19 de junio de 2010     Número 33

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Campesindios de América, uníos

LA CONSTRUCCIÓN DEL CAMPESINO EN UN CONTINENTE COLONIZADO


FOTO: Flavio Barbosa

El mito milenario no es solamente un absoluto recomenzar, una ruptura con el estado actual del mundo, sino también reinicio, restauración de la pureza o de la potencia original. La imaginación del futuro se apoya siempre sobre la memoria del pasado.
Jean Pierre Sironneau.
El retorno del mito y del imaginario sociopolítico

Con 42 millones de kilómetros cuadrados y 813 millones de habitantes, coloreado por la multiplicidad de ambientes naturales y de culturas originarias y aclimatadas, dividido por la migración en un ámbito anglosajón y otro latino, fragmentado en decenas de Estados nacionales a veces hechizos, y fracturado por la economía política entre un prepotente norte imperial y un escarnecido sur tercermundista, nuestro continente es diversidad extrema y con frecuencia enconada. Variedad que no impide la lenta pero terca conformación de un campesinado de vocación continental. Y es que, más allá de nuestras diferencias, compartimos la condición de colonizados. Hace 500 años fuimos invadidos y esto nos marcó a fuego.

Los americanos de hoy provenimos sobre todo de la población originaria, de la migración europea y de los africanos traídos como esclavos. Pero amerindios, criollos, mestizos, mulatos o zambos, en nuestro origen está una irritante experiencia de conquista y colonización que dejó su impronta sobre la sociedad continental, aun la de aquellos países con escasos vestigios de los originarios y de los transterrados a fuerzas.

“Como en toda sociedad colonizada, el ancho y oscuro fondo de la pirámide social fue ocupado, primordialmente, por aquellos cuyas raíces se hunden en culturas anteriores a la conquista. Aunque con el correr del tiempo (los países) se fueron haciendo intensamente mestizos en lo étnico y lo cultural, nunca se alcanzó a diluir la miseria y la subordinación”, escribe Florencia E. Mallon en Campesino y nación. Y esto vale para la conformación de nuestras clases sociales.

La comunidad agraria es ethos milenario pero los hombres y las mujeres de la tierra fueron recreados por sucesivos órdenes sociales dominantes y lo que hoy llamamos campesinos, los campesinos modernos, son producto del capitalismo y de su resistencia al capitalismo. Sólo que hay de campesinos a campesinos, y los de nuestro continente tienen como trasfondo histórico el sometimiento colonial y sus secuelas. Los campesinos de por acá son, en sentido estricto, campesindios.

El indio americano es al principio una invención de la Corona Española. Categoría impuesta con fines tributarios pero también político-morales pues suplantaba denominaciones autóctonas y establecía una división del trabajo y una jerarquía social de naturaleza étnica y base comunitaria. Junto a los indios fueron apareciendo rancheros, granjeros, colonos; labriegos pequeños y medianos que por lo general no eran indios pero tampoco campesinos propiamente dichos.

Entre nosotros –que no conocimos al campesinado feudal propio del ancien regime europeo– el concepto de campesino, habitualmente asociado al de obrero, designa una clase de las sociedades poscoloniales y es obra de modernidad. Su uso se extiende por el continente al calor de las mudanzas que arrancan hace un siglo con la Revolución mexicana, trance iniciático que con la nueva Constitución y la Reforma Agraria, institucionaliza al campesinado: un inédito contingente social cuyo estatuto ya no remite a la etnia ni tiene origen colonial (tan así, que a las tierras dotadas a los pueblos se les llama ejidos, término que viene del latín y de la tradición europea, y no, por ejemplo, calpullis). Y lo mismo sucede años más tarde en Bolivia, donde “con la Revolución Nacional de 1952 –escribe Carlos Vacaflores en La persistencia del campesinado en América Latina– los indígenas se campesinizan y se suscriben formalmente a la ciudadanía”.

