Sábado 24 de julio de 2010, p. 4
El libro más reciente de Roberto Saviano, La belleza y el infierno (Debate/ Random House Mondadori), que ya circula en México, reúne una serie de textos que trazan un recorrido por los leitmotiv literarios del narrador italiano y autor de Gomorra, obra sobre las bandas delincuenciales de Nápoles, debido a la cual el escritor recibió amenazas de muerte. Con autorización de la editorial, La Jornada ofrece a sus lectores este fragmento
Escribir, en estos años, me ha dado la posibilidad de existir. Artículos y reportajes. Relatos y editoriales. Un trabajo que para mí no ha sido un simple trabajo. Ha coincidido con mi propia vida. Si alguien esperaba que vivir en una situación dificilísima me obligaría a esconder mis palabras, se ha equivocado. No las he escondido, no las he perdido. Pero esto también ha coincidido con una lucha, una lucha diaria, un cuerpo a cuerpo silencioso, como un combate en la sombra. Escribir, no prescindir de mis palabras, ha significado no perderme. No darme por vencido. No desesperar.
He escrito en una decena de casas distintas, en ninguna de las cuales he vivido más de unos meses. Todas pequeñas o muy pequeñas, todas, sin excepción, condenadamente oscuras. Me habrían gustado más espaciosas, más luminosas, quería tener por lo menos un balcón, una azotea: lo anhelaba tanto como en otro tiempo los viajes, los horizontes lejanos. Una posibilidad de salir, respirar, mirar a mi alrededor. Pero nadie me las alquilaba. No podía escoger, no podía patear para buscarlas, ni siquiera podía decidir yo solo dónde iba a vivir. Y si se llegaba a saber que yo estaba en esa calle, en esa casa, no tenía más remedio que marcharme. Es la situación de muchos que viven en las mismas condiciones que yo. Te presentas para ver un piso que los carabineros han seleccionado cuidadosamente, después de sondear al casero, pero en cuanto él te reconoce sus respuestas siempre son las mismas: Le aprecio muchísimo, señor, pero es que no puedo crearme más problemas, ya tengo bastantes
, o: Si por mí fuera no habría problema, pero tengo hijos, una familia, ya sabe, tengo que velar por su seguridad
y –tercera y última–: Yo se lo dejaría ya, incluso gratis, pero la comunidad de propietarios me crucificaría. Compréndalo, aquí la gente tiene miedo
. La otra categoría es la de los buitres de siempre. Se las dan de solidarios –No se preocupe, yo le dejo la casa
– y luego te clavan un alquiler cuatro veces más caro de lo normal: Yo corro el riesgo, cómo no, pero ya sabe, aquí todo tiene un precio
. Pero junto a este miedo, que a menudo no es más que una cobarde coartada para no ser adscritos a un bando –el mío, en este caso–, también están los gestos de muchas personas, desconocidas todas ellas, que me brindaron un refugio, un cuarto, amistad, calor. Aunque a menudo no pude aceptar sus ofrecimientos por motivos de seguridad, también escribí en estos lugares hospitalarios y llenos de cariño.
Muchas de las páginas que se reúnen en este libro ni siquiera las escribí en una casa, sino en una habitación de hotel. Los hoteles, todos iguales, por los que he pasado estos años y que siempre me han resultado odiosos. Las habitaciones de esos hoteles también son oscuras y no tienen ventanas que puedan abrirse. No hay ventanas, no hay aire. Por la noche sudas. Si pones el aire acondicionado porque te asas, el sudor se te seca encima y al día siguiente te duele la garganta.En el extranjero sucedió que de un lugar, quizá uno de esos que en otro tiempo soñaba con conocer, lo único que vi fueron esas habitaciones de hotel y el perfil de la ciudad tras los cristales oscuros de un coche blindado. No se fiaban de dejarme salir a estirar un poco las piernas, ni siquiera con la escolta que me habían asignado. Muchas veces ni siquiera se arriesgan a dejarme más de una noche en el mismo hotel. Cuanto más civilizados, tranquilos y alejados de la criminalidad y las mafias son estos lugares, donde yo me siento completamente seguro, más te tratan como a alguien o algo que podría estallarles en las manos. Son sumamente amables y organizados. Pero te tratan con unos guantes que no sabes muy bien si son de ceremonia o de artificiero. Y tampoco sabes si eres un paquete de regalo o un paquete bomba.
