as noticias, las expectativas y las opiniones acerca de la economía mundial van en zigzag. El cuestionamiento acerca de lo que pasa y de cómo actúan los gobiernos y los bancos es muy grande; también aumenta la desconfianza de la gente.
La intervención pública para intentar frenar las condiciones derivadas de la crisis financiera de 2008 ha significado una fuerte transferencia de recursos. Se socializan las pérdidas. Con esto, se reacomodan de manera efectiva las posiciones de las partes y se genera una mayor tensión social.
Aún se está lejos de estabilizar la situación económica y hay mucha incertidumbre sobre las posibilidades de una eventual recuperación, sobre cuándo ocurrirá, en qué forma y si podrá sostenerse.
La deuda pública ha crecido mucho mientras se trata de frenar la sangría de los bancos y otras empresas financieras que habían acumulado bonos emitidos por los gobiernos y, también, para aquellos con títulos incobrables como los de origen hipotecario.
Esto ya se hizo en Estados Unidos, aunque no acaba la turbulencia en torno de los instrumentos que las instituciones financieras usaron para aprovecharse del auge especulativo; así lo muestra el reciente caso de Goldman Sachs. Y está en pleno proceso en España con la restructuración de las cajas y las medidas de reconocimiento de pérdidas que exigen las autoridades monetarias.
La misma especulación y la oferta de créditos de la década pasada acarrearon el endeudamiento de los gobiernos en Europa y, al estallar la crisis, las demandas de los inversionistas encarecen el refinanciamiento y orillan a una situación límite que exige de fuertes ajustes presupuestales.
Pero al mismo tiempo sigue la transferencia de fondos a los bancos. El objetivo de salvaguardar el sistema financiero choca cada vez más con el deterioro de las condiciones sociales. Esta contradicción del ajuste agrava las presiones políticas.
El caso de la Unión Europea es muy llamativo sobre las tensiones institucionales, la fortaleza real que tienen los acuerdos políticos y hasta las condiciones de subsistencia de la moneda única de la región.
La hinchazón de la deuda pública es un asunto con repercusiones en el presente y no se trata, como a veces suele presentarse, como un problema que se pasa a generaciones venideras.
Las estructuras mismas de la organización económica mundial están en entredicho, como ocurrió a principios de la década de 1970 en que se acabó con el esquema de organización que había surgido en la segunda posguerra en Bretton Woods.
En medio de tal escenario, no parece que haya mucha imaginación todavía para replantearse los modos de pensamiento y de acción en los gobiernos y, sobre todo, en los bancos centrales. Al final no le ha quedado más remedio al Banco Central Europeo que actuar como prestamista de última instancia y comprar deuda griega.
Esto altera, de facto, los términos del acuerdo monetario en la zona euro y, de alguna manera, tendrán que asimilarlo los miembros del sistema. Pero aún no es claro el entorno político en que lo harán. El liderazgo alemán, derivado de su fuerza económica está sumamente cuestionado. Nadie quiere pagar las cuentas pendientes. Esto huele mal.
Las perspectivas de crecimiento se han ido reacomodando a la baja. Las bolsas de valores suben y bajan al compás de la incertidumbre reinante. Hay pánico un día si la canciller alemana no se compromete a intervenir y, otro día, hay auge si el gobierno chino dice que seguirá invirtiendo en Europa.
La gente sale cada vez más a la calle, pues sabe dónde se va a apretar el cinturón; esta es aun una variable desconocida. El milagro
español se tambalea. El gobierno socialista apenas logró pasar el voto en el Congreso sobre el ajuste y se arrincona ante la amenaza de huelga general. A los ingleses, que no están en la zona euro, pero si en la Unión Europea, ya les han dicho lo que les espera con la caída del gasto público.
Por ahora la inflación va a la baja. Esto puede reducir las cargas del ajuste, pero no queda claro qué relación hay entre la dinámica de la economía y la formación de los precios. A los gobiernos les conviene todavía pues no se encarece la deuda y, además, pueden exhibir mejores resultados del crecimiento del producto.
Pero esto puede cambiar rápidamente. Sigue existiendo la posibilidad de una deflación y, de no ser así, eventualmente, la inflación será una forma inevitable de reducir el peso de la deuda pública que se ha acumulado.
Esta es una disyuntiva en la economía mundial. Y a un país como México le va a afectar no sólo en la posibilidad de recuperar el crecimiento como apéndice de la economía estadunidense. Sino que tarde o temprano habrá que hacerse cargo de la deuda pública, especialmente la que se mantiene fuera del balance
, o sea, la de los estados y las pensiones.