s muy difícil imaginar cómo le funciona la cabeza a unos gobernantes que se les ocurrió desenterrar unos despojos de humanos, contabilizarlos
, medirlos
, ¡remozarlos
!, para exhibirlos en Palacio Nacional hasta el 30 de julio de 2011, con el propósito de conmemorar a los jefes españoles o españolitos nacidos en la Nueva España, en una gran parte, que estuvieron al frente de los movimientos de Independencia.
No se sabe a ciencia cierta si se trata o no de los despojos de los jefes de los ejércitos que lucharon en la guerra de Independencia, pero no tiene la menor importancia tener tal certidumbre. No hay ninguna diferencia entre los despojos de cualesquiera humanos que hayan participado o no en tal movimiento de principios del siglo XIX.
De todos modos la incertidumbre no fue óbice para el propósito, mediante unas acciones tétricas y primitivas. Se trata de apropiarse de unos símbolos, al modo religioso, tan propio de este gobierno, que pretenden hallar algún elemento que sirva al efecto de la ansiada unidad nacional, tan desmembrada como los pedazos óseos desenterrados y tratados de modo macabro.
Los hombres de las sociedades primitivas, como los hombres religiosos de hoy, entre otras cosas, se esfuerzan puerilmente por vencer a la muerte transformándola en un rito de tránsito hacia un más allá –whatever that means–, donde viven su gloria o su infierno (su lejanía de Dios, según la última definición del Vaticano). Para este pensamiento la muerte es la suprema iniciación, el comienzo de un nueva y gloriosa existencia espiritual.
Los que los vencedores declararon héroes tienen que estar viviendo en una gloria de primera clase. Sus despojos, por tanto, deben ser objeto de culto y adoración. Si todos nos lo creemos, tendremos un símbolo-mito más de unidad nacional, aparte de la Bandera, el Himno Nacional y el Tri: los desnudos huesos de los héroes.
Ya veremos cuántos mexicanos desfilan frente al revoltijo o engaño de clasificación de los dudosos cuanto macabros despojos de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama, José María Morelos, Vicente Guerrero, Leona Vicario y otros ocho próceres insurgentes más
.
Bien, las sociedades de hoy, repletas de conflictos y antagonismos sin fin, requieren modos de asociación y defensa que reclaman, entre otras cosas, de creencias colectivas que les permitan actuar de consuno. Entre esas creencias se hallan los mitos fundacionales. Vivimos en un absurdo tan profundo en estas materias, que para el hombre común resulta natural
percibir la nacionalidad como una especie particular del género humano. Nosotros
tenemos nuestro propio origen –somos una especie llamada mexicano–; el símbolo de nuestro origen es un águila parada en un nopal devorando una serpiente.
Luego vinieron unos malos
, los conquistadores, con caballos y armas metálicas y nos
avasallaron y sometieron por siglos. El nos
es extraordinariamente relevante, porque nos pensamos como los miembros de las mismas culturas originarias
(otro cuento), de estas tierras. Nuestra alma
(otro cuento), es el alma indígena conquistada. Pero nos
independizamos, gracias a la nómina de superhombres antes aludida.
Esos superhombres, sabe usted, actuaron pensando en nosotros y la gran nación en la que viviríamos (otro cuento) gracias a su sacrificio. Ya dijo el obispo de Roma, el episcopado mayor, que el limbo no existe, como creyeron desde hace siglos los santos inocentes. Un gesto mágico del Mandrake de la Iglesia católica lo desapareció de un capotazo y dejó atónitos, naturalmente, a los fieles a la doctrina que estuvo en boga tantos siglos.
Estos horribles despojos óseos desenterrados son los de los héroes de la Independencia. Sean o no, son. Hasta que el poder se renueve y se le ocurra algo distinto, el poder ha hablado y definido la realidad del mundo, como en el caso del Vaticano.
No es muy difícil imaginar que la nómina de los héroes de la Independencia no estaba pensando en nosotros, sino en sí mismos, como ha ocurrido durante toda la historia con los hombres de todos los tiempos. Tenían frente a sí mil broncas que resolver y la historia les abrió una coyuntura favorable: Napoleón invade la península ibérica, y los conquistadores que obedecían a regañadientes a la corona, propietaria personal de las tierras conquistadas, pues concluyeron fácilmente que si ya no había corona ni, por tanto, soberano, la soberanía era su muy natural herencia. Sólo había que echar a los cancerberos que aquí quedaban de un soberano que ya no lo era. ¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡Abajo el mal gobierno!, ¡Viva Fernando VII!
Así empezó todo, con ese grito
a la sublevación por Hidalgo, con Aldama y Allende a la vera, hasta que sus presuntos desnudos huesos fueron a parar a Palacio Nacional en el siglo XXI.
Eso de ¡Viva Fernando VII! debe gustar mucho a un buen número de panistas. ¿No cree usted?