|
||||
Cuba ¿Campesinizar la revolución? Armando Bartra Para poder avanzar en el desarrollo económico y social (...) el sector agropecuario es determinante (...) y los campesinos juegan un papel esencial. Estas circunstancias demandan una actualización de nuestro modelo. RETOÑAN LOS BOHÍOS EN EL “LARGO LAGARTO VERDE” Hace medio siglo Cuba hizo una revolución para liberar de opresión y explotación a los trabajadores, la mayoría del campo. Aun así, la vía dominante de emancipación rural no fue la campesina, sector al que se le asignó un papel segundón en la gran mudanza. Pero a fines del pasado siglo cambiaron los vientos y hoy muchos obreros agrícolas cubanos se tornan labriegos. Y lo hacen con entusiasmo, con alegría. En la isla está en curso una nueva Reforma Agraria y todo hace pensar que la Revolución se campesiniza. En el histórico alegato titulado La historia me absolverá, el joven Fidel Castro enumera los principales componentes del “pueblo cubano” en tiempos de la dictadura: 500 mil obreros del campo que trabajan cuatro meses al año y no tienen tierra; cien mil campesinos casi todos arrendatarios o aparceros; 400 mil trabajadores industriales; 600 mil desempleados. La Ley Número 3 del Ejército Rebelde, promulgada el 10 de octubre de 1958 en la Sierra Maestra, da salida parcial a esta situación concediendo la propiedad de la tierra a quienes cultivan extensiones no mayores de cinco caballerías (67 hectáreas), y en 1959, al triunfo de la Revolución, se emite la Ley de Reforma Agraria que “proscribe el latifundio”, entendiendo por éste la propiedad mayor de 60 caballerías (804) hectáreas; prohíbe a los extranjeros la propiedad agraria, golpeando así a trasnacionales como la United Fruit, dueñas de más de la mitad de las tierras cultivadas; y ratifica el decreto de Sierra Maestra al adjudicar a los campesinos tierras a título gratuito, en extensiones que no superen las cinco caballerías. En 1963, a raíz de la invasión de Playa Girón y el apoyo de Estados Unidos a guerrillas rurales “anticastristas”, se aprueba una segunda Ley de Reforma Agraria que proscribe las propiedades de más de 67 hectáreas, base territorial de un sector presuntamente contrarrevolucionario de agricultores acomodados. Producto de estas reformas, es la consolidación de un contingente de casi 200 mil pequeños agricultores, antes precaristas o aparceros. Sin embargo, estos campesinos son menos de un tercio de los trabajadores del campo, y sus tierras, en general pobres, representan sólo el 30 por ciento de la superficie agrícola. La mayor y mejor parte de la tierra –antes usufructuada por latifundios, trasnacionales y campesinos acomodados– pasa a manos del Estado, que a raíz de la primera Ley de Reforma Agraria controla el 40 por ciento de la tierra agrícola, y con la segunda el 70 por ciento. Las Granjas del Pueblo y las grandes empresas cañero azucareras administradas por el gobierno, constituyen el “sector socialista del agro”, donde laboran alrededor de 400 mil asalariados, que antes lo eran de la empresa agrícola privada. De esta manera el estatismo rural se asocia con el preexistente monocultivo cañero azucarero, prolongando en tesitura “socialista” el modelo agro-exportador dominante en la isla desde la Colonia, al tiempo que se arrincona al sector diversificado y principal productor de alimentos para el mercado interno –que son los campesinos– lo que conduce a una creciente y alarmante dependencia alimentaria. Había razones pragmáticas para que Cuba mantuviera el monocultivo que la unció al Imperio, sólo que ahora orbitando en torno a las nuevas metrópolis socialistas. Pero se esgrimían también argumentos doctrinarios para sustentar la presunta minusvalía técnica, económica, social, ideológica y civilizatoria de los campesinos diversificados productores de alimentos. “La alianza obrero campesina consiste en (...) respetar los derechos, pensamiento y voluntad del campesino (...) ¿Pero quiere esto acaso decir que eternamente vamos a permanecer como campesinos? Nosotros sabemos que esto no es posible (...) y que llegará el día en que no exista el campesino independiente (...) Porque nosotros no vamos a estar a la zaga de la civilización”. Esto lo dijo Fidel Castro en 1974, y un año después, el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) abundaba sobre el tema: “El sector campesino constituye aproximadamente el 30 por ciento de la superficie agrícola del país, (pero) esta explotación minifundiaria del suelo comporta la subutilización de un recurso vital para la nación: la tierra. Por ejemplo: en las zonas tabacaleras aproximadamente una cuarta parte del área se siembra de tabaco, mientras que el resto se dedica a la producción de autoconsumo (...) En las tierras óptimas para la caña, menos de la mitad está dedicada a este