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Panamá Brindan respeto a las Con más de 285 mil indígenas registrados en el censo de 2000, y con ocho etnias, los pueblos originarios representan diez por ciento de la población total de Panamá, y hoy día tienen 23 por ciento del territorio nacional reconocido oficialmente como posesión de sus comarcas, lo cual representa un elemento de vanguardia en las movilizaciones indígenas del continente Americano. De acuerdo con José Isaac Acosta, director nacional de Política Indígena del Ministerio de Gobierno y Justicia, estas demarcaciones iniciaron con un primer reconocimiento gubernamental en 1953, otros más en 1980 y los más recientes a fines de 1990 y significan la definición de casi todo el territorio indígena y el respeto de las leyes específicas de cada etnia. Además el gobierno, mediante decreto ejecutivo, reconoce a las organizaciones administrativas tradicionales internas. La situación que viven hoy los indígenas en Panamá –quienes en su gran mayoría son del pueblo kuna, pero también de las etnias emberá, buglé, bokota, wounaan, ngöbe, naso-ñteribe y bri-bri– es algo que hubiera sido impensable hace 15 años, señala el funcionario entrevistado, quien se identifica como buglé. “Además de la demarcación, en los cinco años recientes se han venido aplicando presupuestos de inversión para que los indígenas mejoren sus niveles de vida, que tengan acceso a servicios básicos, como educación, salud, comunicación, etcétera”, pues como en todo el continente, en Panamá los indígenas arrastran una pobreza ancestral. “No es justo que los hijos de los indígenas sean sólo trabajadores no calificados. Amerita que sean también profesionales de primera línea. Y que participen y se eduquen en las mejores universidades locales e internacionales. Esa es la visión que tiene el gobierno del presidente Ricardo Martinelli. Según el entrevistado, Panamá está entrando en procesos democráticos que benefician a los indígenas. “En estos momentos, por ejemplo, se desarrolla un proyecto hidroeléctrico en una zona que está fuera de área comarcable (a lo largo del Río Changuinola, en la provincia Bocas del Toro), y sin embargo, dado que allí existen comunidades indígenas, el gobierno ha solicitado a la empresa inversionista (la trasnacional AES) sentarse en una mesa de trabajo y ha solicitado a las comunidades que escojan a sus representantes auténticos. Y el Estado participa en la mesa. Los tres actores han acordado que los beneficios del proyecto lleguen a la comunidad indígena, al grado que se ha establecido un mecanismo de fideicomiso para las familias, cosa que 15 o 20 años atrás no hubiera sido posible. “Esto manda un mensaje al mundo y también al pueblo panameño indígena de que los derechos adquiridos y los derechos históricos que ellos demandan serán respetados y serán participes al momento que le gobierno inicie cualquier proyecto de envergadura.” Cabe decir, sin embargo, que versiones periodísticas muestran que este proyecto ha sido sumamente controvertido y que incluso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) solicitó en junio de 2009 suspender la obra debido a una denuncia presentada un año atrás por el pueblo ngöbe, por los daños que el proyecto causa a sus bienes, honra y cultura. Según el entrevistado, los indígenas además están en puestos de representación y gobierno. “Tenemos cinco diputados (indígenas) hoy día; gobernadores y gobernadoras indígenas, alcaldes indígenas, las direcciones nacionales de salud pública, de protección al medio ambiente y de política indígena están en manos indígenas. No ha sido un logro fácil. Sino que los indígenas han asumido compromisos”. Los pueblos indígenas de Panamá tienen sus formas de autoridad propias; tomadas originalmente del modelo de los kuna, estas formas implican congresos generales, caciques y autoridad comunitaria. En las leyes comarcales se acuerda la administración de justicia y resolución de conflictos según su cultura, las formas de uso y usufructo de la tierra y la educación bilingüe y se garantiza la representación política de las comarcas en la nación. Estas formas de autoridad, señala Acosta, son respetadas (LER).
