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El último suspiro del Conquistador / L

L

legó a él la idea de que aquella situación horrenda había terminado y que había vuelto a la neblina apacible de la nada. En algún momento había dejado de habitar la vergüenza de un cuerpo ajeno y odioso y se había producido una especie de regreso a la muerte, que era como la conjunción, en un mismo instante, de todos los instantes de la vida, la fusión de todos los colores y sabores y sensaciones y recuerdos en un vapor único e informe en el que naufragaban las intensidades. Pero entonces la rabia líquida y roja ascendió y envolvió su ausencia de cuerpo, y se asoció a una toponimia precisa: Medellín, por el cónsul romano Quintus Cecilius Metellius, fundador de la villa. En ese sitio, su cuna, fue negado por los tiempos, maldecido por linajes posteriores al suyo, escarnecido al paso de los siglos en razón de sus groseros yerros y de excesos y barbaries que no guardaban proporción con su celebrada agudeza. De modo que, después de la vida lejana, llegaba al final de la muerte para hallar que su búsqueda de gloria culminaba en el oprobio y en el repudio, y que se veía maldecido por los hombres hasta en la tierra que lo vio nacer.

* * *

En la mente de la doctora Contreras se formó una imagen laberíntica y abismal: cien mil millones de átomos entrelazados por enlaces covalentes formaban una magna estructura ramificada que sobrepasaba en masa a las macromoléculas y a las hipermoléculas, una suerte de micela gaseosa, pero muy densa, y de plasticidad casi infinita. Por un momento, sus certezas se tambalearon y sintió angustia, pero ese estado de ánimo pasó cuando hubo de rendirse a la evidencia de que se encontraba ante algo perfectamente desconocido. Sintió entonces la emoción de la inocencia, el entusiasmo del desafío y el retorno al ámbito primigenio en el cual se ignora todo de todas las cosas y fenómenos, ese paraje absolutamente yermo en el que no ha brotado la primera brizna del conocimiento. A continuación, la científica recuperó el enlace con la realidad y se dio cuenta de que se había abierto ante ella la puerta de una oportunidad trascendente: sin esperarlo, sin habérselo imaginado nunca antes, le había llegado la posibilidad de poner su nombre a una de las caras de la naturaleza y de comenzar una revolución científica y tecnológica. Cuando masticó las implicaciones de la situación, marcó el teléfono de Manuel. Éste respondió con una voz que procuraba abrirse paso entre las brumas del sueño.

–Manuel, ¿estabas dormido?

–Pues, ¿qué hora es? –dijo el otro, sin molestarse en responder a la pregunta, acaso porque la respuesta era evidente.

–Las siete con doce.

–Qué tempranera eres, colega.

–Escucha –atajó la doctora Contreras–: esto es lo más fuerte que me ha pasado en toda mi carrera.

–No me digas: ¿te nombraron coordinadora de investigación, por fin?

La doctora Contreras se carcajeó al escuchar aquello.

–¡No, tonto! Es lo de tu amiga, la muchacha arqueóloga; mejor dicho: es su frasco.

–¡Ah! –aterrizó Manuel, sacudiéndose los últimos jirones de sueño–. ¿Qué hay con ello?

–Pues imagínate todo lo importante que has hecho en la vida, súmalo a lo más importante que he hecho yo, y eleva el todo a la n potencia.

–A ver, querida colega: ¿podrías ir al grano? –se desesperó el viejo al otro lado de la línea–. ¿Qué encontraste? ¿Qué es eso de la n potencia?

–No lo sé exactamente, pero me suena a la ene de Nobel –respondió ella azuzando la curiosidad de su interlocutor–. Báñate, vístete, y vente para acá.

–Ah, carajo –exclamó Manuel al colgar el teléfono. Y obedeció.

Foto

* * *

Jacinta dobló el periódico, lo dejó en la mesa de la cafetería y se rió para sus adentros. “Qué ingenuos –pensó– esos que creen que un monumento en Extremadura ofende a México. La ofensa no es la estatua de Cortés, sino que este cabrón nos obligó a ser sus descendientes.” Se le había hecho temprano para encontrar a Andrés en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez, en la ciudad de México, había comprado un diario y lo había leído de cabo a rabo en una de las cafeterías de la terminal aérea. Al llegar a la última página se topó con la noticia: un grupo clandestino había pintarrajeado la estatua que se yergue en el apacible Medellín, al pie del castillo medieval, en homenaje al Conquistador, le había cubierto de rojo bermellón parte del peto, el faldón, los muslos y la entrepierna, y luego había reivindicado la acción por medio de un comunicado. “Eso no es nada –se solazó Jacinta mentalmente–. Si el Marqués supiera lo que yo le estoy preparando...”

* * *

Cuando el cuerpo de Garcí se derrumbó, por efecto de la infusión de la hierba del sueño, el almero Tomás, con una rabia seca y contenida, reabrió con cuidado la incisión que minutos antes había suturado y procedió a deshacer todo lo que había hecho: empapó unos trapos en la solución hipnótica, los introdujo cuidadosamente por el agujero en el pecho hasta colocarlos alrededor del corazón palpitante, acopló un frasco vacío a la fosa nasal izquierda y conectó la derecha al odre, en cuyo interior instaló el recipiente que contenía el alma del propietario original del cuerpo. Cuando el corazón realizó su último latido, el brujo maya, rogando a sus dioses que la operación diera los resultados que quería, extrajo el ánima que habitaba en aquel cuerpo e introdujo en él la de Garcí. Selló el frasco con el alma de Cortés, le colgó del cuello, mediante una cadenita, un pequeño escudo de armas del Marquesado del Valle de Oaxaca y arrumbó el objeto en el fondo de la choza. Al cabo de unas horas, el esclavo se debatía, restituido a su cuerpo, entre dolores, fiebres y convulsiones, en tanto que el espíritu del Conquistador volvía a macerarse en la nada.

–Perdóname –dijo Tomás al descuadernado organismo humano que temblaba en la yacija–. Nunca más te haré pasar por penas como éstas.

El esclavo estaba sumido en la inconsciencia y no escuchó aquellas palabras. Tomás, por su parte, había sacado un gran provecho de la experiencia: ahora sabía que la transmutación de ánimas en cuerpos nuevos era posible, y tenía la inmortalidad al alcance de la mano. E ideó una forma de llevarla a cabo.

Tenía tres hijos adoptivos y tenía a Garcí; aquello daba un equipo de cinco personas, contando al propio Tomás. Cuando el primero de esos cuerpos llegara a su fin, los otros cuatro se encargarían de embotellar el ánima correspondiente, la almacenarían y buscarían a un nuevo integrante del clan. El nuevo tendría que estar dispuesto a pasar por un rito de iniciación extremo –la muerte– para entregar su cuerpo al espíritu en espera, y a cada fallecimiento físico seguiría una nueva adopción y una transmutación. Tomás poseía suficiente fortuna como para preocuparse de la manutención del grupo en tiempos venideros. El punto débil en su plan era la dificultad de hallar adeptos que aceptaran ser sacrificados, sin nada a cambio más que la promesa de despertar en años remotos. Tal vez nos veamos obligados a recurrir al engaño para dormir a algunos de ellos, pensó el almero.

Mientras así pensaba, Garcí despertó con una carcajada estridente y desafinada, y empezó a ahogarse en su propia sangre.

(Continuará)