os días de nuestra edad son setenta años
Salmo 90: 10
De las fechas que me han marcado guardo la memoria que corresponde, casi siempre legendaria. Debido a limitaciones de Natura, carezco de recuerdos de mi nacimiento o de mi muerte y –tal vez menos significativos o menos fuera de mi control que el nacer y el morir– los otros acontecimientos relevantes de mi vida han quedado a cargo de una combinación desigual de lo objetivo y lo subjetivo, es decir y por lo general, de la invención y del olvido. En lo íntimo, recuerdo la hora y las circunstancias del fallecimiento de mi madre, y en un nivel distinto, pero también de consecuencias interminables, la muerte de algunos parientes y de varios amigos. No suelo hablar de estos asuntos y no me refiero a ellos por escrito, al no sentirme capaz de narrar la agonía de un ser querido, los gestos y los sonidos de la vida que se extingue, o de referir mis reacciones al enterarme de los sucesos.
Al asimilarse como hechos de la vida personal, los grandes acontecimientos políticos y sociales se prestan siempre a la evocación mitológica. Así y por ejemplo, las preguntas que sitúan en un mapa anímico inexorable, tipo: ¿Cómo te enteraste del asesinato de John Kennedy?
, o ¿Cuál fue tu reacción al oír de la muerte de Luis Donaldo Colosio?
, que son al fin y al cabo retórica de las encuestas, porque implican la sacralización de un hecho, y por minimizar y agrandar a la vez al sujeto del interrogatorio. Todos nos ubicamos ante los grandes acontecimientos de la nación y del mundo, llamados llana o confianzudamente la Historia; todos inventamos un perfil cívico al expresar nuestra respuesta; todos memorizamos nuestras reacciones.
En mi caso, habitante de la ciudad de México, tengo muy presente el 2 de octubre de 1968, evidente parteaguas histórico. En mi repertorio de datos incluyo los telefonemas que hice en la mañana de ese día, y recuerdo mis comentarios sobre el desgaste del Movimiento y el cerco en su derredor (esto no es hazaña mnemotécnica alguna, no se hablaba de otra cosa). También, en la tarde, una conversación muy prolongada con un amigo que retrasó mi arribo a Tlatelolco, donde atestigüé, en el Paseo de la Reforma, el momento de la fuga colectiva, de las denuncias a gritos y el pavor que se impregnaba; el recorrido veloz por las calles, la búsqueda de transporte, el viaje aciago a la Ciudad Universitaria casi desierta. Tengo muy presentes los rumores y el clima de agravio y alarma. Luego, ya en mi casa, la contemplación febril de los noticiarios, el telefonema de Leonardo Femat, que me hace oír los treinta minutos de grabación del fuego cruzado, y más tarde, los testimonios alucinantes de Nancy Cárdenas, Beatriz Bueno y Luis Prieto, quienes salieron justo a tiempo de la Plaza... Y las reuniones del 2 de octubre de 1969 y 1970 en casa de Selma Beraud para conmemorar el dolor y la rabia ante la impunidad. Los hechos figuran en mis recuerdos, pero he elaborado y relaborado mi estado de ánimo de ese día a lo largo de 35 años, y mi recuerdo actual está bastante más cerca de la efeméride que de la vivencia.
Otro tanto me sucede al evocar el 19 de septiembre de 1985. Supongo que en el tiempo sicológico ese día duró demasiado, al ir del miedo y el estupor a la combinación de alivios y tristezas. En tumulto, se añadieron rumores y detalles, las caminatas despiadadas, las llamadas perdidas, la impresión de habitar una ciudad paralizada y a la vez renovada por un espíritu distinto, la solidaridad nueva... No, esto último es un añadido, las presiones y las desolaciones del 19 de septiembre no admitían el juego de las moralejas sociológicas. Sólo al día siguiente, luego del segundo temblor, advertí lo obvio: el surgimiento casi formal de la sociedad civil (démosle ese nombre) y su toma de poderes, al no hablarse todavía de empoderamiento. Y así, al cabo de incontables repeticiones, el 19 de septiembre se ajusta al debut formal de una especie inesperada y ya imprescindible. Esto unifica mi experiencia, pero modifica a fondo mis recuerdos, al encuadrar en un solo molde el coro de impresiones y voces y temores y valentías.
