El último suspiro del Conquistador / XLVI
a doctora Contreras hizo escuchar a Jacinta una larga perorata sobre protocolos de investigación. La muchacha empezaba a sentirse verdaderamente irritada pero en eso sonó su celular. Hurgó con la mano en su bolsa, la mirada fija en la inoportuna interlocutora, hasta que sintió las vibraciones del aparato. Permítame
, dijo, sacó el teléfono, observó la pantalla y el corazón le dio un vuelco: era Andrés. Jacinta se dio media vuelta, se encorvó sobre el celular, como si quisiera protegerlo con su cuerpo, oprimió la tecla para recibir la llamada, se sentó en el suelo, de espaldas a Manuel y a la doctora Contreras, se llevó el teléfono a la oreja y dijo, con la voz más dulce que pudo:
–Gracias por llamarme.
–Gracias por contestarme –dijo Andrés, en el otro lado del Atlántico.
Jacinta quiso decir algo, pero la garganta se le cerró. Conmovida por la intensidad de lo que estaba sintiendo, rompió en sollozos. A Andrés le ocurrió lo mismo. Así estuvieron ambos, durante un largo minuto, escuchándose llorar a través de una compleja red de microondas, satélites y tendidos de fibra óptica. La doctora Contreras soltó unos bufidos de impaciencia, pero Manuel, que era un hombre muy piadoso, se la llevó aparte y le hizo plática con asuntos académicos y evocaciones de congresos científicos pasados.
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No fue sino hasta la madurez que Rufina se enteró de asuntos como la disforia de género, los tratamientos sicológicos para consolidar la identidad sexual y las posibilidades de reasignación de sexo por métodos endocrinológicos y quirúrgicos. Su sique era de mujer pero su cuerpo era el de un hombre trasvestido. Se entendió a sí misma como un caso de desavenencia entre el alma y el organismo y leyó, en Devolver el alma al cuerpo, un libro que había comprado en su juventud en un mercado ambulante, que esa pareja no siempre lleva una vida armónica y que, en ocasiones, el divorcio es necesario, e incluso posible mediante rituales de brujería. Pero ella no quería llegar a tanto.
Nunca dejó de sorprenderse por la cantidad de hombres que se decían machos y que, sin embargo, se mostraban dispuestos a tener relaciones sexuales con ella, e incluso a enamorarse de un travesti. Pero ella no quería volver a colocarse en una situación tan vulnerable y dependiente como la que experimentó con Juan Riestra. No quería usar a nadie ni ser usada: aspiraba, simplemente, a satisfacer sus ansias de un cuerpo masculino con los que estuvieran de acuerdo.
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El almero Tomás condujo a Garcí hasta un jacal anexo a su vivienda, en el cual había dispuesto de todos los elementos necesarios para el ritual que estaba por inventar: un pequeño altar de madera, presidido por un pequeño pebetero en el que el copal pom se transmutaba en humo aromático; un alijo de espesas telas bordadas; varias copas de barro vacías; un tecomate con una infusión de hierbas, un plato con sal y un frasco de vidrio con tapón de corcho; una porción de cera de Campeche; un cuchillo de pedernal fabricado a la usanza de antes, un trozo de obsidiana macerado en pócimas y una afilada daga de acero toledano, por sobre todo ese conjunto sobresalía un extraño artefacto semejante a un alambique y compuesto por varios objetos unidos entre sí: un pequeño odre cortado del que sobresalía un pedazo de corcho que tenía adosada, a su vez, una caña delgada, cuyo extremo opuesto estaba obturado por un tapón de trapo con cera. A un lado de ese extraño altar, Tomás había colocado una yacija estrecha y baja, flanqueada por un pequeño escabel de madera y carnaza sin curtir.