Colombia Sobrevivencia indígena en riesgo Los 102 pueblos indígenas de Colombia –integrados por casi un millón 400 mil personas– están bajo una serie de fuegos reales y metafóricos, que ponen en riesgo su sobrevivencia. El sufrir pobreza y discriminación históricas y el estar en medio del enfrentamiento de más de cuatro décadas entre grupos guerrilleros y fuerzas de seguridad y paramilitares, pone a estos pueblos en situaciones límite, que son agravadas además por las multinacionales “que se están apropiando de los recursos hídricos, ambientales y minerales”. De acuerdo con José Vicente Otero Chate, coordinador de Comunicación y Relacionamiento Externo del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), “existe un plan de muerte contra los pueblos indígenas” en Colombia. “Hay un verdadero genocidio de los indígenas: 75 por ciento de nuestros niños padecen desnutrición; 32 pueblos están en extinción porque poseen entre 22 y 200 miembros y la pérdida de estos pueblos tiene su origen en el conflicto armado, el narcotráfico, las multinacionales, la militarización y el olvido estatal –como lo ha consignado Amnistía Internacional–. A causa del enfrentamiento de la guerrilla y las fuerzas militares y paramilitares, tan sólo entre 2002 y 2009 mil 400 indígenas murieron, 90 fueron secuestrados y 195 sufrieron desaparición forzosa, además de que hubo cuatro mil 700 amenazas colectivas”. Un indicador más de la estrategia de guerra que sufren los indígenas es que miles han debido desplazarse de sus tierras –que son zonas de intenso conflicto militar y ricas en biodiversidad, minerales y petróleo– y otro más es que a los niños indígenas se les niega la educación, pues las partes en el conflicto de guerra ocupan escuelas como bases militares. Otero Chate considera que la militarización de las zonas indígenas va en ascenso porque el gobierno de Álvaro Uribe busca someter y obligar a la gente a salir de los territorios autónomos para entregarlos al capital trasnacional. Ello, al tiempo que negocia tratados de libre comercio sin consultar a los pueblos indígenas. Además, el control territorial de los indígenas se vuelve sumamente difícil con la infiltración del narcotráfico, que ha incrementado la violencia y la desobediencia a las autoridades comunales. “Creo que la estrategia de guerra del gobierno colombiano ha sido precisamente aniquilar todos los procesos sociales, especialmente los indígenas, pues cada vez que hablamos de autonomía, identidad, territorialidad, cultura, hablamos de principios cosmogónicos, y eso es muy molesto para el gobierno de turno (...) de allí vienen las militarizaciones, las persecuciones y más cuando hay una alianza en entre el gobierno colombiano y multinacionales que han entrado fuertemente a nuestro territorio con el interés de saquear lo que nos queda, la riqueza ambiental y minera. Como nuestros territorios han sido cuidados de forma milenaria, hay una conservación intacta y vienen para llevarse eso. Hay una alianza de compra y venta de recursos naturales”. Los pueblos indígenas han diseñado sin embargo mecanismos de defensa, como es “la Movilización por la Dignidad, esto es la Minga de Resistencia Social y Comunitaria”; están buscando establecer una “guardia indígena”, que sería un sistema de seguridad propia sin uso de armas; exploran la posibilidad de crear un ”parlamento indígena y popular de los pueblos”, pues “más de 50 por ciento de los miembros del Congreso en el país están manchados con sangre del paramilitarismo y no nos representan”, y están armando una “propuesta de paz integral, que busca una paz no restringida, la liberación de la Madre Tierra, la inclusión social, la autodeterminación de los pueblos, el respeto a los derechos humanos y a un modelo económico alternativo y la solución negociada al conflicto armado”, señaló Otero. (LER) Colombia El campo que deja Uribe tras ocho años de gobierno Luis Felipe Rincón Los resultados de la reciente votación en Colombia para elegir al presidente del próximo cuatreño abren muchas interrogantes, principalmente para el ámbito rural del país y en especial para los miles de pequeños productores, campesinos, indígenas y afrocolombianos que componen el grueso del sector. En el mandato del presidente Álvaro Uribe (2002-2010) el país alcanzó un alto grado de polarización política y social, promovido por el discurso oficial, que orientó toda la atención en la lucha contra el llamado terrorismo y por sus políticas que tuvieron un claro sesgo a favor de los conglomerados económicos, agroindustriales y terratenientes, y que concentraron en la figura presidencial el poder político y económico del país. Digo el “llamado terrorismo” porque a pesar que el país enfrenta un conflicto interno armado desde hace más de cinco décadas, que tiene profundas raíces políticas y económicas, el gobierno central niega la figura de beligerancia a los diferentes grupos guerrilleros alzados en armas y les da el apelativo de terroristas. El actual período