17 de julio de 2010     Número 34

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Enrique Pérez S. / ANEC

Desmesurada, extravagante, excesiva, barroca; así se percibe la milpa desde el clasicismo simplón de un monocultivo que ve confusión donde hay complejidad. En un sentido más profundo, la milpa es barroca por cuanto sus partes, aun si heterogéneas, son inseparables del todo. Lo es también porque, como el paradigma estético del que viene el concepto, la milpa no es uniforme sino que adopta modalidades distintas según los lugares y los tiempos. Y como el barroco latinoamericano, la milpa es sincrética, contaminada, híbrida, un agrosistema mestizo al que se fueron incorporando especies y prácticas agrícolas de diferentes orígenes. No es casual que nuestro barroco haya florecido en Mesoamérica y en los Andes, regiones que fueron cuna de dos grandes culturas milperas.

Decir maíz es decir milpa, porque la gramínea es el alma de múltiples combinatorias agrícolas, el núcleo de las diversas milpas. Y lo es por tratarse de un cereal de excepcional rendimiento por unidad de superficie y más aún por semilla sembrada. Generosidad posible gracias a un follaje amplio que recibe abundante luz solar para la fotosíntesis y una raíz extensa que captura harta humedad y nutrientes. Esto hace que su densidad sobre el terreno sea baja en comparación con otros cereales, los que pueden sembrarse esparciendo las semillas mientras que el maíz debe ser plantado de manera individual. En compensación, esta práctica permite cultivarlo en laderas de mucha pendiente y suelos pedregosos –tipo de terrenos predominantes en la América equinoccial– pues no requiere roturación y se puede establecer “al piquete”, es decir abriendo agujeros con la coa, para depositar las semillas. La necesaria distancia entre las plantas es afortunada para una imaginación barroca que rechaza el vacío, pues puede emplearse para desarrollar otras especies que –bien seleccionadas– no sólo no compiten con el cereal sino que apoyan su crecimiento saludable fijando nitrógeno (frijol y otras leguminosas), preservando la humedad y evitando el crecimiento de malezas (calabaza), repeliendo ciertas plagas (chile), etcétera. Además de consentir o inducir la presencia de yerbas silvestres como los quelites, que son comestibles y también fijan nitrógeno, así como magueyes, nopales y diversos árboles frutales que delimitan las parcelas, infiltran el agua y protegen del viento contrarrestando la erosión.

El frijol y la calabaza son la compañía más frecuente del maíz, pero es habitual encontrar junto a él tomatillo, huahuatle, cacahuate, chía, huahuzontle, chayote, chilacayote, camote, yuca, jícama, entre otras especies; en áreas caribeñas como la península de Yucatán se usa que en la milpa haya yuca, y hortalizas como melón y sandía; mientras que en los Andes el maíz y el frijol se acompañan de especies locales como quinua, achita y una inagotable variedad de papas. En estas variopintas asociaciones, la pródiga gramínea aporta por lo general la mayor cantidad de proteína, mientras que las otras plantas compensan sus insuficiencias nutricionales y le dan diversidad a los alimentos.

Al diseminarse por el mundo, el maíz se incorporó a otras milpas. A China llegó desde el siglo XVI con el cacahuate, el camote y la papa, integrándose muy pronto a la compleja jardinería que es la agricultura campesina oriental. Vía las Antillas arribó a África donde se incorporó al policultivo tropical ahí predominante, compartiendo espacios con la mandioca. En Europa permitió intensificar los cultivos, pues se siembra en verano mientras que trigo, centeno, cebada y avena se siembran en primavera o invierno. En estos casos la globalización de la gramínea americana enriqueció los policultivos tradicionales preexistentes, pero más tarde en otras latitudes sin antecedentes agrícolas, como la pampa húmeda argentina y las praderas estadounidenses, que cuentan con tierras planas y lluvias regulares, el maíz se aclimató como cultivo especializado y establecido en extensos campos roturados, apartándose así del paradigma milpero nacido en tierras quebradas y temporales erráticos.

El maíz puede sembrarse sólo o acompañado, en sistema de roza o de barbecho; puede cultivarse en pendiente o haciendo terrazas, se le encuentra en sofisticados sistemas de riego como la chinampa y en el rendidor calmil abonado con desperdicios domésticos. Y esta multiplicidad de modos de sembrar la gramínea es parte de la diversidad virtuosa y entreverada que llamo milpa. Concepto amplio, que no se reduce a su modalidad parcelaria, de modo que puede incluir a los grandes maizales y otras siembras especializadas, si éstos se articulan en un conjunto agrícola diverso, holista y sostenible donde los modos de cultivo se adecuen a las condiciones agroecológicas y respondan a las necesidades sociales.

