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Defensa del campo Carlos Monsiváis
Disto de ser un experto en el campo. Soy, para decirlo de golpe, un analfabeto en asuntos agrícolas, y al decir esto recuerdo una excursión sociológico-histórica a Acapulco, el diálogo extenso que allí sostuve con un compañero, y la conclusión obvia: del campo conocíamos fotos, anécdotas extraídas de novelas de la Revolución, viajes breves y ocasionales, estadísticas y voces de alarma (esto es, lecturas juiciosas de las ocho columnas, no de los artículos que las acompañan). Con el tiempo y para mi sorpresa, mi condiscípulo fue líder de la Confederación Nacional Campesina (CNC) y creo que se le considera justamente un mártir agrario. Yo persistí en mi estupor ante la mera existencia de aparceros y medieros. Evoco lo anterior ante las movilizaciones, los ayunos, las reflexiones de toda índole sobre la gravísima situación del campo. (En la televisión, la información se acerca al Mexican Curious). En efecto, el campo no aguanta más; en efecto también, al problema lo agrava la ignorancia de lo agrario que priva en el medio urbano, sujeto al menosprecio histórico por el trabajo físico, que se combina con vanidades de escritorio y sensaciones de superioridad ante lo anacrónico que nunca dejará de serlo. Este es uno de los resultados del siglo XX. “En 1910 –informa Arturo Warman en El campo mexicano en el siglo XX, FCE, 2000– la esperanza de vida en el campo era inferior a 30 años, 29.8 para mayor precisión. Este promedio estadístico se traducía en la comprensión de las etapas del ciclo de vida: se tenían hijos a edad temprana, muchos para reponer las pérdidas inevitables; la muerte que hoy llamaríamos prematura era normal... un campesino de 50 años era un anciano”. La Revolución Mexicana impone o se ve obligada a imponer el reconocimiento de los campesinos por medio de leyes, mayores oportunidades educativas y de salud, murales, óleos, grabados, novelas y discursos. La reforma agraria, que alcanza su culminación en el sexenio de Lázaro Cárdenas, busca añadirle a la sociedad (clasista y cerrada como ahora) a los campesinos, la mayoría del país en la primera mitad del siglo XX. A partir de 1940 la invisibilización social del campo se acrecienta. Si algo, el capitalismo no es romántico ni alienta ilusiones sobre la justicia social. El desvanecimiento de la realidad primigenia es constante, y al respecto, me acuerdo de los versos en boga hace 60 o 70 años: Las revoluciones vienen, / las revoluciones van, / y los indios nunca / tienen pan. Hablar de indios, es decir y también de campesinos, deja de ser políticamente correcto, y los versos se reelaboran de modo túrgido: Brasieres vienen, / brasieres van, / pero todas prefieren/ Peter Pan. El ocultamiento de realidades es la técnica preferencial del régimen priísta en lo tocante al campo. Antes de dividirse en facciones que dirimen a palos su dialéctica, el PRI aplica su política de ghettos obligatorios: el Instituto Nacional Indigenista para los indígenas, la Confederación de Trabajadores de México (el cepo mayor) para los obreros, y la CNC para los campesinos. La separación concentracionaria ampara y ensalza los saqueos institucionales, Banrural, los despojos ejidales si usamos Acapulco de ejemplo de Icacos (gobierno de Miguel Alemán) a Punta Diamante (gobierno de Carlos Salinas). Épocas de oro de la política taimada, plena de disimulos y simulaciones que hacen de una central campesina un apartheid genuino y de la Secretaría de Agricultura y la Secretaría de la Reforma Agraria dos inmensos cementerios de legajos donde las protestas y las exigencias de justicia se añejan al ritmo del perfil borroso de los funcionarios. Cada nuevo presidente y cada nuevo secretario del ramo inician su ruta de esterilidades con una certeza (úsese voz de Nacho López Tarso recitando corridos o, mejor, voz de locutor deportivo que alarga la palabra gol al infinito): los campesinos tienen hambre y sed de justicia, la Revolución tiene con ellos una deuda histórica de sol a sol, a los desheredados les pido perdón (José López Portillo) y así sin olvidar la joya paternalista de Gustavo Díaz Ordaz en su IV Informe de Gobierno, cuando elogia a los jóvenes campesinos tan distintos a los (muy pervertidos) jóvenes urbanos: Rindo emocionado homenaje a esas manos que no saben manejar billetes de banco, que muy rara vez sienten el halago de una caricia." "Esas mismas manos rudas y sufridas que fueron las que izaron un garrote o una lanza al llamamiento de Hidalgo y de Morelos, los que no midieron la inmensidad del desierto cuando arrastraban los carromatos de la gloriosa hueste de Benito Juárez; las mismas manos que apretaron el rifle o el machete bajo las banderas de Madero, de Carranza o de Zapata."
En 1968 un presidente de la República supone vírgenes de afecto a las manos de los campesinos. (San Isidro Labrador, ni quién te conceda el cariño manual de un rezo.) No está mal para un país que en una medida tan alta depende de la agricultura. Y ese mismo año olímpico, el dirigente de la CNC, Augusto Gómez Villanueva, el del spray de polvo rural, en el Palacio de Bellas Artes, ejido de todos conocido, le aseguró a Díaz Ordaz: “Señor presidente, los campesinos de México empuñaremos las armas para defenderlo a usted y a las instituciones”. Empuñaremos, Kimo Sabi. No sólo se arrincona la noción misma de los campesinos en el ghetto de la CNC y sus caciques con facha de extras de película de Piporro; también se refrenda el sojuzgamiento de un sector martirizado por dirigentes cuyo previo contacto con lo rural ha sido, en el mejor de los casos, la lectura distraída de Pedro Páramo. El culto a la modernidad, tan religioso que ya únicamente necesita de ateos, menosprecia incluso a estas reservaciones de nativos mexicanos. Así, el presidente López Portillo se jacta varias veces de su descubrimiento: México solventará sus necesidades alimenticias entregándole al campo sólo el cuatro por ciento de la población. ¿Y el resto, señor presidente? El resto es la respuesta implícita, ya sabrá qué hacer para no molestar mi diagnóstico. Y el corolario patético de esta línea de pensamiento es en 2003 el secretario de Agricultura Javier Usabiaga, que regaña a los productores agrícolas por no modernizarse y no usar tecnología de punta. Así es, si no son ya muy ricos, ¿cómo quieren vivir de su trabajo? *Este texto fue publicado en un número especial de la revista Cuadernos Agrarios, recoge la intervención de Carlos Monsiváis el 15 de enero de 2003 en el Museo de la Ciudad de México, en apoyo del Movimiento El Campo no Aguanta Más |