na oscura preocupación se filtra en el espíritu insubordinado del Mundial. La defectuosa seguridad de Sudáfrica y la magnitud televisiva del encuentro es un binomio de espanto. Naciones como Nigeria, Holanda, Estados Unidos e Inglaterra han traído su cuerpo privado de seguridad para proteger a sus jugadores y evitar incidentes. Los dos últimos países, presintiendo la enemistad del mundo por su política exterior, han enviado a fuerzas especiales que superan los 100 hombres armados.
En septiembre de 2001 se llevó a cabo la Conferencia Mundial contra el Racismo en Durban, Sudáfrica. Asistieron grupos que no tienen representación política como los inuit, roma, afroamericanos y kurdos.
El conflicto entre el mundo árabe e Israel se ha convertido en el ejemplo recurrente cuando un pueblo se siente subyugado, y la conferencia se convirtió en un caótico coro de opiniones al tocar el tema. Thabo Mbeki, el segundo presidente de Sudáfrica y anfitrión de esa conferencia, comenzó a alimentar su ego con una dieta antiestadunidense hasta que tres días antes del 11 de septiembre negó el permiso de fondear en Ciudad del Cabo a parte de su flota.
Después del 11 de septiembre, Mbeki se puso la máscara empática e inmediatamente expresó sus condolencias, y en la atmósfera sentimental del momento, declaró su indudable alianza con el presidente Bush para cooperar con todo tipo de inteligencia.
Estados Unidos temía que el número de musulmanes ricos, el acceso rápido a grandes cuentas de dinero y la deficiente vigilancia bancaria y policial harían de Sudáfrica el perfecto hoyo negro para que terroristas administraran otros ataques.
Aziz Pahad, musulmán y ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno de Mbeki, comenzó a criticar las iniciativas de Estados Unidos e Inglaterra por sus agresiones en Afganistán.
Conforme los musulmanes sudafricanos consolidaban su postura contra las potencias anglosajonas, también lo hacia su gobierno. Un periódico nacional, The Sunday’s Times, identificó que más de mil musulmanes sudafricanos dejaron el país para apoyar al talibán en diciembre de 2001.
Pero ni Mbeki ni Mandela –las voces de Sudáfrica ante el mundo– pasaban de la raya en sus críticas al herido monstruo que era Estados Unidos. Hasta que Jacob Zuma, ahora presidente de Sudáfrica y entonces ministro en Durban, alteró el diálogo político al declarar en una mezquita de su localidad que Estados Unidos era también culpable de terrorismo al invadir Afganistán y contemplar la invasión de Irak.
Para marzo de 2002 el gobierno sudafricano se oponía abiertamente a las guerras estadunidenses. Desde entonces Sudáfrica lideró un grupo de naciones en la ONU para prevenir que Sudán fuera acusado de violaciones de derechos humanos en Darfur; apoyó a Libia para que fuera presidente de la Comisión de Derechos Humanos; mantuvo cálidas relaciones con Corea del Norte mientras la acusaban de desarrollar armas nucleares y reconoció el movimiento independiente de la República Saharaui, lesionando permanentemente toda relación con el Reino de Marruecos. También se ha abstenido de forzar un cambio en el reino
de Mugabe, también conocido como Zimbabwe.
¿Es apropiado entretejer ideas de terrorismo en Sudáfrica durante el Mundial? La preocupación sembrada en las naciones participantes se ha filtrado en el ánimo de las personas. Algunas son nubladas por la explosiva posibilidad que la euforia del torneo genera. Otras cubren sus oídos y arrugan la cara por la escalofriante anticipación de un bum.