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Zoila Reyes Hernández Resumen: luego de tres deportaciones, el corredor me propone atravesar la frontera por una ruta de narcotrafi cantes. Acepté. Ya en el borde mexicano, me juntaron con otras mujeres que también querían brincar la línea
Cruzamos la única brecha que divide a México de Estados Unidos, todo tranquilo y sin problema; en menos de cinco minutos estuve en Nuevo México. Llegamos a la tabiquera que nos habían indicado y para disimular pregunté dónde estaban los baños. Nos metimos al baño pero no podíamos quedarnos mucho tiempo porque nos dábamos a sospechar, fuimos en busca del restaurante que nos habían dicho pero no había nada, salimos de las oficinas dizque esperando a nuestros esposos. El administrador nos advirtió que si nos veía el dueño nos iba a reportar. Así estuvimos con el Jesús en la boca y pasaron como 20 minutos. El raitero nunca pasó por nosotras, en cambio llegaron dos patrullas fronterizas. Mi compañera corrió, quería burlar a la migra regresándose por donde cruzamos, a mí no me dio tiempo, dejé que me agarraran. “¿Qué haces aquí?”, me dijo un oficial. Nos perdimos –le dije– caminamos y no nos dimos cuenta de que ya no estábamos en territorio mexicano. “Súbete”. Mi corazón me dio un vuelco, sabía que nada me salvaba de la cárcel pero tampoco podía decir “si hubiera”, porque eso no existe y no vale la pena lamentarse. Era demasiado tarde para arrepentirme y tenía que asumir las consecuencias. Pensé que nada más a mí me habían agarrado pero los oficiales buscaron a las otras hasta debajo de las piedras y dieron con ellas. Yo estaba muy nerviosa porque llevaba un pasaporte falso, pero en este intento corrí con suerte porque me encerraron en una celda sin esculcarme y pude despedazar el papel y echarlo al baño, con eso me sentí más aliviada. Fui la primera en declarar. Ordenaron que me quitara los zapatos y voltearon mi chamarra al revés y al derecho, me quitaron el suéter. Me despojaban de mis pertenencias para echarlas al bote de basura, decían que podría reclamarlas el abogado. Me encerraron en una celda que decía: “Exclusivo para criminales”. Yo les dije a los oficiales: “No soy criminal, mi único delito es querer trabajar, hacer el trabajo que no pueden hacer ustedes. Estoy segura que usted y varios de los que trabajan aquí son de ascendencia mexicana, ¿por qué nos tratan así?”. El oficial me preguntó si iba a querer un abogado. Yo le dije: “No tengo dinero”. Él me dijo: “No te preocupes, te pondrán un abogado de oficio”. Le pregunté cuánto tiempo sería mi castigo. “No lo sé, ¿tienes hambre?”. “Lo que más tengo es sed”, contesté. “No estés triste, no te va a pasar nada”. Como a los diez minutos me llevó tres jugos de manzana y tres barras de chocolate con granola. Al quedarme sola recé una oración a mi Dios para pedirle por mi familia que estaba en Oaxaca, por mis hijas que estaban en Denver y por mis hijos Joel y Miguel que están en el estado de Florida. Ellos no tendrían noticias de mí mientras estuviera encerrada. En eso estaba cuando me llevaron a firmar mi traslado a la cárcel. Al regresar a la celda sentí un frío que jamás había sentido, una sensación de vacío en mi alma porque no sabía qué me esperaba en aquel sitio, nunca imaginé que me vería en esa situación, nunca había tenido miedo. Es una injusticia que manden a la gente al encierro. El sueño y el cansancio me vencieron, me recosté en una banca para dormitar pero al rato se abrió la puerta de la celda y el oficial me dijo: “Ya te vas, pon las manos”. Por segunda vez en mi vida me pusieron las esposas: una por defender a mi pueblo y ahora por tener un sueño, una ilusión. Eran como las 11 de la noche. Me subieron a una patrulla para trasladarme a la migración de Nuevo México, el oficial