Opinión
Ver día anteriorJueves 1º de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Y ahora?
E

n el oscuro panorama que agobia al país, la condena unánime del asesinato del candidato a gobernador de Tamaulipas es un hecho positivo que merece fortalecerse. Al eludir la tentación –tan a flor de piel– de aprovechar la tragedia para obtener pingües dividendos particulares, los partidos entienden que la escalada de violencia en curso constituye una amenaza directa para la convivencia pacífica y el Estado mismo.

Así pues, no obstante el clima de descomposición política y moral que acompaña el último tramo de las campañas electorales, con su estela de corruptelas, espionaje y uso patrimonialista de los recursos públicos, la sensatez quiere abrirse paso sobre la irracionalidad que amenaza con ir colonizando a sangre y fuego parcelas mayores de nuestra vida pública. Si bien se ha esbozado la posibilidad de formar un frente común de todos los partidos con el gobierno, el Presidente ha requerido, una vez más, el apoyo de la ciudadanía y la corresponsabilidad de los políticos sin distinción. Ha prometido apertura y disposición a conversar con los partidos. A él le toca ser el ponente.

Por supuesto, nadie que esté en su sano juicio puede rechazar el diálogo (propuesto por el Dia) para unir y fortalecer las acciones contra la delincuencia organizada, pero no es menos obvio que la necesidad del debate, precipitada por el horrendo crimen, surge por la ausencia de una idea compartida, común, acerca de qué significa aquí y ahora combatir esas expresiones del delito, lo cual trasciende al cómo hacerlo, hasta ahora materia de las principales desavenencias.

En otras palabras, el diálogo, si se quiere que sea genuino y fructífero, presupone revisar los grandes trazos de la estrategia puesta en marcha, a fin de hallar los fundamentos de una política de Estado que, en efecto, garantice la seguridad pública. Y eso implica la apertura de la agenda, incorporar al diseño nuevos enfoques, otras dimensiones del problema, hasta ahora poco estimadas o de plano escamoteadas por la visión oficial, de modo que la reflexión en torno a la seguridad nos devuelva al campo fundamental de las definiciones sobre el tipo de país que queremos construir, y con qué medios. Y eso es, en definitiva, el tema candente de nuestra peligrosa situación.

En sus recientes alocuciones televisadas, el Presidente ha solicitado el respaldo del pueblo a las acciones del gobierno. No les pido actos de martirio o de heroísmo, sino simplemente pido su poyo decidido y su comprensión. Palabras sintomáticas que aluden al gravísimo problema que la autoridad no logra resolver al cabo de cuatro años: la guerra. Los resultados del combate frontal al narcotráfico y otras bandas no convencen a una ciudadanía que por regla general desconfía de sus políticos y gobernantes, y cree que vamos de mal en peor. ¿Es esta situación el fruto de la interpretación sesgada de los medios sobre la violencia que ya ha costado 25 mil muertos, como se ha escrito en todos los tonos? Es, pues, un problema de percepción, rectificable con sólo inclinar el balance de las informaciones o silenciar las resoluciones de los derechos humanos.

O, como lo creo, estamos ante otra manifestación de la crisis ideológica, moral y política en la que se halla estancado el país, cuyas debilidades son aprovechadas para fortalecer a un poder paralelo que ya le ha perdido el temor al Estado. En esta interpretación, los tiempos se agotan, de manera que el acento del cambio habría que ponerlo en las reformas sustantivas que las fuerzas políticas no desean culminar: la tranformación democrática del régimen político hacia formas plenas de parlamentarismo y la reforma social que es indispensable para lanzar un nuevo ciclo de desarrollo, capaz de sustentar la formación de una verdadera ciudadanía. Se trata de poner en el cajón de la historia los resabios del viejo presidencialismo, los cuales ahora se intenta reciclar con el pretexto de darle al Ejecutivo un mayoría para gobernar. Esa es la camisa de fuerza que anula o dilapida la potencial energía democrática, la oculta en un falso gradualismo atemperado por el peso de los grandes intereses que se han atrincherado en una visión mezquina de la democracia, siempre dispuestos al entendimiento bajo cuerda en el que florecen los nengocios más oscuros. Eso tiene que cambiar, para darle un respiro a la gente y una oportunidad a las instituciones sanas de la República.

Si en la actualidad hay un obvio distanciamiento entre la autoridad y la sociedad no es por tolerancia de ésta al delito, pues la violencia criminal empaña la cotidianeidad y convierte en víctimas a familias inocentes, pero es innegable que en ese embudo letal desde el que se observa la vida nacional, el ciudadano no percibe al político como éste se sueña a sí mismo y sólo juzga a partir de los resultados, es decir, de las consecuencias que le trae aparejada la acción oficial. Y éstas suelen ser negativas.

En consecuencia, también hay que politizar el tema de la delincuencia organizada, pues ¿cómo convencer a los ciudadanos de la necesidad de condenar el asesinato en nombre de la democracia si, a la vez, imperan los grados de impunidad que se observan? ¿Cómo evitar los riegos de contaminación de las campañas electorales si los órganos encargados de administrar la justicia, los cuerpos de seguridad, la primera línea de la legalidad, suelen doblegarse ante el dinero ilícito? Si en verdad se quiere convertir la respuesta al crimen en un acto de repudio a la violencia es preciso salir en defensa de la política antes de que estos hechos ocurran, mucho antes de que la autocomplaciencia de algunos hipócritas, arropados bajo la pureza del ciudadano inexistente, le extienda un certificado de defunción.