a verdadera vida de un escritor empieza cuando muere, cuando ya sólo es sus lectores. No valen entonces las cortesías, las ediciones de cumpleaños, las cenas, los cocteles, los agentes literarios, los premios, el impulso del marketing. Sólo los lectores harán el milagro, o no, de la eternidad de un autor. ¿Cuántos poetas o novelistas murieron antes de sus exequias? ¿Cuántos sólo fueron volumen, nómina, inventario de bodega, ejercicio de presupuesto?
Larga vida augura Carlos Monsiváis si nos atenemos a sus lectores y a esa multitud que admiró su coraje moral, su indignación crítica constantemente renovada. Sus lectores y admiradores son ya una inmensa minoría, militante como él por las causas justas, los derechos humanos, el laicismo del Estado, la tolerancia, o el gusto por la literatura. No todos los que acudieron a su funeral leen, es cierto, pero todos se sintieron incluidos en sus crónicas y ensayos, o en las colecciones de su museo, El estanquillo, en el que, como en sus crónicas, se han sentido parte de la historia, protagonistas de su tiempo.
Inmensa minoría porque Carlos fue también una multitud diversa y fragmentada por gustos, decisiones, historias de este México que es muchos Méxicos. Todos los marginales tuvieron su Carlos Monsiváis: los protestantes que han hecho de su patria un libro y de la lectura un recurso para dotar al mundo de un ligero aumento de luz; los homosexuales por hacer de su preferencia sexual heterodoxa un derecho ciudadano; los lectores de cómics que sintieron una especie de redención al enterarse de que El sabio Monsiváis
, como aparecía en la historieta Fantomas, no sólo fue traductor de cómics sino coleccionista de los monos de Rius, de La familia Burrón, o de la revista Mad; o aquellos otros que comprendieron que no hay democracia sin justicia ni modernidad democrática sin Estado laico; o las mujeres que ya no quieren ser consideradas el sexo vencido, el sexo de segunda incapaz de decidir sobre su maternidad o sobre su cuerpo, o los indios que reclaman nunca más un México sin ellos o el de aquellos defensores de los animales o los amantes del cine mexicano que encontraron en La época de oro
un pasado sentimental y donde se encuentra el que podría ser el epitafio, según Monsiváis, del pueblo mexicano cuando dice Chachita en Nosotros los pobres: ahora ya tengo una tumba donde llorar
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Monsiváis ya es sus lectores pero también los que prefieren verlo en YouTube, escucharlo razonar en voz alta, prodigar aforismos como estiletes, o valerse del humor negro como método de crítica lapidaria que no admite derecho de réplica.
Las crónicas de Monsiváis nos cuentan el cuento de la verdad pero su mirada es multicultural: las sostienen películas y canciones, refranes, obras de teatro, fotografías, leyes, ediciones de libros, credos religiosos y no tanto, hábitos gastronómicos, análisis lingüísticos, objetos de época, canciones de cuna, novelas, poemas, luchas sociales, panfletos, publicidad, modas, tarjetas de presentación como la de aquel diputado liberal que imprimió en las suyas la frase: enemigo personal de Dios
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La tradición moral y literaria de Monsiváis tuvo quizá el mismo origen: la lectura de la Biblia en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. La versión según Sergio Pitol que guarda la sonoridad del siglo de oro de la lengua castellana. Tal vez por ese origen doble Monsiváis escogió la crónica como forma de expresión literaria y espacio donde los principios nunca resultan incómodos. Con ella podía contarnos más que mundos de ficción, el cuento de la verdad.
Ryszard Kapuscinski decía que para ser buen periodista resulta indispensable ser buena persona. Me parece particularmente cierta su sentencia en el caso de Monsiváis: quiso contarnos a final de cuentas el cuento de la verdad y supo que para hacerlo debía cuidar con esmero su lenguaje.
Carlos Monsiváis ya es sus lectores, ya es sus admiradores. Según los actos multitudinarios de su sepelio empezó muy bien su otra vida, la eternidad que sólo dispensa la memoria de los otros, los otros que en su caso son legión, muchedumbre, multiplicidad de minorías que ven en Carlos y sus libros un espejo que les reveló sus señas de identidad, las líneas de su mano, el perfil de su rostro.