Plausible estrategia de cultivo, la milpa es también paradigma de vida buena compartido por muchos pueblos agrícolas. Porque la forma en que se produce el sustento se traduce en cosmovisión, y en las culturas mesoamericanas y andinas la milpa es espacio formativo por excelencia. En el libro Educación, autonomía y lekil kuxlejal, Antonio Paoli, nos habla de la enseñanza entre los tseltales: “Teme yalbat te atat´konic ta jkáltik, ja lek jun ya to yak´anah tsumbajel, tsun ixim, ch´enek, ch´um. Jich yak´ anop, pero ta slekilal, ta stohil k´op. (Si te dice tu papá ‘vamos a nuestra milpa’,, qué bueno porque aprenderás a sembrar maíz, frijol, calabaza. Entonces aprendes de buena manera, con palabra recta...)”. Y efectivamente, nos dice Paoli, ahí se enseña a definir “las tácticas combinatorias (para sembrar) según la pendiente, la humedad, el tipo de suelo”; pero también la “unidad contra el enemigo común”, como estrategia para combatir las plagas. En la parcela el niño “tendrá que compenetrarse de una gran diversidad (...) articulada al todo de la milpa”. Pero “esta conciencia ecológica está asociada a la familia y la comunidad”, de modo que se aprende a sembrar al tiempo que se aprende a vivir.

Sin duda la vieja Mesoamérica no era un edén y los mexicas fueron imperialistas. Pero también eran respetuosos de la diversidad cultural de los pueblos tributarios y hasta adoptaban a algunos de sus dioses, de modo que a la llegada de los españoles les fue fácil aceptar que éstos tuvieran otra religión, no así que quisieran imponerla. ¿Por qué no suponer que el paradigma milpero está detrás de los rasgos pluralistas y tolerantes del despotismo tributario precolombino?

“La cosmovisión –escribe López Austin en El núcleo duro, la cosmovisión y la tradición mesoamericana– tiene su fuente principal en las actividades cotidianas (...) de la colectividad que, en su manejo de la naturaleza y en su trato social, integra representaciones colectivas y crea pautas de conducta”. Y en Tamoachan y Tlalolcan, amplía el concepto: “Sobre el núcleo agrícola de la cosmovisión pudieron elaborarse otras construcciones (...) producto del esfuerzo intelectual (...) individualizado y reflexivo. Sin embargo, los principios fundamentales, la lógica básica del complejo, siempre radicó en la actividad agrícola, y ésta es una de las razones por las que la cosmovisión tradicional es tan vigorosa en nuestros días”.

El paradigma milpero, como cosmovisión tradicional, ha resistido durante más de 500 años al racionalismo occidental basado en la descomposición analítica, la causalidad lineal y las estrategias especializadas, debido sobre todo a que el pensamiento de los pueblos originarios se mueve en un terreno distinto al del invasor. Mientras que el racionalismo positivista es un discurso científico que se transmite a través de abstracciones, la cosmovisión profunda es mito y es rito; discurso alterno y práctica otra que se producen y reproducen con base en la experiencia cotidiana y la labor productiva.

Los saberes y haceres que hunden sus raíces en la tradición son una “ciencia de lo concreto”, que diría Lévi Straus en El pensamiento salvaje, una ciencia no “primitiva” sino “primera”, no menos penetrante que las disciplinas académicas convencionales; una reflexión “salvaje” que, según el célebre etnólogo, “sigue siendo sustrato de nuestra civilización” y hoy resulta “liberadora” por cuanto muestra los límites de la ciencia positivista.

Donde menos lo esperas salta la milpa, y qué mejor que el prodigioso imaginario de Carlos Monsiváis (que sin ninguna consideración nos ha dejado cuando más lo necesitábamos), para documentar la vitalidad del paradigma. En un mundo de monocultivos esterilizantes y especialización empobrecedora, Carlos siembra maíz, frijol, calabaza, chile, chayote..., por decir que ejerce un pensamiento abarcante, integrador, omnisciente. Cuando los intelectuales disciplinados tratan de hacer sólo economía, sólo sociología, sólo antropología..., en la parcela de Carlos –como en el Museo del Estanquillo– todo encuentra acomodo, todo se relaciona con todo, todo cobra sentido como parte del todo. Mientras los expertos ordeñan interminablemente su única y raquítica vaquita, Carlos es universal, omnívoro, renacentista. Física e intelectualmente ubicuo, Carlos está en todas partes, todo lo ha leído, todo lo ha visto, todo lo sabe.

“Un impresor leyendo la Biblia no encuentra sino las erratas”, escribió K. G. Chesterton, lo que le da pie al joven Carlos, que a sus 20 años era miembro del Comité Directivo y secretario de redacción de la revista Medio Siglo, para escribir en el editorial del número 3-4, aparecido en septiembre de 1957: “Este tipo de especialización tan nefasto y tan peculiar en nuestro medio, se convierte en negación del humanismo”. Y poniendo manos a la obra publica ahí mismo “Comercio exterior”, un sesudo texto de economía, y en otras entregas sendos ensayos sobre ciencia ficción y sobre novela policíaca; poco después, en 1958, escribirá una crónica del movimiento estudiantil contra el alza de los pasajes.

La inaudita capacidad de Carlos para captar el espíritu de los tiempos, los sentimientos de la nación, el imaginario colectivo, el ánimo popular o como se diga, le viene de su insaciable (¿gatuna?) curiosidad, y de un disciplinado pensamiento transdisciplinario que no es sociología, ni antropología, ni sicología social, ni análisis de coyuntura, ni crónica costumbrista, ni invención literaria, ni nota roja, sino todo esto junto y mucho más. Los textos de Carlos son ensayo en el sentido más libérrimo del término. Y son ejemplo inigualable de que la excéntrica, desmelenada, barroca milpa puede ser también paradigma intelectual. ¡Hagamos milpa!