pesos y tiene como objetivo conducir
agua de la presa El Novillo a la ciudad
de Hermosillo para garantizar agua a 800
mil habitantes. También se anunció el financiamiento
y apoyo técnico para el proyecto
de la planta desalinizadora que abastecerá
a los municipios Guaymas y Empalme. Las
obras incluyen la presa Pilares, a construirse
en la parte alta de la cuenca del Río Mayo,
y del acueducto Revolución, que requiere
unos 80 millones de pesos y abastecerá a los
municipios de Álamos, Navojoa, Etchojoa y
Huatabampo.
El director de la Conagua entregó al gobernador
dos títulos de asignación de derechos
de agua por casi 52 millones de metros cúbicos
que serán conducidos por el acueducto
Independencia y aseguró que no se tocará
una sola gota de agua concesionada al distrito
41 del Valle del Yaqui. Además de los
52 millones de metros cúbicos, en trámite
de cesión, para el acueducto Independencia,
están en negociaciones el resto de los
70 millones que se necesitan en total para
que el sistema entre en operación en abril
de 2012, informó la Comisión Estatal del
Agua (CEA).
Si bien junto con el convenio firmado se
anunció que habría convocatorias para las licitaciones
de los acueductos Independencia
y Revolución así como para la presa en Nacozari,
hasta el 11 de agosto no se habían dado
a conocer. Estas obras no están consideradas
en el Programa Nacional de Infraestructura
2007-2012. Entre los denominados proyectos
estratégicos de la Conagua no existe tampoco
referencia alguna a los acueductos y sólo
se menciona la propuesta de construcción
de una desaladora en Guaymas, con una inversión
de 850 millones de pesos y una capacidad
de 500 litros por segundo. Asimismo,
están pendientes los derechos de vía y los
estudios de impacto ambiental.
Desde sus orígenes, el plan Sonora Sí generó
división. Se oponen a él diversos sectores
políticos y sociales, algunos de ellos agrupados
en el Movimiento Ciudadano por el
Agua (MCA). Entre los opositores se encuentran
productores agrícolas y empresarios del
sur del estado; diputados locales y federales
priístas; inclusive el senador panista Javier
Castelo y el ex candidato a gobernador de
ese partido Adalberto Rosas. Destaca la oposición
de autoridades de la tribu yaqui.
Al darse a conocer que iniciaría la licitación
del acueducto Independencia, los opositores
se manifestaron y presentaron demandas
en los tribunales, con el objetivo de evitar
el trasvase del agua de la presa El Novillo.
Su argumento es que esta obra afectaría la
disponibilidad del recurso en el Valle del
Yaqui y el desarrollo de la economía del sur
del estado. El MCA plantea como alternativa
la construcción de una planta desaladora de
agua de mar para abastecer a la capital, que
requeriría una inversión 30 por ciento inferior.
Los opositores consideran que es sólo
mediático el anuncio oficial de que iniciarán
las obras de Sonora Sí, pues la ley impide
trasvasar agua de una cuenca a otra o cambiar
el uso de la misma. Miembros del MCA
entregaron al Congreso local una petición
en contra del acueducto El Novillo-Hermosillo.
Asimismo, el gobierno enfrentará dificultades
para que el Congreso apruebe los
créditos o las reasignaciones presupuestales
que necesita para concretar el proyecto.
Hasta principios de agosto, el gobierno del
estado no había informado al Congreso local
de las obras contenidas en el proyecto Sonora
Sí, ni había hecho pública información
donde demuestre que éstas representan la
mejor alternativa para el suministro de agua
a Hermosillo.
La tribu yaqui es de las que se percibe de
las más afectadas por el acueducto. Con base
en decretos presidenciales emitidos a mediados
del siglo XX, debería recibir 50 por ciento
del agua para riego de la presa El Novillo,
pero recibe solamente 15 por ciento. En reunión
con el gobernador en mayo pasado, las
autoridades tradicionales de la tribu hicieron
una defensa del agua que les corresponde y
solicitaron que se defina bien el decreto del
general Lázaro Cárdenas respecto a a los
volúmenes de la presa La Angostura y de los
escurrimientos del Río Yaqui que les pertenecen.
Demandaron también el cumplimiento
del decreto que los dotaría de más agua para
ampliar sus siembras mediante la creación
del distrito de riego de la Tribu Yaqui.
Aunque en el encuentro nunca se mencionó
que la etnia cedería parte de su agua para
abastecer a Hermosillo, parece imposible
que el gobierno estatal convenza a la tribu
de vender parte de su agua o “sus excedentes”,
dejando de lado las demandas y la historia
de resistencia de estos indígenas frente
a los intentos de despojo de sus recursos. En
los primeros días de agosto, las autoridades
tradicionales de los pueblos yaquis de Vícam
y Pótam interpusieron recursos legales ante
el Tribunal Unitario Agrario 35 de Ciudad
Obregón contra el gobierno del estado y la
Conagua, para tratar de frenar la construcción
del acueducto de El Novillo-Hermosillo,
coincidiendo con la lucha del MCA
contra ese proyecto. En la demanda exigen
que ambas partes se abstengan de celebrar
cualquier convenio o licitar cualquier obra
que tenga como objetivo extraer agua de la
cuenca del Río Yaqui. Solicitaron al tribunal
agrario que les restituyan 50 por ciento de las
aguas de la cuenca del Río Yaqui.
Además demandaron que se emita una medida
cautelar urgente y precautoria de aseguramiento
para que tanto la Conagua como
el gobierno estatal se abstengan de emitir,
suscribir o establecer cualquier acto o decreto
en el que se involucren volúmenes o
derechos de agua de la cuenca del Río Yaqui.
Estas demandas yaquis reducen la viabilidad
del plan Sonora Sí. Aunque el tribunal
agrario rechazara atender la demanda con el
argumento de que el tema no es de su competencia,
es evidente que los yaquis están
dispuestos a acudir a instancias legales para
exigir sus derechos.
La Conagua y el gobierno estatal han advertido
que no cederán ante la oposición.
Consideran que ésta defiende intereses
“partidistas”. “No vamos a claudicar, ni nos
vamos a amedrentar: Vamos para adelante”,
advirtió Padrés a los detractores del acueducto.
Lo cierto es que precisamente la forma
en que se han hecho las cosas hace pensar
en la existencia de intereses particulares, no
revelados por la falta de transparencia que ha
caracterizado al Sonora Sí.
Quizá la situación permita abrir un debate
sobre la compleja problemática del agua en
Sonora, y así que todos los agentes involucrados
en el asunto definan de manera transparente
cuáles son las obras más adecuadas,
pensando en el largo plazo y en modelos que
ayuden a garantizar el manejo sustentable
del recurso y el derecho humano al agua potable
para toda la población.
Posgrado en Desarrollo Rural, UAM-X
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