Muchas más veces viví en las habitaciones de un cuartel de carabineros. En mi nariz, el olor a grasa de las botas de mis vecinos guardias; en mis oídos, el ruido de fondo de la televisión que transmitía partidos de futbol y las blasfemias cuando les llamaban para un servicio o cuando marcaba el equipo contrario. Sábado, domingo, días mortales. En el vientre casi vacío e inmóvil de una ballena grande y vieja. Mientras, allá fuera, intuyes movimiento, oyes gritos, luce el sol, ya es verano. Y resulta que sabes dónde estás, sabes que si pudieras salir, al cabo de dos minutos pasarías por delante de tu vieja casa, la primera donde te dijeron: Ya era hora de que te marcharas
, y cinco minutos después llegarías a la orilla del mar. Pero no puedes hacerlo.
Puedes escribir. Debes escribir. Debes y quieres seguir. El cinismo del que hacen gala muchos literatos siempre deja entrever una suerte de recelo frente a todo lo que no tiene un fin concreto, un plan definido. O la distancia de quien solo quiere hacer un buen libro, construir una historia, limar las palabras hasta obtener un estilo hermoso y reconocible. ¿Es eso lo que debe hacer un escritor? ¿Eso y nada más es literatura? Si es así, en lo que a mí respecta, preferiría no escribir ni parecerme a esas personas.
Necesidad de destruir todo lo que pueda ser deseo y empeño: eso es el cinismo. El cinismo es la armadura de los desesperados que no saben que lo son. Lo ven todo como una maniobra astuta para enriquecerse, la pretensión de cambiar como una ingenuidad de aprendices de brujos y la escritura que quiere llegar a muchos como una impostura mercantil. A estos señores recelosos con una perenne sonrisita maliciosa de quien sabe a ciencia cierta que todo va a acabar mal no se les puede quitar nada, porque ya no tienen nada por lo que valga la pena luchar. Pero no se les puede echar de sus casas, que a menudo están decoradas con gusto, arregladitas. Su arte, su idea de la palabra, se parece a esas casas bonitas y no quieren abandonar su perímetro bien amueblado. Pero en el privilegio de sus vidas desengañadas y protegidas no tienen la menor idea de lo que significa realmente escribir.
Escribir, ahora, es también un modo de dar voz al dolor que sentí los primeros meses, cuando el vientecillo de las acusaciones y las calumnias arreciaba a medida que crecían las ventas de mi libro. Al principio, cuando los consabidos personajes diligentes me las remi-tían, se me revolvían las tripas.
Se lo ha escrito otro.
Yo le escribo los artículos que manda al periódico.
Tengo pruebas, es un holgazán.
A los veintiséis años uno juega al futbol, este no puede escribir ya así.
“Es un latin lover de pacotilla.” Es un yonqui que se viste como un gitano.
Está manejado por algún político.
Le he inventado yo. Creedme, conozco todas sus debilidades.
Lo único que quiere es fama y dinero.
Hoy todas estas memeces de rencorosos o de gente que simplemente quería llamar la atención casi me dan risa, e incluso las he reunido para hacer una antología de la estupidez, algo que aconsejo a todos los que corran la misma suerte que yo: destacar, sobre todo en el Sur, en un ambiente donde a menudo tienes que permutar el mero derecho a respirar por la enajenación del alma y la castración de todos los sueños.
En esta antología de la estupidez se incluyen, por ejemplo, las cartas de los numerosos abogados de sedicentes amigos o parientes de alguno de los que nombro en mi libro, unas cartas que me pedían con eufemismos algo cuyo sentido era: o pagas o decimos que has mentido, que has copiado, o buscamos contactos con la prensa para sembrar dudas, para hacer la gota malaya mediática
. Frases como esta me revelaron claramente en qué medida me había convertido en una pesadilla para ellos: porque mis palabras, en manos de muchos lectores, han sabido demostrar que unos asuntos que ellos creían fáciles de controlar, conocidos solo por unos pocos, podían llegar a ser un instrumento pa-ra cambiar. Se han convertido en un asunto de todos.