cultivo. De otra parte, el trabajo del campesino en su parcela, en las más diversas labores, impide el incremento de la productividad que es posible por la especialización”. A la enumeración de atentados contra el monocultivo, sigue el desahucio del productor familiar: “El progreso técnico sólo es posible en la misma medida en que la producción se concentra y especializa”. Y finalmente, la solución burocrática y proletarizante: “La incorporación de la tierra de los campesinos a los planes estatales es una de las formas de tránsito gradual de la propiedad privada a la propiedad de todo el pueblo (...) Cuando esto sucede, el campesino da un gran paso hacia delante, deja atrás el concepto de propiedad privada (y) pasa a las filas de la clase social más revolucionaria y avanzada: la clase obrera”. El monocultivo estatista agro-exportador sostenido con trabajo asajariado, perece un modelo viable para el socialismo cubano, hasta que, producto del proteccionismo y la competencia de otros edulcorantes, en los 80s del pasado siglo comenzaron a caer los precios del azúcar de caña, a lo que se añadió el fin de los apoyos a la isla por parte del “campo socialista”, que compensaban el bárbaro bloqueo comercial decretado por el gobierno de los Estados Unidos. La obligada conversión resultó ardua, dolorosa y sobre todo lenta. Pero si sustituir exportaciones fue cuesta arriba, más lo es reducir la dependencia alimentaria; déficit externo insostenible cuando los precios internacionales crecen, como viene sucediendo desde 2007. Hoy Cuba gasta unos dos mil millones de dólares anuales en la importación de comida –sobre todo arroz, frijol, maíz, grasa, carne, leche, huevos y café– de modo que producirla en el país es “asunto de seguridad nacional”, a la que se debe sumar “el mayor número posible de personas, mediante todas las formas de propiedad existentes”, dijo en agosto de 2009, el presidente Raúl Castro. Y los campesinos salieron por el balón. Desde fines del siglo XX el gobierno cubano comenzó a redimensionar al sector agropecuario estatal y las tierras en manos de labriegos pasaron del 30 al 40 por ciento. Módica campesinización que se aceleró en años recientes con el impulso a la agricultura urbana y suburbana, y el Decreto-Ley 259, por el que se entregan en usufructo tierras ociosas. El X Congreso de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP), que desde 1961 representa a los campesinos cubanos organizados en cooperativas de crédito y servicios o de producción, refleja lo drástico del viraje, la profundidad de lo que en la reunión se llamó “actualización del modelo”. “Hoy la lucha a librar es por la seguridad alimentaria de nuestro país”, se dijo. Para ello hay que “incrementar la producción en renglones alimenticios que sustituyan efectivamente importaciones”, lo que supone fortalecer al sector campesino que con el “41 por ciento de la superficie agrícola aporta cerca del 70 por ciento del valor de la producción agropecuaria”, mediante “la aplicación del Decreto-Ley 259 (por el cual ya) se han entregado 952 mil hectáreas a más de cien mil personas”. Contra el centralismo burocrático hay que “propiciar la descentralización de la producción hacia los territorios, delegando una mayor participación a los gobiernos locales, para lograr el autoabastecimiento municipal”; hay también que impulsar el procesamiento local mediante “micro y minindustrias”, y por último hay que buscar que “se resuelvan las causas que están limitando la autonomía de las cooperativas”. Todo esto apoyado en un “movimiento agroecológico”, que mediante “abonos orgánicos y productos biológicos para el control de plagas” impulse una “agricultura sostenible”. Lo que en 1975 satanizaba el PCC, es ahora el nuevo paradigma: entonces el atraso lo representaba “la pequeña parcela campesina, que se caracteriza por la subdivisión en pequeñas áreas destinadas a la producción comercializable; a las siembras de viandas, hortalizas y granos para el autoconsumo; a la arboleda frutal, al potrero para el ganado mayor y los animales de trabajo, y al patio de los animales de corral”. En cambio hora este es el modelo a seguir: “Se trata de acercar los alimentos a las ciudades sobre la base de una agricultura diversificada”, dijo Rodríguez Nodals, jefe del Grupo Nacional de Agricultura Urbana y Suburbana. Lo que según la ANAP, se logrará “aprovechando intensivamente las tierras que rodean las ciudades (...), con el menor gasto posible de combustible, empleando los propios recursos locales y con amplio uso de tracción animal”; además de que hay que fomentar la siembra de frutales, “producción que permite la intercalación de cultivos”. ¿Dónde quedó la especialización a toda costa, la mecanización a ultranza, la división extrema del trabajo, la estatización de las tierras