presidencial que culminará el próximo 20 de julio cerrará un ciclo de ocho años, donde el país y la región atestiguaron como nunca antes una enorme ofensiva militar que tuvo como justificación la lucha frontal contra la insurgencia armada y el narcotráfico –como su principal fuente de financiación–. La política de seguridad democrática, aplicada bajo un esquema de persecución política y criminalización social, limitó los derechos ciudadanos y las garantías civiles que cualquier Estado democrático debe respetar. Este modelo exigió al país destinar cerca de 3.8 por ciento de su producto interno bruto al gasto militar, consolidándolo con un pie de fuerza de 373 mil efectivos, el más grande de la región. Alrededor de 80 por ciento de los servidores públicos son parte del sector de Defensa. En políticas económicas se desarrollaron reformas laborales que favorecieron la flexibilidad laboral, disminuyendo el ingreso real de los trabajadores vía salario, y creando condiciones de exención impositiva para garantizar la inversión extranjera en el país, lo cual se tradujo en números positivos de crecimiento económico pero negativos en generación de empleos, de modo que en la actualidad cerca de 60 por ciento de los trabajadores están en el subempleo o con empleos informales o mal remunerados. De cada cien hogares, 46 están en condición de pobreza y 18 de ellos en la indigencia. La política social para el sector rural se caracterizó por una marginal atención a la grave crisis humanitaria que el país vive a causa del conflicto armado interno que ha dejado millones de familias desplazadas y desterradas. En el ámbito agrario fueron constantes los escándalos que emergieron a la luz pública por la corrupción para favorecer a empresarios agroindustriales y en el plano económico se dio una profundización del modelo neoliberal. El actual modelo agrario del país ha conducido a una profunda crisis donde el sector viene perdiendo cada vez más su vocación productiva como consecuencia de la masiva importación de productos agrícolas, que pasó de 4.3 millones de toneladas en 2002 a más de 9.8 millones el año pasado. El modelo se centra en generar las condiciones propicias para el libre mercado y en favorecer el sector agroindustrial, principalmente a productores de biocombustibles, caña de azúcar y de flores. La entrega a un selecto grupo de empresarios de la palma africana de un predio de 17 mil hectáreas a cambio de beneficiar a 80 familias desplazadas por la violencia en un episodio que se dio a conocer como Carimagua; o la entrega de subsidios a políticos, reinas de belleza y empresarios regionales por medio del Programa Agroingreso Seguro –que tenía por objetivo proteger a los productores del campo ante las distorsiones derivadas de los mercados– reflejan el trato que se dio a la política agrícola y a los sectores campesinos y de pequeña economía históricamente excluidos. En el plano social la situación del sector no es más alentadora. Enmarcadas en un conflicto interno armado que ostenta la guerrilla más antigua del mundo, las sociedades rurales han debido sufrir consecuencias del embate de las fuerzas del Estado y los grupos paramilitares en su supuesta guerra contra el terrorismo y el narcotráfico en la década reciente. A pesar de los ingentes recursos invertidos en estas acciones, el objetivo de lograr la paz sostenida está lejos de conseguirse. Y cerca de 3.5 millones de campesinos, indígenas y afrodescendientes han quedado en condición de desplazamiento forzoso, y 500 mil están refugiados en Ecuador, Venezuela y Panamá. En suma han debido abandonar algo más de cuatro millones de hectáreas, que actualmente se encuentran en posesión de sus victimarios o tienen como destino la explotación agroindustrial. En el futuro cercano no se avizoran señales de cambio para el país. Con una clara ventaja sobre su más cercano contendiente, el candidato oficialista en las elecciones presidenciales, Juan Manuel Santos se postula como el más seguro ganador en la segunda vuelta, y desde ya advirtió que continuará de las políticas económicas, militares y sociales de Uribe. La tenencia improductiva de la tierra, la agudización del modelo económico neoliberal, la intensificación del conflicto armado interno, la polarización política y la criminalización de todas las expresiones de protesta y resistencia social son algunos de los rasgos de la actualidad rural del país. Las comunidades campesinas, indígenas y afro han decido hacer frente a esta situación de agobio con una gran Minga de Resistencia Social y Comunitaria que exige: el cumplimiento de acuerdos firmados pero ignorados por diferentes gobiernos durante años; el cambio del modelo económico y de la actual legislación del despojo; que se garantice el derecho a la vida; el acceso a tierras y el respeto a los territorios y la soberanía. También reclama la construcción de una agenda común y nacional de los pueblos. De este modo la Minga ha puesto a caminar la palabra para que la esperanza persista.
