l estilo avestruz, característico de las clases políticas y los medios, contamina ya a algunas capas de la población. La negación es un mecanismo de defensa eficaz ante la angustia, pero en circunstancias como las actuales la angustia es una sana señal de alerta ante la catástrofe. Negarla resulta torpe y hasta suicida.
No faltan advertencias. Hemos entrado en un periodo de emergencia prolongada
(Kunstler, 2006), ante el mayor fracaso del mercado en la historia
(Stern, 2007). No estamos lidiando sólo con el colapso del sistema financiero, sino con el colapso de una concepción del mundo
(Soros, 2009). Lo que enfrentamos puede ser peor que la Gran Depresión de 1929
(Johnson, ex economista principal del FMI, 2009). Nadie puede saber cuánto durará la recesión actual y cuán profunda será
(Solow, Premio Nobel de Economía, 2009).
En el mes reciente, Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, y Robert Zoellick, presidente del Banco Mundial, advirtieron que, ante perspectivas desusadamente inciertas
, nadie puede dar por sentada la recuperación económica. Pero esto es exactamente lo que han estado haciendo analistas y políticos. Avances en la estabilización financiera los llevan a descartar la recaída; les bastan algunos síntomas de crecimiento económico para afirmar que la recuperación viene y entramos ya en la fase expansiva del ciclo.
México se ha hecho brutalmente dependiente de la economía de Estados Unidos. Tenemos plena subordinación comercial y se encuentra en ese país más de la sexta parte de los mexicanos, que obtienen allá ingresos para sí mismos y sus familias y comunidades, muchas de las cuales dependen por completo de las remesas. Este colchón ha atenuado por muchos años el impacto del desastre interno.
Pero allá, a pesar de todas las declaraciones optimistas y los signos alentadores, la situación es grave. La cifra global de desempleo y subempleo llegó el pasado octubre al nivel más alto desde los años pasados treinta. La mitad de las familias estadunidenses sufrió el año pasado pérdida de empleo o reducción de salario u horas de trabajo. La tercera parte de los jóvenes no logra encontrar empleo y algunos analistas consideran que toda una generación se está hundiendo en una catástrofe social en cámara lenta
(Peck 2010, The Atlantic Monthly). Muchos expertos, incluso del FMI, consideran que esto puede durar para siempre (Krugman y Wells, 2010, The New York Review of Books). Aunque la mayoría de los estadunidenses sigue alimentando la esperanza de que esta situación sea temporal, muestran inusitada frugalidad en sus compras; 57 por ciento ha cancelado o reducido al mínimo las vacaciones, se posponen matrimonios y muchos regresan a vivir con los padres. Más que esperar lo mejor, se preparan para lo peor.
Por éstos y otros factores, la ley Arizona tiene el apoyo de más de la mitad de la población. Se cerrará cada vez más esa puerta de escape.
Hace tiempo deberíamos haber entrado en un intenso debate sobre las decisiones a tomar ante la emergencia. Tendríamos que dar visibilidad a las iniciativas que se están emprendiendo con éxito en la base social, para generalizarlas. Deberíamos concentrarnos en articular nuestros esfuerzos para concretar juntos, sin violencia, cambios sustanciales en el régimen político y económico que causó el desastre y avanzar en la reorganización de la sociedad y la reformulación de la política.
Allá arriba, empero, todo parece reducirse a una cuestión electoral: a la definición de quién encabezará los aparatos del Estado. Éstos resultan cada vez más obsoletos e inadecuados, pero se sigue propalando la ilusión de que los nuevos dirigentes, Chana o Juana, emisarios del pasado o del futuro, unos basados en su larga experiencia de gobierno y otros en su obcecada voluntad de conquistarlo, podrán resucitar esos aparatos y hacerlos funcionar con una nueva orientación.
Hasta las más claras iniciativas de acción se convierten así en lemas de campaña. Hace quince días, por ejemplo, desde abajo y a la izquierda
dejó de ser código legado por los zapatistas a quienes militan en la otra campaña, más allá del campo electoral, para convertirse en un lema partidario más.
Pero el horno no está para bollos. La ruptura epistémica
es real. Estamos ante cambios radicales en las imágenes que forman nuestra conciencia y de pronto resulta viable pensar lo impensable. No era posible concebir que se podía cortar la cabeza a los reyes hasta que se produjo la revolución francesa. Ha llegado el momento de pensar lo impensable. No es cosa de reyes, ni de partidos o líderes carismáticos. Con nuevos ojos y palabras, se trata ahora de crear un mundo nuevo, en el que quepan al fin muchos mundos.