Pero el triunfo de la clase sobre la etnia es epidérmico, entre otras cosas debido a que en nuestro continente opresión de clase y de raza se entreveran. Así, el indio ancestral, presuntamente transmutado en moderno campesino, reaparece junto a éste revestido de su específica identidad. Y en muchos casos renace dentro de éste, que lo descubre como su raíz más profunda. Recuperada su verdadera faz, en el último tercio del siglo XX los indios americanos debutan como tales en el escenario de la lucha social contemporánea. Aun en países como Chile y Argentina donde pocos se identifican con los pueblos originarios, el nuevo movimiento rural deviene con pertinencia y justicia un movimiento indio y campesino, campesino e indio. Convergencia plural pero unitaria donde, sin fundamentalismos pero sin renunciar a sus particularidades, todos son indios y todos campesinos, todos son campesindios. No es casual que la red global llamada La Vía Campesina que agrupa a 140 organizaciones de 70 países, entre ellas 84 americanas o caribeñas, haya nacido hace 18 años, en el corazón de nuestro continente, en el cruce de caminos e historias que es Centroamérica.

La insoslayable presencia de lo étnico en el curso moderno de Latinoamérica se manifestó de bulto en las revoluciones agrarias del pasado siglo y después en el discurso del indigenismo institucional. Pero también aparece en las propuestas políticas de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) y del Partido Comunista del Perú, en los años 20s; en el neokatarismo boliviano de los 70s; en la perspectiva de nación pluriétnica impulsada desde fines de los 80s por el movimiento Pachakutic, en Ecuador; y desde los 90s en el altermundismo indianista del mexicano Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Hoy, a la luz de la Revolución boliviana, es claro que en América no habrá cambio verdadero sin eliminar lo mucho que resta de colonialismo interno, sin erradicar tanto la explotación de clase como la opresión de raza. Y sobre esto los campesindios americanos tienen mucho que decir.

Hablo aquí del continente todo y no sólo de Nuestra América, porque aun en los países del extremo norte subsiste el síndrome colonial interno: estigma encarnado en las etnias amerindias que sobrevivieron pero también en la duradera minusvalía de los afro-descendientes y en el trato a la creciente migración de mestizos latinoamericanos, con la que los pueblos originarios de América toda se hacen presentes en un norte anglosajón que reproduce con ellos el racismo y los modos criollos del colonialismo interno propios del área latina del continente.

El mito amerindio. Un combate como éste: sustentado en parte en la comunidad agraria y la identidad étnica de los originarios, además de las tácticas convencionales de otros luchadores, está en condiciones de emplear recursos míticos-simbólicos; palancas espirituales que, en una modernidad desencantada donde el racionalismo priva hasta en la lucha de clases, resultan heterodoxas y hasta “exóticas”.

Decía Georges Sorel a fines del siglo XIX que ”los mitos revolucionarios permiten comprender la actividad, los sentimientos y las ideas de las masas populares que se preparan para entrar en una lucha decisiva; (y estos mitos) no son descripción de cosas, sino expresión de voluntades”. Ideas que fueron rechazadas por los marxistas ortodoxos, a quienes no movía un mito sino la profecía “científica” de la inevitabilidad del socialismo. Pero cuando el sujeto libertario no es tanto una clase moderna: el proletariado, sino los ancestrales campesindios, que reivindican 500 años de resistencia, es inevitable –y pertinente– que la lucha se llene de imágenes, sentimientos, intuiciones que remiten a un pasado profundo; es previsible y deseable que el combate se ritualice y cobre un carácter no sólo terrenal sino también simbólico.

Empeñado en entreverar lo clasista con lo étnico, el pasado con el futuro y el socialismo con la utopía incaica, el peruano José María Mariátegui abrevó con provecho en Sorel: “El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior”, escribe en El artista y la época. Y en Alma matinal, concluye: “Los pueblos capaces de la victoria (son) los pueblos capaces de un mito multitudinario”.

Algo del mismo tenor escuché hace unos meses en boca de Alejandro Almaraz. Decía el viceministro de Tierras en el gobierno de Evo Morales: “La importancia económico-social de la Revolución Agraria es enorme, pero también su importancia simbólica (...) Lo que es aún más profundo en los pueblos indígenas”. Así, alba del tercer milenio, los campesindios de América están inmersos en una batalla de símbolos donde la utopía se traviste en mito.