Ecuador
Conculcan la constitución Los indígenas de Ecuador –30 por ciento de la población, según cifras oficiales, pero casi 40, de acuerdo con cálculos independientes– “se están yendo a las calles, a movilizarse”, para enfrentar embates del gobierno, que ponen en riesgo los recursos naturales, en particular el agua, y que buscan desarticular la unidad de las organizaciones indígenas. Luis Gilberto Guamangate, miembro de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), afirma que el presidente Rafael Correa Delgado, “ha perdido su horizonte, su norte, y eso es una traición para con los indígenas”, pues su gabinete, infiltrado en 80 por ciento por la derecha y extrema derecha, está tomando acciones (por medio de legislaciones) para dar marcha atrás a la Constitución, la cual en 2008 incorporó “los derechos de la naturaleza” gracias a la influencia definitiva de las agrupaciones indígenas en el proceso constituyente. “La actual Asamblea está impulsando leyes que van en contra de la Constitución y esto representa un peligro. Sin embargo, la Constitución es un libro macro, y apelamos a ella, estamos dando una lucha dura, y eso genera polarización en el país (...) El gobierno está utilizando instancias públicas para dividir al movimiento indígena (pero) acabamos de firmar un acuerdo monolítico las tres organizaciones (del país): la Conaie, la Federación de Evangélicos del Ecuador y la Confederación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (Fenocin). Hemos vivido 500 años de dificultades, tendremos que seguir luchando y nuestra única arma es la organización, la minga, la unidad. Vamos a seguir presentando proyectos alternativos de desarrollo que a la larga queremos que sean sustentables (...), señaló Guamangate, quien fue asambleísta constituyente en 2008. Destacó entre los embates legislativos, el relativo al agua. “Por medio de la Ley de Agua se ha determinado que el Estado maneje todo con una autoridad única; con ello se acaba con las juntas de agua en el país de un solo porrazo, a pesar de que fueron fundadas y organizadas por el movimiento indígena y sin aporte del Estado (...) Esto es un problema porque, no digamos el actual gobierno, sino los posteriores, podrán hacer lo que quieran, y las concesiones de agua de las haciendas hoy por hoy no se han revisado: sigue 80 por ciento de ellas en manos de los floricultores y otros grupos de poder y las comunidades no hemos sido beneficiados. “Por ejemplo, en la población de Pomasqui, en Quito, hay una hacienda de la policía nacional que tiene 80 por ciento de la concesión del agua y los 120 mil habitantes tienen sólo el 20 por ciento, y esto sucede en todas las provincias del país, en Cotopaxi, en Imbabura... Queremos que en la ley se integre un transitorio para que se revisen las concesiones, pero también para que el agua no sea administrada por el gobierno sino por un consejo plurinacional, donde estén presentes todas las organizaciones, no sólo las indígenas.” Otro embate del gobierno se observa en el interés por dividir al movimiento indígena: van a los pueblos y llegan con proyectos directos a la gente y a las familias sin respetar los procesos organizativos de las comunidades, de las juntas parroquiales. Eso es un peligro para la unidad indígena, sobre todo porque es población muy vulnerable, muchos carecen de recursos productivos –no hay una sola política pública que dote de tierra a los pobres–; muchas comunidades se asientan en los páramos o en los nacimientos de agua. Pero no todo es negativo, destacó el entrevistado. En el rubro de la soberanía alimentaria, los indígenas están registrando logros. Impulsan el regreso al consumo de productos naturales autóctonos, “como los tuvieron nuestro aborígenes”. “Esta lucha ha logrado traspasar en algo las barreras de las instancias públicas. Tanto así que el Programa Aliméntate Ecuador comienza por lo menos a comprar alimentos de las regiones del país, antes se importaban”. Iniciativas indígenas están prosperando, como la de pensar en la producción sana ligada a la conservación del medio ambiente y en la salud de los ecuatorianos. “Con el apoyo de ciertos organismos internacionales, se han hecho foros, ferias, exposiciones, y la gente va haciendo cada vez más conciencia” (LER). |