El español entró con paso dificultoso y la mirada turbia, pues poco antes, en la era situada frente a la casa, Tomás le había hecho beber unos sorbos de hierba del sueño. Con un esmero casi amoroso, el brujo maya condujo a su esclavo hasta el catre precario, lo hizo beber del tecomate unos tragos más de anestésico y esperó a que se durmiera. Cuando Garcí empezó a roncar, Tomás, como precaución adicional, le hundió el dardo de obsidiana junto a la clavícula, limpió con uno de los trapos la escasa sangre que manó de esa herida, se incorporó, tomó el pebetero y con movimientos verticales sucesivos, fabricó volutas de humo, mientras recitaba en voz baja, por cada una de ellas, los nombres de la cuenta del kin y luego, los de la cuenta del uinal: Ha’, Ik’, Ak’b’al, K’an, Chicchan, Cham, Manich, Ek... Chuen, Eb, Ben, Hix, Men, Cib, Chab’...
Una vez que terminó, tomó con una mano el cuchillo de pedernal, tanteó con la otra los bordes del esternón de Garcí y, cuando tuvo bien ubicado el sitio, clavó allí el instrumento de sacrificio. Garcí se incorporó a medias, abrió los ojos, dejó escapar un acorde grave por la garganta y volvió a su posición yacente mientras la sangre escurría por sus costillares. El almero secó el torso, dejó en el suelo el cuchillo de pedernal y tomó el puñal de hierro, con el cual agrandó un poco el agujero que acababa de practicar, desplazando el instrumento en diagonal, primero en un lado y luego en el otro, en la dirección de los cartílagos intercostales.
Cuando logró el espacio de maniobra requerido, introdujo la daga por debajo del esternón, que sobresalía del resto del pecho como el trinquete de un navío volteado y cortó con precisión el diafragma; luego se asomó por la hendidura que había practicado y observó, con satisfacción, los movimientos del músculo cardíaco. En un ritual de sacrificio habría correspondido meter la mano, tomar el órgano, jalarlo con fuerza hacia abajo, hasta exponer el amasijo formado por la cava, la aorta y las pulmonares, y segmentarlo para separar el corazón del resto del cuerpo. Pero Tomás necesitaba un organismo con todas las partes en su sitio, de modo que empapó otra tela en extracto de la hierba del sueño y lo introdujo en la oquedad sangrante hasta rodear el músculo cardiaco. Se incorporó, tomó del altar el frasco vacío y el artilugio parecido a un alambique, y colocó el primero a la derecha de Garcí y el otro, a su izquierda. Luego amasó la cera de Campeche sobre el pebetero en el que ardía el copal, hasta dejarla suave y maleable. Volvió al lado de Garcí y comprobó, con satisfacción, que su mandíbula se había relajado, que tenía la boca más abierta que la de un cenote y que su respiración se había hecho casi imperceptible.
El almero tapó con la cera blanda la nariz del esclavo, metió en la fosa derecha un pequeño trozo de caña y acercó a la fosa opuesta el ingenio que contenía el ánima de su señor, don Hernando Cortés. Al cabo de un rato, el cuerpo de Garcí fue recorrido por pequeños estertores y Tomás reconoció en ellos los gestos corporales que anuncian la llegada de la muerte. Asió la caña que sobresalía de la cera puesta sobre la cara del esclavo y la clavó en el corcho del frasco. Luego, con rapidez, quitó el tapón de trapo de la punta del ingenio y la introdujo, a través de la cera, hasta la fosa nasal izquierda de Garcí. Un tenue movimiento de oleaje en la piel de la mandíbula fue la señal del momento preciso: con la mano izquierda, Tomás cerró la mandíbula de Garcí y con la otra dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre el odre que contenía el frasco con el alma.
El recipiente de vidrio se hizo añicos en el interior del cuero y por una fracción de segundo se escuchó un ruido ululante y el frasco vacío acoplado al esclavo se ladeó como si hubiera adquirido un peso súbito. El almero dejó caer la mandíbula inerte del esclavo, tomó el recipiente, lo retiró con rapidez, retiró la caña y tapó con cera el agujero en el tapón de corcho. Luego, remplazó el trapo que había colocado alrededor del corazón por otro, impregnado con agua, lavó a ciegas el órgano y notó que éste empezaba a moverse, muy despacio al principio, en su mano.
(Continuará)
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