puso la calefacción tan alta que casi me ahogaba de calor. Llegamos al cabo de una hora y otros oficiales me pusieron una pulsera roja que significaba “criminal”, me quitaron las esposas y me encerraron en una celda. Al entrar vi a una mujer con los ojos muy rojos, creí que era una drogadicta. “Buenas noches”, le dije, pero apenas me miró. Yo pensé: “Sólo falta que se levante y me apriete el cuello y me ahorque”. Ella estaba bocabajo en una banca de fierro. Vi que en su mano tenía el documento de traslado a la cárcel, eso me alivió moralmente y pensé: “Ya somos dos para ayudarnos, ya no va a ser tan pesado”. Se sentó y me di cuenta que tenía los ojos rojos de tanto llorar y que para ella también fue un consuelo que yo llegara. Me dijo: “Tengo mucha hambre y sed”, yo saqué una barra de chocolate y se la ofrecí diciéndole: “No te preocupes, cuando venga un oficial le pedimos agua”. Se llamaba Eva María y era de Michoacán, la habían detenido en los cruces de Nuevo México. Intercambiamos nuestras experiencias y al acercarse un oficial le dije que teníamos hambre y sed y frío. “Ok” –dijo– y volvió con unos jugos y chocolates y con dos cobijas. Le dije a Eva: “Vamos a dormir, en esta colchoneta cabemos las dos. Aprovechemos el tiempo porque no sabemos qué nos espera en las próximas horas”. Ella se arrimó a mí, se sentía muy indefensa. El sueño nos venció y como en dos horas las puertas se abrieron y el oficial dijo: “Prepárense porque ya se van”. Mi corazón palpitaba mas rápido que de costumbre. “¡Caminen!”, ordenaba el oficial. Al salir de la migración nos esperaba una patrulla. Éramos dos mujeres y nueve hombres. Algunos de ellos traían la ropa totalmente mojada, temblaban de frío, les gritaban a los oficiales que quitaran el clima frío porque estábamos como en el refrigerador. Por más que les tocaron no los escucharon, el recorrido fue como de hora y media. Nos dimos cuenta de que habíamos llegado a la cárcel porque la entrada decía Prisión de Otero Chaparral, Nuevo México. Era una cárcel muy grande con el contorno encorralado con una malla de acero, en lo alto tenía un alambre tipo púa con puntas peligrosas. Al abrirse la entrada a control remoto avanzó la patrulla y una vez más le dije a Dios: “Que se haga tu voluntad”. Se abrió la última entrada y nos dijeron: “Bájense”. Al frente teníamos un pasillo con muchas rejas de acero y muchos oficiales. Eran como las cuatro y media de la mañana cuando la oficial abrió la celda, había una litera, dos camas y un baño. Nos dijo altanera y prepotente: “Aquí se esperan”. A la media hora entró con unos uniformes color verde militar y me dijo: “A ver señora, se va a bañar, pronto, salga, sígame”. Me llevó a una regadera: “Quítese la ropa”. Me quité la blusa y el pantalón pero no quería quitarme la ropa interior. “Quítesela o se la quito yo. Pronto, métase a la regadera, báñese bien y échese bastante champú para despiojarse”. Yo le dije que no traía piojos. “¡Cállese!”. Quise o no, me quité la ropa. Todo fue en cinco minutos. Me entregó una toalla y ropa. “Cámbiese rápido –me dijo– porque viene la otra”. Juro que el agua estaba helada pero eso no era lo peor, para mí fue humillante que nos bañaran en presencia de la oficial. No hubo privacidad y yo pensaba: “Váyanse a la fregada. ¿Querían verme? ¡Pues véanme!”