campesinas...? Pese a todo, el buey sigue embarrancado. Hay en Cuba entre un millón 230 mil y tres millones de hectáreas cultivables que están ociosas, y de las 952 mil que desde 2009 se han entregado en usufructo en extensiones de entre tres y 20 hectáreas, cerca de la mitad están baldías o mal cultivadas. Y es que recampesinizar no es cosa fácil. En los meses recientes “se ha incorporado a la ANAP una alta cifra de asociados, muchos de los cuales no poseen toda la experiencia para las labores del campo”, reconoce la organización. En un país como Cuba donde siete de cada diez personas viven en ciudades, la batalla por la seguridad alimentaria tiene entre otras dos tareas estratégicas. Así lo plantea la ANAP: en primer lugar hay que difundir “el quehacer del campesinado en los diferentes medios de difusión masiva, transmitiendo lo que el sector representa en la economía del país, así como la imagen verdadera del campo cubano”; en segundo lugar hay que imbuir valores y actitudes campesinas en “los niños, jóvenes y socios recién incorporados a nuestra organización (...) de manera que comprendan que vivimos en un país agrícola”. Tras 60 años de revolución, los labriegos cubanos aún demandan reconocimiento a su labor y trato justo, de modo que su lucha confluye con la del resto de las “organizaciones campesinas e indígenas del mundo”, con quienes la ANAP mantiene una política de “apoyo recíproco y unidad internacional de acción”. ¡Campesindios del mundo precapitalista, capitalista y poscapitalista, uníos! Argentina Campesinos cordobeses se “visibilizan”
El avance de la agroindustria en Argentina durante las dos décadas recientes ha casi borrado de este país al campo en manos de campesinos. Cifras de 2006 indican que tan sólo cuatro explotaciones agropecuarias se han adueñado de 65 por ciento de la tierra productiva del país, mientras que 82 por ciento de los productores argentinos son familias campesinas y trabajadores rurales y ocupan únicamente 13 por ciento de la tierra. Los datos, reportados por el Movimiento Nacional Campesino e Indígena (MNCI) de Argentina, también indican que más de 200 mil familias han sido expulsadas de sus tierras por la fiebre neoliberal que prevalece desde los años 90s, y estas personas están hoy en la periferia marginal de las ciudades acumulando pobreza al igual que lo hacen los campesinos que continúan en las áreas rurales. En este escenario, el monocultivo de la soya (o soja como allá se denomina) orientada a la exportación y el avance de la producción ganadera y de empaques de frutas y conservas, también para los mercados del exterior, han destruido enormes superficies de bosques, han sobre-explotado y contaminado (con fuertes dosis de agroquímicos) los recursos hídricos, y por tanto han liquidado otras actividades agropecuarias de interés local como la lechería, la fruticultura y la horticultura diversificada, el trigo y el maíz, todas éstas fundamentales para garantizar una alimentación suficiente y a precios accesibles para la población de los argentinos. El MNCI detalla los resultados sociales y económicos de la situación: “El modelo tecnológico de los agronegocios se basa en grandes extensiones de tierra sin gente, desiertos verdes donde empresas semilleras, farmacéuticas y de agrotóxicos encadenan la independencia económica de los agricultores, controlando todos los resortes productivos como el suministro de insumos y la compra de productos, uniformizando calidades y la cultura productiva, convirtiendo el agro en una industria donde no hay comida ni trabajo”, dice en un texto de análisis de la cuestión agraria. Y a todo esto hay que agregar la acción de las minas, como la llamada Los Gigantes, en el departamento de Córdoba, que con su explotación de uranio ha contaminado por años el río San Antonio y el medio ambiente de la región. Pero en medio del túnel hay luz. Así se observa en la lucha activa del MNCI y del Movimiento Campesino de Córdoba, los cuales la última semana de abril pasado realizaron una serie caminatas de kilómetros y kilómetros desde diversas puntos hacia la capital de Córdoba, la provincia más campesina de Argentina. Su objetivo fue hacerse visibles e invitar a la población entera a solidarizarse. “Caminamos por la vida, porque el modelo agro-exportador sojero, ganadero y minero es de muerte, contaminación del agua y el aire, exterminio de los árboles que protegen el suelo y el agua, expulsión de las familias campesinas y finalmente de producción de commodities, forrajes, y no de alimentos sanos. No hay registros de la cantidad de enfermedades incurables que existen desde la implementación de esta forma de producción ni de lo invertido como forma paliativa e insuficiente en salud. Caminamos por reforestar el campo popular, porque esto no es algo que afecte sólo a