oncluye mañana en la UNAM un ciclo de seis mesas redondas, corganizado con la Asociación Nacional para la Reforma del Estado, destinado a reflexionar, entre otros temas, sobre soberanía y desarrollo, al que se dedicó la cuarta sesión, celebrada ayer. Recojo parte de mis planteamientos, sobre las tensiones entre integración y soberanía.
El fin de la historia
, proclamado de manera por demás prematura hace ya dos decenios, no ha traído consigo ni la desaparición de los estados-nación, que habrán de continuar siendo las unidades constitutivas de la comunidad mundial, depositarias por excelencia de la soberanía, ni la disolución de este concepto, que más bien se ha diversificado y tornado más complejo y multivariado. Tampoco ha dado lugar a un estrechamiento del amplio abanico de niveles de desarrollo económico nacional.
Desearía ofrecer algunas reflexiones sobre la evolución esperable, en el horizonte de los próximos tres lustros, de estos dos ámbitos a la luz de las tensiones derivadas, por un lado, de tendencias manifestadas desde mediados del siglo XX, como los procesos de integración regional y la creciente globalización y, por otro, de las consecuencias y secuelas de la crisis que sacude, en este fin de decenio, a la comunidad internacional.
Esta crisis no debe subestimarse ni en su alcance ni en sus consecuencias, ni mucho menos darse por superada sólo porque algunas economías nacionales han reanudado un débil crecimiento y algunas entidades financieras y empresas privadas, rescatadas con dinero público, han vuelto a generar utilidades, sin por ello crear empleos suficientes. No conviene olvidar –como quisieran los voceros del capitalismo financiero desregulado– que esta Gran Recesión ha sido la de mayor hondura y gravedad desde la Gran Depresión, hace 80 años; que no se ha conjurado el peligro de que la actividad vuelva a contraerse de manera simultánea en muchas de las mayores economías; de que los niveles de desocupación son incompatibles con la recuperación de estándares de bienestar aceptables; de que es posible que se entre en un largo periodo de muy lento crecimiento y altas tasas de desempleo, que signifique una o más décadas perdidas en términos, por ejemplo, del cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
(Dígase entre paréntesis que, a juzgar por algunas declaraciones oficiales, México se ha desprendido del planeta, para constituirse en una suerte de asteroide de la prosperidad: con una economía que crece más que aquella de la que depende; con niveles de empleo que se recuperan a gran velocidad, sin importar sus condiciones de precariedad; en el que se tiene mayor certeza de que las guerras se están ganando entre más aumenta el número de víctimas. En suma, escuchando el discurso oficial pareciera que el país ha alcanzado una forma extrema de delinking –desvinculación– de las condiciones mundiales.)
La integración regional ha sido uno de los acontecimientos distintivos de la segunda mitad del pasado siglo. Desde los primeros decenios de posguerra empezaron a manifestarse, en muy diversas latitudes y con propósitos diversos. Recuérdese que la Conferencia de Bandung (1955), de la que surgió el Movimiento No Alineado, precedió a la firma del Tratado de Roma (1957), poco antes del establecimiento de la ahora casi olvidada Alalc en 1960. Desde tiempos tan tempranos, el debate respecto de las cesiones de soberanía que supone el avance de los procesos de integración no ha dejado de estar presente tanto en la primera línea como en el trasfondo de la evolución de dichos procesos.
El caso de América del Norte es sui generis. El instrumento formalmente adoptado por los gobiernos y ratificado por los tres países, el NAFTA, ha permanecido prácticamente inamovible desde su firma y, por tanto, ha perdido relevancia frente a la dinámica de las relaciones trilaterales. En cambio, los nuevos ámbitos de cooperación –que rebasan con mucho las áreas comercial y económica y abarcan, como nueva área prioritaria, la de seguridad– se han introducido por medio de una serie de acuerdos administrativos que entrañan importantes cesiones de soberanía, desequilibradas y asimétricas, que se convienen sólo entre los gobiernos, al margen de la necesaria sanción legislativa. La ASPAN ha evolucionado al margen de las ratificaciones del Senado que la legislación mexicana demanda e, incluso, de un amplio conocimiento de los compromisos y las cesiones de soberanía asumidas.
Las secuelas de la actual Gran Recesión, que estarán presentes por la mayor parte del segundo decenio del siglo, hacen prever una perspectiva muy poco promisoria para la extensión y profundización de los procesos de integración y cooperación económica regionales e interregionales. De cualquier modo, se ha enraizado un concepto más acotado de soberanía y se ha extendido carta de naturalización al traslado de parcelas de la misma a entidades supranacionales. Los procesos de integración se han frenado, pero eventualmente habrán de reanudarse. Cuando esto ocurra deberán atenderse las asignaturas pendientes. Primero, el alcance de la integración. Las del futuro no podrán limitarse a unos ámbitos, como el intercambio de bienes o el movimiento de capitales, y dejar otros fuera por completo, como el laboral. Es cada vez más evidente el absurdo de pretender recibir trabajadores de otras naciones, sin aceptar y asimilar también las diversidades étnicas, lingüísticas, religiosas y culturales que ellos mismos portan. Segundo, la corrección de las asimetrías. Ningún proceso de integración regional o subregional será sostenible si no estrecha, de manera mensurable y evidente para todos, las asimetrías entre sus miembros. Tercero, la institucionalidad equilibrada y democrática, cuya ausencia dificulta, si es que no imposibilita, el consenso social respecto de las cesiones de soberanía indispensables para hacer avanzar los respectivos procesos.
Resolver la tensión entre soberanía e integración regional, presente desde los intentos iniciales de acercamiento regional en los primeros decenios de posguerra, es ahora y será en el futuro una de las claves para persistir en un camino que encierra grandes promesas de prosperidad compartida y convivencia pacífica, aunque las realidades que hasta ahora han producido hayan quedado cortas respecto de los designios iniciales. Como Martin Luther King en Estados Unidos, Schumann, Nehru y Prebisch se atrevieron a tener un sueño, el de la integración entre naciones, que está aún por cumplirse.