Me parecía increíble que estuviera soportando todo eso. Luego, un buen día, en la Academia de Estocolmo, Salman Rushdie me dijo: A los muertos no les gusta la vida. A todos los que para trabajar tienen que venderse, a todos los que para escribir deben llegar a compromisos. A esos para quienes tu mera existencia significa que se pueden hacer las cosas de otro modo. ¿Te das cuenta de lo latoso que resultas?
Con el paso del tiempo comprendí que podía ser realmente latoso y odioso para quienes detestan mi modo de escribir, de ser y aparecer. Para quienes querrían que me escondiese, que fuese más discreto, que no me presentase en las universidades o en programas televisivos de máxima audiencia. Para quienes prefieren que solo exista evasión y espectáculo, porque eso les garantiza una suerte de monopolio de la seriedad. Y con el paso del tiempo aprendí a medir el valor de las palabras también con los enemigos que cada vez tenía enfrente. Cuando alguien me cuenta que en algunos periódicos y en algunos programas de televisión me atacan, sé que he hecho bien. Sé que cuanto más intentan deslegitimarme, más miedo dan mis palabras. Cuanto más fuertes son las risotadas vulgares de muchos intelectuales molestos, más claro resulta que mis palabras les ensordecen.
Todo esto me ha enseñado a apreciar a quienes me critican sin desacreditarme ni insultarme, sin inventar ignominias ni embustes. Una confrontación crítica leal es lo único que ayuda a crecer y mejorar, mientras que el pensamiento totalitario oculto tras el cinismo de cierto mundillo mediático es mi peor enemigo. Creo que es un aliado, a veces sin saberlo, del poder criminal. Si se siente la necesidad de mostrar que nadie está limpio, que todo está podrido, que tras cada intento de cambiar se esconde un pretexto o una mentira, entonces da igual ocho que ochenta, todo es lícito y posible. Esta actitud es la anestesia que facilita la promoción de quien se deja corromper honradamente
, de quien acepta el compromiso, de quien opta por el saqueo, la supervivencia, la pornografía de quedarse mirando y gozando de lo peor que llega a tu casa cada día. Todo está justificado porque las cosas siempre se han hecho así, porque todos las hacen así o, peor aún, porque solo se pueden hacer así.
Para mí escribir siempre es lo contrario de todo esto. Salir. Ser capaz de escribir una palabra en el mundo, pasársela a alguien como un papelito con una información clandestina, uno de esos que debes leer, aprender de memoria y luego destruir haciéndolo una bola, empapándolo en saliva para tragarlo y que se macere en tu estómago. Escribir es resistir, es oponer resistencia. Así lo expresaba el título de mi entrevista por televisión con Enzo Biagi. Se llamaba Resistencia y resistentes
. Mi experiencia de estos años también me ha permitido conocer a muchas personas que nunca podré olvidar. Me ha dado la posibilidad de conocer, justamente, a Enzo Biagi, de merecer su atención, de ver que aquel hombre tan mayor aún tenía esa inquietud de interrogarse a través de las preguntas hechas a otros, de entender nuestro tiempo, nuestro país. No basta con haberle dicho adiós en su entierro, con haber escrito una o dos páginas después de su muerte. Es preciso corresponder a su amabilidad incluso después, lograr que se quede con nosotros un poco más. Para eso sirven las palabras cuando se juntan en un libro, en algo que está destinado a durar.
Luego está Miriam Makeba, la gran Mamá África
, la voz que cantaba la libertad de un continente pero se murió en Castel Volturno después de un concierto para recordar a seis hermanos asesinados por la Camorra y para mostrarse solidaria con alguien como yo, a quien no conocía, amenazado por un enemigo del que ni siquiera sabía el nombre. Pero lo hizo. No se encontraba bien, pero vino. Cantó delante de pocas personas, después de haber llenado estadios enteros. Y murió en mi tierra, que ahora también es la suya. De ahora en adelante la lucha por esta tierra, mi lucha y la de cualquiera que tenga ganas de continuarla, también llevará escrito en su bandera invisible el nombre de Miriam Makeba (...)