las comunidades rurales, todos estamos involucrados. No hay casi góndolas de supermercado que vendan comida sin agroquímicos, es difícil encontrar productos del comercio justo, no existen políticas universales ni marco legal que promueva el desarrollo del campo con campesinos, con familias que lo protejan y dignifiquen la mesa de todos los días, con niños y jóvenes que puedan soñar su futuro en el medio rural (...)”, explicaron en su convocatoria. Un elemento que resaltaron en su marcha fue la identidad cultural de los alimentos, ligada con la soberanía alimentaria y la salud pública. Dijeron que el modelo alimentario que avanza en Argentina, el del fast food, también en manos de pocas empresas, no corresponde a lo que necesita la gente para alimentarse adecuadamente –“no trae garbanzos”–, y aunque “tenemos el derecho a comer lo que producimos y a producir lo que comemos (...), no tenemos los medios para producir los alimentos que el pueblo necesita, de acuerdo con sus costumbres y sus gastos”. Una de las demandas de los movilizados fue el reclamo de títulos de propiedad, el reconocimiento de tierras comunitarias y la suspensión de desalojos, así como la aprobación urgente de una ley de bosques. De acuerdo con una de las participantes de la caminata Ana Agnelli, miembro de la Unión Campesina del Oeste Serrano (UCOS) –quien dio una entrevista a la agencia de noticias Biodiversidadla–, los campesinos de Córdoba enfrentan una “clarísima criminalización” debido a que jueces, policías, abogados y otros frenan los procesos campesinos de demanda y regularización de tierras. Aunque hay una ley desde hace cuatro años que ampara el derecho campesino a este recurso, “no nos ampara”. La lucha por la tierra campesina tiene que ver con el fenómeno de avance de 95 por ciento que se observa en la tala de bosques de Córdoba, y que permitido que grandes empresas utilicen esta tierra en producción agroindustrial. Y hay planes de continuar esta tala. Según los marchistas, en su convocatoria, “permitir el avance de la frontera agropecuaria que provoca el desarraigo de miles de familias por medios poco transparentes no sólo despobló el campo de guardianes del bosque y de los incendios, sino llenó los barrios marginales de pueblos y ciudades de indignidad y planes sociales de contención (de la pobreza) sin proyección ni futuro”. Agnelli, quien caminó 200 kilómetros, resaltó que la marcha logró su objetivo de hacer visible lo invisible, pues “el campesinado en Córdoba pareciera que fuera parte de lo invisible, y esto (la marcha) ha demostrado que existen las comunidades, que existe la gente del campo y que son quienes le dan de comer a los pueblos”. Otra luz en el túnel está en la lucha legal que en Córdoba han emprendido varias agrupaciones sociales a favor del medio ambiente. En septiembre de 2008 lograron que Córdoba aprobara una ley que prohíbe en todo su territorio la minería metalífera a cielo abierto y la explotación de uranio y torio, ambos minerales nucleares. Una entrevista publicada por la agencia Biodiversidadla, con María Cuestas, joven abogada miembro del movimiento ¡Traslasierra Despierta!, menciona que la ley aludida, la Ley 9526, impide esa minería en todas sus etapas –cateo, prospección, elaboración, explotación, desarrollo, etcétera– y el uso de sustancias químicas contaminantes, tóxicas o peligrosas como el cianuro, el mercurio y el ácido sulfúrico. Sin embargo en mayo de 2009 la Cámara Empresarial Minera de la Provincia de Córdoba y la Asociación de Profesionales de la Comisión Nacional de Energía Atómica y la Actividad Nuclear promovieron una controversia de inconstitucionalidad y el Tribunal Superior de Justicia acaba de darle entrada a este recurso. Detrás de este intento contra la ley está la búsqueda insistente de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) de contar con permisos para la exploración en la región de Altas Cumbres de Córdoba. Ya en 1992 la CNEA promovió este proyecto, pero fue frustrado por la oposición de los pobladores. El recurso agua, estrechamente ligado con el interés social y campesino es el que está en riesgo. La abogada explica: “Sólo por el principio precautorio que rige en todo lo ambiental, simplemente con la duda, alcanza para que este tipo de explotaciones no tenga que llevarse a cabo. Existen pruebas contundentes de que sí ocasionan daños (...) El daño que queremos combatir no es tanto paisajístico, sino el que tiene que ver con la contaminación de los acuíferos a través de la decantación de los metales pesados y de que se filtran los ácidos”. María Cuestas considera que la controversia contra la ley es improcedente debido a que la ley ya había entrado en ejecución, ya había sido publicada antes de que se presentara tal recurso ante el Tribunal Superior de Justicia. (LER) |