Tampoco me fío de mis notas mentales sobre las fechas que anuncian etapas emotivas, por lo común, los hechos que convierten a cada persona en institución de sí misma. Quedan esos días como las fábulas requeridas de placas conmemorativas, como aquel augurio que no supe leer con agudeza, o la premonición póstuma por así decir. Quién hubiera dicho que alguien así me importara tanto por tanto tiempo...
Y como todos, mezclo en cada etapa la costumbre de entonces con la idea actual de mí mismo. Las tabulaciones personales también cumplen sus bodas de oro.
¿Qué hacer con las fechas? En materia de evocaciones, su función principal es exorcizar la anarquía de los recuentos. Al existir en efecto el Star System de los días relevantes, y al exceptuarme de bautismos, primeras comuniones y bodas con la familia reunida alrededor de un solo chiste y una sola felicidad mientras más actuada más genuina, advierto en el calendario un conjunto más bien huidizo, con muy escasos deberes cronológicos. Y lo más fastidioso y lo mejor de los días culminantes en mi vida es su condición irretornable. No es sólo lo que hice entonces (reconstruido), sino, como suele suceder, el atender en demasía lo negociable con el olvido. Al no existir para mi desdicha los Museos de las Emociones Límite, nunca recupero las fechas determinantes en su diafanidad, sino, de modo clásico, las localizo en el sitio donde las recordé la última vez; por supuesto, en algo o en mucho diferente del lugar de la penúltima. Se vuelven proteicos la furia y la desesperación, la esperanza y el júbilo comunitarios, el deseo y el placer de asir como se pueda las experiencias. Detente, oh momento, eres tan bello por tan imposible de evocar con justeza. ¿Y qué es lo determinante entonces? Aquello donde –por así decirlo– uno ya no distingue entre sentimientos y razonamientos. Entre las emociones del día de la boda, supongo, se encuentra en primer término la institucionalidad del acto. Y esto se instala en la foto del matrimonio y la inauguración formal de una dinastía. Y lo sojuzga todo la indistinción entre lo que se vive y lo que se debería vivir, desde la publicación del primer libro a cualquier acto donde se establezca la alternativa dogmática: o uno memoriza sus reacciones y al hacerlo las fabrica, o se renuncia al punto de vista fijo, lo cual también es una falsificación.
Desde 1985, la pandemia del sida me resulta una sola fecha aterradora, poblada de episodios que se repiten inexorablemente, y que varían con los grados diversos del afecto y la importancia que le atribuyo a la persona y la calidad de la atención médica. He perdido amigos muy cercanos, y, también, amigos que me importaban sin yo saberlo con precisión. Los fallecimientos sucesivos se unifican, no tanto por el poder nivelador de la muerte, sino por ese vislumbre que abarca a unos cuantos y, con el fulgor abstracto de la estadística, a decenas de millones de personas, el holocausto al que impulsan la desinformación, el prejuicio aterrador, la homofobia y las políticas genocidas de los que continúan penalizando moralmente la enfermedad y se oponen con histeria a la distribución, e inclusive a la mención, de los condones. (Aquí destaco el papel del clero católico). La pandemia como una sola fecha incesante.
El santoral privado
señala una parte del proceso de fijación de la vida a través de capítulos de la memoria. Y por lo común, los días ya rituales de cada uno participan ampliamente de la mezcla de nostalgia y narrativa algo tramposa. De esto, por supuesto, no me exceptúo.
Texto publicado en La Jornada, el 4 de mayo de 2008, con motivo de su cumpleaños 70