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El último suspiro del Conquistador / XLIV

A

l almero Tomás no habría querido tratar a Garcí como esclavo, pero el español no daba margen para otra cosa: imitaba con sumisión y buen humor las acciones del maya, le ayudaba en lo que fuera posible, sin llegar a ser molesto, y reía mientras desempeñaba las faenas más duras: desyerbar milpas, construir chozas de cañabrava, cortar leña. Tomás había invertido la herencia que le dejara su señor en tres encomiendas prósperas, una en Antequera y dos más en el Soconusco, pero decidió vivir de manera modesta a unas pocas leguas de su pueblo natal.

En esa región, la conquista española no fue un hecho consumado sino hasta un siglo después: los caciques chiapanecas, tzotziles, tzeltales, zoques, chontales y mames, hacían como que se rendían ante la espada, simulaban abrazar la fe de la cruz y, pocos meses después,alguna partida los descubría, junto con sus gobernados, cometiendo idolatría en adoratorios improvisados en los cerros próximos a sus pueblos. Venía entonces la captura de los jefes y la dispersión de los macehuales, quienes emprendían campañas de resistencia tan feroces como infructuosas. Tomás procuraba mantenerse al margen de la violenta campaña de desgaste contra los suyos, que se desarrollaba por medio de una dominación inhumana y que, de cuando en cuando, desembocaba en batidas y en combates. Vivía con discreción, sin pareja ni descendencia y, al principio, acompañado sólo por Garcí. Pero en los años posteriores a su retorno de España, Tomás adoptó a tres huérfanos de distintas edades, hijos de principales ajusticiados por levantiscos e idólatras.

El primero tenía apenas cinco años cuando el almero lo encontró vagando y gimiendo entre las ruinas de un caserío incendiado por los españoles y fue llamado Simón por su protector. El segundo, a quien denominó Matías, era un niño de 12 que escapaba de una de las redadas contra los insumisos y que fue aprehendido por los capataces cuando merodeaba en una de las encomiendas del almero. Éste lo sustrajo de sus captores con el argumento de que lo entregaría a la justicia, pero se lo llevó a su casa. El tercero era su sobrino y ya andaba por los 16 cuando unos tipos con adarga se apersonaron en su localidad, degollaron a los hombres del pueblo y violaron a varias mujeres. El muchacho quiso enfrentar a los agresores pero su madre lo disuadió y le ordenó que escapara y que buscara refugio en la vivienda de su tío. Llegó allí con una voluta de rabia atravesada en la garganta y a Tomás le fue difícil apaciguarlo. Tras muchos esfuerzos, logró hacerle ver al joven que la resistencia contra los teúles era inútil y que la venganza acarrearía nuevas desgracias para la gente del pueblo. “Te haré mi aprendiz –le propuso, una vez que el muchacho estaba más tranquilo–, te transmitiré saberes que te harán poderoso, y te daré mi nombre. Vas a llamarte Tomás”. El joven quedó convencido. Así se formó una extraña familia de cinco hombres que vivieron en un rincón cualquiera de la selva del Usumacinta.

Los esclavos también duermen. Tomás veía cómo subía y bajaba el torso lampiño y pálido de Garcí al compás de una respiración apacible. Tuvo el impulso de matarlo en ese mismo momento pero se avergonzó de la idea. Se acercó a él y lo despertó, poniendo con suavidad una mano en su hombro. El zombi despertó, vio a su amo y sonrió.

–Garcí –dijo el maya con suavidad–: debo matarte.

–Tú eres mi amo –repuso el español con naturalidad, tras espabilarse– y tú dispones de mi vida.

–Pero no sé qué ocurrirá si lo hago pues, a mi entender, tú ya estás muerto.

–Morí, pero fui resucitado por El Negre, de modo que estoy listo para morir de nuevo– rió Garcí.

–¿Conservas algo de la muerte?

–Lo único que no resucitó fue mi voluntad. Todo lo demás en mí está vivo –dijo el español.