. Cuando Eva María volvió de su baño titiritaba y decía: “¡Son unos hijos de la chingada!, me obligaron a desnudarme frente a la oficial. Éstos piensan que venimos piojosas, de tanto champú me arden los ojos”. Los traía rojos como si le hubiera caído sangre. Como a los diez minutos entró la celadora con dos cojines de manta blanca, en ellos traía un papel higiénico, un rastrillo, un paquete de toallas sanitarias, dos sábanas, un champú pequeño, un minicepillo de dientes y otro para peinarnos, playeras, una muda de ropa interior y otro uniforme. Eran como las cinco de la mañana cuando nos llevaron un platón con tres porciones: leche, cereal y huevo. El hambre es canija y las dos teníamos mucha. Mientras desayunábamos escuchamos ruido de cadenas pesadas que se arrastraban, por un espacio pequeño vi que varios hombres tenían cadenas en los pies, esposas en las manos y cadenas con candado alrededor de la cintura. Le dije a Eva: “Los están sacando encadenados”. Se levantó para mirar mejor y temblando dijo: “¡Dios santo!, ¿eso nos van hacer?”. La depresión la dominaba. A las seis de la mañana llegaron como diez mujeres y nos preguntaron: “¿Acaban de llegar? No se preocupen, pronto se van de aquí”. La celadora entró con un montón de cadenas y esposas que les fue poniendo. Eva se quedó mirando como hipnotizada, con horror y angustia. Yo les pregunté por qué las encadenaban. “Porque vamos a ir a la Corte”. Las mujeres salieron y los hombres también, el ruido de las cadenas se perdía por el pasillo. Nosotras seguimos en la celda fría sin decir palabra, la puerta se abrió nuevamente y entraron ocho mujeres. Eva estaba sufriendo una depresión muy fuerte y una de ellas le dijo: “¿Quieres que oremos?”. Sí, dijo Eva. En el suelo la compañera empezó a orar pidiendo por nosotras y dijo: “Suelten toda la angustia en las manos de Dios”. Eva se puso a llorar, casi gritaba, fue tanta la angustia que no podía hablar, así como 15 minutos. A todas nos rodaron las lágrimas. Cuando Eva pudo levantarse todo cambió, sonrió diciendo: “Que sea lo que Dios quiera”, parecía que tenía confianza en sí misma. Las ocho mujeres estaban alegres porque su condena había terminado. “¡Por fin a casa!”, decían al recibir sus pertenencias, rápidamente se cambiaron, entregaron los uniformes a la celadora y la migra entró por ellas. El tiempo pasaba lentamente y el silencio nos ahogaba en esa celda fría, una y otra nos preguntábamos a qué horas vendrían por nosotras. Esperamos hasta las cuatro de la tarde. Abrieron la celda, tomamos nuestras bolsas blancas y caminamos con las manos hacia atrás. De pasillo en pasillo nos recibían diferentes celadores, las puertas estaban hermetizadas a control remoto y al final llegamos al Tanque Alfa. Mi número de presa era WA33. Al abrirse la puerta hermética del Tanque recorrí con la mirada todo el espacio, el color azul de los muebles, pero sobre todo el color verde militar que adornaba a todas aquellas mujeres de semblante pálido y triste. Vi a una güerita con la que me había topado en mi segundo intento, el destino nos juntaba una vez más. Yo trataba de encontrar la litera WA33. Eran las cinco de la tarde y las mujeres empezaron a hacer fila para la cena, una de ellas nos dijo: “Prepárense con la camisa bien fajada y el gafete visible”. Salimos en silencio rumbo al comedor con las manos atrás sin mirar a ningún lado. Al llegar al comedor se veía más bonito el color verde militar, las mesas estaban llenas de mujeres de tez morena clara y en la fila aún esperaban otras, todas vestidas de verde. La oficial dijo: “Apúrense mujeres porque vienen más”. En menos de diez minutos tuvimos que tragar entero, no había tiempo para masticar, al terminar salimos con las manos atrás y en silencio volvimos al Tanque. Tratamos de dormir temprano para olvidar un poco la realidad pero la charla de las mujeres no nos dejaba. En la madrugada lo logramos; poco después, a las cuatro de la mañana el grito de la oficial nos despertó: “¡32 y 33!”. Nos levantamos rápido y nos dimos un baño. A gritos, la celadora nos recordaba que teníamos que estar en primera fila porque nos tocaba ir a la Primera Corte. (Continuará...) Escritora indígena de la Mixteca oaxaqueña. El texto original ha sido editado por Gisela Espinosa Damián (UAM-Xochimilco) |