–Escucha, Garcí, escucha: guardo un alma y debo encontrarle un cuerpo –le explicó Tomás–. ¿Le prestarías el tuyo?

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–Si así tú lo dispones, sí –replicó el resucitado, sin mostrar impacto alguno.

–Es para dar cumplimiento a un deber muy importante. Tu cuerpo será ocupado por el ánima de mi señor Hernán Cortés.

Al escuchar aquello, Garcí se mostró sorprendido por primera vez en la plática, y al gesto de asombro siguió una risotada de entusiasmo.

–¡Vive Dios, será un honor!

* * *

El perito forense Sánchez Lora no podía más con las noticias nacionales. La víspera se habían realizado comicios en varios estados y todos los partidos y todas las autoridades celebraron la fiesta cívica y anunciaron que sus causas habían triunfado; los comentaristas de televisión festejaron las elecciones como un triunfo contundente de la democracia y la civilidad. Pero entre la miscelánea informativa de aquella mañana, Sánchez Lora había leído un parrafito inquietante: en un comité distrital del oriente del país se había recibido, entre muchas otras urnas, una que en vez de sufragios contenía la cabeza de un candidato a gobernador; curiosamente, la del que las encuestas señalaban como favorito para ganar. Sin embargo, el escenario noticioso estaba tan lleno de cabezas cortadas –unas semanas antes alguien había depositado, frente a la entrada de la residencia oficial, las de los 19 integrantes del gabinete presidencial, y no había pasado nada– que una más no hizo mella en el ánimo de nadie, salvo en el de los deudos del difunto y en el de unos cuantas personas sensibles como el propio Sánchez Lora, que lo era a pesar de su oficio.

Al día siguiente, el especialista deambuló toda la tarde por el centro de la ciudad, tratando de hilvanar alguna explicación al desastre que percibía en el país. Su instinto profesional de analista de restos lo impulsaba a construir una hipótesis sobre unas circunstancias que, para él, parecían indicar el fallecimiento de una nación. Admiró la fachada de San Ildefonso, pero no se le ocurrió nada; la calle de Jesús María no le aportó idea alguna; rodeó el perímetro que demarcaba la vasta cicatriz del Templo Mayor, y la oscuridad de su mente no se disipó; quiso hallar algún vínculo entre Palacio Nacional y las eloteras que vendían su mercancía a un costado del solemne edificio, pero no lo halló; interrogó en silencio al portal frontero del Zócalo, en donde había estado La Estrella de Oriente, tienda que era el más remoto antecedente oficial de la mayor fortuna del mundo, pero nadie respondió; pasó a un lado de las nalgas de Catedral, que daban a la calle de Guatemala, y nada se le vino a la mente.

“Bueno –pensó con resignación–: al menos tengo algo con qué entretenerme.” Con el domicilio y el teléfono de Jacinta Dionez en la mano, el perito forense Sánchez Lora podría ir a la mañana siguiente en busca de aquella mujer. Antes de retirarse a casa, decidió darse una vuelta por el sitio en el que había muerto Iván, aplastado por una escultura de hierro que se desprendió de la cúpula del Hospital de Jesús a causa del insólito tornado que había azotado el centro de la ciudad. Del Zócalo caminó por Pino Suárez hacia el sur y unas decenas de metros antes de llegar a la esquina con República de El Salvador vio a la distancia una multitud de vehículos de la Policía Federal con las torretas encendidas. Recordó de inmediato que, semanas atrás, en uno de esos vehículos, un grupo de federales les habían arrebatado, a él y a sus compañeros del Forense local, los restos despedazados del homicida de Rufino Vázquez Morgado. Qué coincidencia, pensó. Caminó unos pasos más y vio un tropel de hombres con atavío antimotines que se arremolinaban en la acera opuesta a la del Hospital de Jesús, justo en la esquina de la casa de los marqueses de Calimaya. Se sorprendió a sí mismo pensando en voz alta:

–¿Qué? ¿No es ahí en donde están velando al escritor?

(Continuará)